Por Leandro Albani:
Las particularidades del Estado Islámico (ISIS) marcaron, y
todavía marcan con fuerza, la realidad de Medio Oriente. El grupo terrorista,
liderado por el autodenominado califa Ibrahim (también conocido como Abu Bakr
Al Baghdadi), irrumpió como un tornado a mediados de 2014 en la ciudad de
Mosul, en el norte de Irak. Cuando los integrantes de ISIS arribaron a la
segunda ciudad iraquí en importancia y principal productora de hidrocarburos
del país, la resistencia del ejército nacional se esfumó en pocas horas, al
mismo tiempo que un puñado de yihadistas tomaban el control de los pozos
petroleros y saqueaban los bancos, consiguiendo un botín millonario.
A partir de ese momento, el avance de ISIS sobre Irak y
Siria fue imparable. Bajo el argumento de crear un Califato que reúna a todos
los musulmanes, y esgrimiendo un discurso de guerra contra Occidente y los
regímenes nacionales, los seguidores de Al Baghdadi trasformaron los
territorios bajo su control en feudos en los cuales las masacres y el pillaje
se convirtieron en hechos diarios e impactantes.
ISIS es considerado el grupo terrorista que tuvo el mayor
control territorial y un poderoso capital financiero nunca antes visto. Como
escisión de Al Qaeda, el Estado Islámico no sólo rompió con la agrupación
creada por Osama Bin Laden y que se posicionaba como “referente” en la lucha
contra el mal occidental, sino que apostó (y por momentos lo logró) a controlar
extensas franjas territoriales.
ISIS no fue una anomalía en Medio Oriente. Las sucesivas
invasiones externas y crisis que atravesó la región se convirtieron en un caldo
de cultivo para modelar a una diversa gama de organizaciones que -pese a las
críticas de la propia comunidad musulmana- se posicionaron como referentes
puros del Islam y como opción a la debacle estatal de una vasta zona habitada
por pueblos de distintas nacionalidades, en la cual los árabes son mayoría.
Ubicar el porqué del nacimiento de ISIS nos retrotrae a la
invasión soviética a Afganistán (1978-1992). Cuando Moscú ordenó el ingreso de
sus tropas en los valles afganos para defender a un gobierno que estaba bajo su
órbita, Estados Unidos, Pakistán y Arabia Saudí iniciaron un incasable trasiego
de armamento y dinero para que los denominado “señores de la guerra” y jefes tribales
musulmanes combatieran al Ejército soviético. Anticomunistas y defensores de un
Islam ultra ortodoxo y conservador, los señores de la guerra les dieron
estocadas mortales a las tropas rusas. Cuando la URSS se retiró de Afganistán,
el desgobierno se apoderó el país. Pakistán y las monarquías del Golfo Pérsico,
con el beneplácito de Washington, comenzaron a azuzar a los Talibán, quienes
desde el lejano Kandahar fueron tomando el control del país bajo el mando del
misterioso Mulá Omar, hasta llegar al poder en 1996.
Hasta los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono en
septiembre de 2001, para Estados Unidos los Talibán eran un problema, pero al
mismo tiempo intentaban negociar con su gobierno, aunque las denuncias de
violaciones a los derechos humanos crecían día a día en Afganistán. Cuando la
administración de George W. Bush definió que el principal enemigo de Estados
Unidos era el “terrorismo internacional”, la Casa Blanca desató la invasión
militar sobre territorio afgano, destruyendo todavía más a un país sumido en la
miseria y la represión.
Con la invasión a Irak dos años más tarde, los grupos
armados irregulares, con una concepción que mezclaba una lectura bastante pobre
del Islam y la obtención de millones de dólares de saqueos, secuestros y
“donadores” árabes, comenzaron a multiplicarse, al mismo tiempo que Al Qaeda se
transformaba en el enemigo público número uno, pese a las comprobadas
relaciones con Arabia Saudí y Qatar y el pasado apoyo estadounidense.
La invasión a Irak definió el futuro de Medio Oriente. Los
remanentes estatales, nacidos al calor del nacionalismo árabe, tuvieron su
debacle final. Los pueblos de los países atacados, sobre todo los musulmanes
sunitas, en muchos casos se resguardaron en las tribus y en el Islam ante la
destrucción total, no solo del Estado, sino de sus culturas milenarias,
planeada por los ocupantes. De esta manera, Irak se convirtió en una cantera de
yihadistas y mercenarios que se cobijaron en el temor de los pueblos para
“proponer” un proyecto difuso, pero que, según ellos, tenía sus profundas
raíces en la pureza de la religión islámica.
En el siglo XXI, esta concepción fue llevada a su punto
máximo con ISIS. Ante la decadencia de los estados-nación de Medio Oriente,
ISIS convocó a crear un Califato entre Bagdad y Alepo, donde todos los
musulmanes serían bienvenidos. ISIS también jugó con el caos en la región
prometiendo paz y tranquilidad luego de varias décadas de guerras e invasiones.
Además, construyó un discurso mediático anti-occidental y anti-estadounidense
que en muchos pueblos de Medio Oriente existe hace años debido a los
sufrimientos que Washington y sus aliados deparan a la región. Por supuesto,
ISIS no cumplió ninguna de estas promesas. Sus principales víctimas fueron los
musulmanes, no sólo chiítas, sufíes o yezidíes, sino también los propios
sunitas. Los territorios controlados por el Estado Islámico se transformaron en
cárceles a cielo abierto, en donde la principal preocupación de los mercenarios
fue robar obras de arte milenarias, esclavizar mujeres, traficar con petróleo y
seguir recibiendo dinero y armamento desde el exterior. La postura
anti-occidental de ISIS cayó en saco roto al seguir el mapa de su
financiamiento, que lleva a Arabia Saudí y Turquía, aliados incondicionales de
Estados Unidos.
Por estos días, el Estado Islámico está prácticamente
derrotado en el plano militar en Irak y Siria. Su ideología, que mezcla las
concepciones más retrógradas del Islam y los peores métodos del capitalismo, se
mantiene latente. Apuntar hacia los centros de poder que profesan esa ideología
es, tal vez, la medicina más concreta para derrotar a organizaciones de este
tipo.
leandroalbani@gmail.com
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