Por Sergio Rodríguez Gelfenstein:
En la introducción de su libro “Auge y caída de las grandes
potencias”, el historiador británico Paul Kennedy expone que su investigación
refiere a la interacción entre economía y estrategia en la medida que las
potencias luchan por aumentar su riqueza y poder para “llegar a ser (o por
seguir siendo) ricos y fuertes”. Kennedy explica que en los últimos cinco
siglos, la victoria y el éxito de cualquier poder planetario o el desplome de
otro, ha sido consecuencia de largas luchas en el terreno militar, pero de la
misma manera, en el desarrollo de estos fenómenos contradictorios ha ejercido
gran influencia el uso más o menos eficaz de los recursos económicos y
productivos del Estado en el momento de la contienda bélica de una parte, y de
otra, la forma en que la economía de ese Estado había optimizado o declinado en
relación con la de otras potencias que también han ejercido liderazgo en el
período precedente.
En el marco de las relaciones internacionales, los
especialistas no se han puesto de acuerdo en cuanto a la periodización
posterior al fin de la guerra fría y el mundo bipolar. Como he dicho en otras
ocasiones, después de la desaparición de la Unión Soviética, el mundo vivió
durante los últimos años del siglo pasado una década de caos en que pugnaron la
intención de Estados Unidos de imponer un mundo unipolar y el interés de la
mayoría de la humanidad de avanzar hacia un sistema multipolar de cooperación y
paz. Esta contradicción solo pudo resolverse a favor de la potencia
norteamericana tras las acciones terroristas del 11 de septiembre de 2001, que
permitieron a Estados Unidos forzar la unipolaridad. Todo comenzó a marchar
acorde los compases de la orquesta que se dirigía desde Washington hasta que la
crisis económica y financiera que estalló en 2008 paralizó esa historia que
según Fukuyama había llegado a su fin.
Vistas así las cosas, el período precedente al que se
refiere Kennedy podría interpretarse como el que se inició en 1991, el que
comenzó en 2001, o como el que se gestó a partir de 2008, pero si nos atenemos
a lo que explicaba Armando Negrete, economista de la UNAM de México, al que nos
referimos en la nota de la semana pasada, en realidad debemos estudiarlo desde
la década de los 60 del siglo pasado, momento en que se originó la tendencia a
la baja de la economía estadounidense.
En ese contexto, el desarrollo de China y el de Estados
Unidos han caminado en direcciones opuestas. Mientras que desde 1980, China ha
crecido a un promedio de 9,6% anual, teniendo picos de 15,2% en 1984 y 14,2% en
1992 y 2007 y su año más bajo en 1990 con el 3,9%, hay que tener cuenta sin
embargo, que su PIB en paridad del poder adquisitivo (ajustando las diferencias
de precios), pasó del 3,4% en 1980 al 16,6% en 2014. Esto ha significado que en
el año 2014 China superó a Estados Unidos como primera potencia mundial, en
términos del PIB en paridad del poder adquisitivo, superando con su 16,6% al
15,9% de Estados Unidos. Al contrario, este país creció un 2,6% anual desde
1980 y apenas 1,6% desde la crisis de 2007. Es cierto que el año pasado, 2018,
China creció “solo” el 6,4%, pero Estados Unidos lo hizo a un lejano 2,9%.
Estas cifras son las que nos dan el marco en el que debemos observar este
fenómeno.
Los procesos de desintegración de los poderes imperiales
transcurren a través de lapsos largos de tiempo en dependencia de múltiples
factores que concurren a acelerarlos o retardarlos, sin embargo, su decadencia
es inexorable. Al estudiar muestras del pasado, algunas similitudes respecto
del presente producen considerable asombro. Por ejemplo, en el prolongado
proceso de debacle del imperio romano, uno de los más poderosos y extendidos de
la historia, fue evidente el desprecio que este sentía hacia las tribus de su
periferia a los que siendo caracterizados, nunca pudieron conquistar, entre
ellos celtas, francos, suevos, burgundios, ostrogodos, visigodos y otros. Ya en
ese momento se les describía como “bárbaros”, lo cual en la modernidad tiene un
carácter peyorativo pero que en realidad significaba “forasteros”.
Por supuesto que había una patente superioridad de Roma en
cuanto a la organización social respecto de las tribus del norte de Europa,
pero esto no se manifestaba en el terreno propio de la guerra donde tenían
fuerte influencia factores de carácter subjetivo que llevaban a conceder
inusitada relevancia técnica a un armamento que a todas luces era inferior.
Algo parecido ocurrió en el siglo XX en la guerra de liberación emprendida por
Vietnam contra Estados Unidos.
Roma fue incapaz de solventar la oposición que hicieron las
tribus del norte basadas en un desarrollo cultural y una literatura sin igual
que le permitió elaborar y aprender el uso de ingeniosas armas defensivas,
además de poseer una gran destreza, una extraordinaria capacidad de lucha y
resistencia y probado valor en el combate. Vale decir que aquellos que
vencieron el acoso de Roma no se apuraron en tratar de copiar los adelantos que
le permitían sostener su hegemonía. Aunque cueste comprenderlo, la paciencia
fue una virtud decisiva en la capacidad de hacer desistir a Roma de sus
intentos de expansión, hasta lograr su debilitamiento y derrota. No obstante la
caída del imperio romano significó una transformación estructural de la
civilización, también es cierto que la irrupción de otros pueblos, oxigenaron
el mundo del pasado que se abrió a nuevas ideas y nuevas culturas.
