Por Homar Garcés:
Nos ha correspondido como continente (desde los albores de
la invasión europea a estas tierras) el destino de ser el escenario propicio de
la Utopía imaginada por el inglés Tomás Moro. Cuestión que fue recreada
primeramente (con pocas variaciones) por los teóricos de la independencia de
las colonias hispanoamericanas, y luego, bajo la influencia de Marx, Engels y
Lenin, por quienes enarbolaran las banderas de la lucha por el socialismo
revolucionario. Un elemento que ha dejado su huella en los pueblos de nuestra
América, los cuales (a pesar de la gran influencia ejercida desde hace siglos
por el eurocentrismo) no dejan de luchar por hacer realidad esta particular
utopía. Así sea -en algunos casos- por simple instinto político, como acaeciera
luego de la liberación política de la vieja España cuando un importante
porcentaje de la población marginada acompañara a caudillos providenciales que
prometieron cambios que sólo se plasmaron a nivel retórico
Sin embargo, el esquematismo y el dogmatismo con que fuera
abordada esta Utopía en la etapa histórica del siglo XX a través del socialismo
revolucionario -siguiendo el patrón impuesto por el burocratismo soviético tras
la desaparición física de Lenin- impidieron que la misma se desarrollara de una
forma totalmente amplia, crítica y creadora. Las convergencias y las
divergencias que esto produjera entre muchas organizaciones políticas de la
izquierda no contribuyeron a disipar la desconfianza creada entre nuestros
pueblos por los sectores dominantes, sobre todo cuando los debates no pasaban
de ser meras adhesiones a uno u otro de los teóricos de la revolución
socialista que poco tenían que ver con las necesidades y las condiciones
específicas de estas naciones.
La simple enunciación escolástica que se acostumbró entre varios
de estos movimientos políticos (persistentes en la actualidad) entorpeció la
realización práctica y coherente de un verdadero socialismo revolucionario,
impulsado por una conciencia política revolucionaria que fuera capaz de superar
las contradicciones socioeconómicas del orden establecido en vez de suavizarlas
o de tratar de coexistir con ellas. Simultáneamente, se obstaculizó el disfrute
y el acceso a los grandes y múltiples avances científicos y tecnológicos
ocurridos en medio siglo, a la cultura y a los bienes materiales que podrían
redundar en el desarrollo y la emancipación integral de los pueblos de nuestra
América; dejando todo en manos de una minoría persistentemente insatisfecha con
su avaricia. A ello se agregó también la
visión mecanicista de la historia -tan al gusto de sus representantes y
apologistas-, así como la anulación de la individualidad y la disolución del
individuo en la masa absorbida y alienada por el consumismo, según los patrones
establecidos por el capitalismo.
En este contexto, la necesidad histórica de erigir una
opción realmente revolucionaria no hace sino imponerse. La implantación del
modelo económico neoliberal capitalista ayudó a crear un fermento favorable
para crearla y hacerla viable. La realidad económica neoliberal de los últimos
tiempos puso en evidencia la inexistencia de la mano invisible del mercado con
que los economistas justificaran la usura, las desigualdades y la explotación
sin cesar de los trabajadores que caracterizan al capitalismo. Hoy está más claro
que esa mano invisible no es tan invisible como se pregonó desde mucho tiempo
atrás. Ella pertenece a los grandes conglomerados que rigen el sistema
capitalista global y a las clases gobernantes que respaldan, con sus medidas,
conflictos bélicos y legislaciones, los intereses de tales conglomerados, en
desmedro de los derechos y los intereses de la mayoría.
Vale concluir que “esta vez no tenemos oportunidad de volver
a equivocarnos, lo que antes fue ingenuidad o desconocimiento, hoy sería mera
estupidez, que la historia no va a perdonarnos”, como afirmara Celia Hart
Santamaría en el prólogo de la obra de Carlos Tablada, “El pensamiento
económico de Ernesto Che Guevara”. Nuestra América (vistas todas sus
potencialidades, en especial aquellas que se derivan de su legado multiétnico)
podría, entonces, cumplir con ese destino de ser el escenario propicio de la
Utopía. Sería el territorio perenne
donde (sin pecar de ilusos) todo individuo hallaría, en definitiva, su verdadera
emancipación, aquella que le restituya su condición humana, en armonía con sus
semejantes y la naturaleza. -
mandingarebelde@gmail.com
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