En el mundo eurocéntrico y pro estadounidense de hoy, donde
se trata de hacer suponer que es imposible la vida al margen de la “cultura” de
Estados Unidos que hace esfuerzos inusitados por su universalización, este
aspecto también debe considerarse parte importante de la conflictividad
mundial, sobre todo en el enfrentamiento a civilizaciones tan antiguas y tan
poderosas culturalmente hablando como la china, la india y la persa por
ejemplo, frente a la cual Estados Unidos pretende mostrar a Walt Disney, las
hamburguesas, los chicles y la coca cola, como símbolos supremo de su infinita
superioridad.
Finalmente y al igual que en la actualidad, el problema que
condujo al fin de Roma como imperio hegemónico fue su incapacidad de controlar
un territorio de 13,5 millones de km²a pesar que construyeron 75 mil km. de
caminos para comunicar todos los rincones de tan extenso área, y no obstante también que las principales ciudades
se erigieron alrededor del Mediterráneo y en los márgenes de los extensos ríos
europeos a fin de solventar por vía marítima y fluvial el gran problema que
entrañaba el transporte para el sostenimiento del Estado y para dar continuidad
al esfuerzo bélico que suponía ese objetivo y su permanente necesidad de
expansión.
Por eso, hoy también es explicable el interés en los
estrechos y canales a través del mundo: Bab el Mandeb, Suez, Malaca, el
Bósforo, los Dardanelos, Ormuz y Gibraltar, por eso la constante tensión en los
mares de la China meridional y oriental, por eso la permanente vigilancia sobre
Panamá, el Estrecho de Magallanes y la posesión de las Malvinas y las islas del
Atlántico sur. En los mares y océanos, en la capacidad de transporte a través
de ellos y por tanto en sus posibilidades de controlarlos se juega la hegemonía
estratégica del planeta. Es la razón más importante por la que Estados Unidos
resiente del proyecto chino de “Un cinturón, una ruta” o “Ruta de la Seda” que
le da a China un lugar envidiable para su relación con Asia, Europa y África y
por extensión con América Latina y el Caribe.
Los planes para impedir el desplome de Roma en tiempos del
emperador Teodosio II a fines del siglo IV, que se venía intentando desde hacía
250 años, se ejecutaron a través de múltiples ideas y novedosas propuestas que
pasaron por la inteligente decisión de paralizar la expansión durante el
mandato del emperador Adriano a mediados del segundo siglo de nuestra era. No
parece que los emperadores modernos llamados presidentes de Estados Unidos
hayan llegado a esa decisión aún, lo cual indudablemente empeorará la situación
de la sede imperial, aunque sigan asesinado a cientos de miles de personas a lo
largo del mundo. Llegó un momento en el que Roma, que a la sazón contaba con un
ejército de 300 mil hombres, no tuvo capacidad económica para seguir haciendo
crecer el gasto militar necesario -ya no para expandirse- sino para proteger su
territorio.
Las 800 bases militares que Estados Unidos tiene en 177
países le cuestan a los contribuyentes más de 100 mil millones de dólares
anuales, eso sin contar los portaviones y los efectivos que se desplazan
temporalmente fuera de su país, y que hicieron que Trump haya solicitado un
presupuesto de 750 mil millones de dólares para el año 2020, podrían crear una
ficticia situación de control global inquebrantable sobre la base de un
endeudamiento creciente, lo cual es posible mientras Estados Unidos sea dueño
de la máquina que elabora el dinero del planeta, pero esto también está
comenzando a modificarse toda vez que el comercio entre Rusia y China y otros
países se ha empezando a hacer con monedas distintas al dólar. Su debacle y
pérdida de hegemonía es cosa de tiempo.
Mientras tanto, necesitan mantener su amenazante presencia
militar en todo el planeta. En tiempos de Roma, su incapacidad de defender el
territorio imperial condujo a que el ejército se viera obligado a reclutar a
aquellos “salvajes” que había enfrentado quienes aportaron novedosas formas de
combate. En tiempos recientes, Estados Unidos creó grupos terroristas como Al
Qaeda y el Estado Islámico para enfrentar a sus adversarios de turno, al mismo
tiempo que los caracterizaba como enemigos irreconciliables y organizaciones
terroristas. En otras ocasiones ha recurrido a la utilización de empresas que reclutan
mercenarios para cumplir sus objetivos sin el riesgo de participación de sus
propios soldados. Por supuesto, estas empresas están prohibidas, pero
contradictoriamente existen legalmente en Estados Unidos y otros países de
Europa enganchando soldados de fortuna en variados países entre los que
destacan Colombia, Chile e Israel, naciones plenamente subordinadas a Estados
Unidos que poseen fuerzas armadas aliadas de este para realizar acciones al
margen del derecho internacional a cambio de impunidad en la represión y
oscuros negocios multimillonarios al interior de sus países. Por último,
Estados Unidos a través de sus agencias ha destinado ingentes cantidades de
recursos para la contratación de delincuentes y lumpen que ayuden a
desestabilizar gobiernos que no se subordinan a su mandato como los de
Nicaragua y Venezuela.
Las similitudes son evidentes, la descomposición es la misma
y las acciones son similares aunque los procesos de declive hayan sido
distintos, entre otras cosas porque han ocurrido en épocas separadas por más de
un milenio de la historia de una humanidad que solo busca tener condiciones
mínimas de subsistencia en este planeta que supuestamente es de todos.
sergioro07@hotmail.com
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