Por Carlos A. San Vicente R.:
La culminación del periodo de Barack Obama como huésped de
la Casa Blanca, inaugura un nuevo ciclo liderado por el extravagante
republicano de fisonomía caucásica, Donald Jhon Trump (1946). El empresario
neoyorkino del sector inmobiliario llega al Despacho Oval con 62.979.879 votos,
equivalente al 46,1% del total escrutado, mientas que su adversaria, Hillary
Clinton, obtuvo 65.844.954 votos, lo que representa el 48,2% del total. ¿Cómo
llegó Trump a la primera magistratura habiendo perdido el voto popular?
La respuesta yace en las características del sistema electoral estadounidense, el cual no pone la elección del presidente en manos de sus electores, sino en un Colegio Electoral que se compone de 538 personas designadas por los gobernadores de los 50 estados del país . Como explica Heinz Dieterich:
“El Colegio Electoral estadounidense que dio el triunfo al
perdedor Trump, consta de 538 electores, que son nombrados por las elites de
los Estados de la República. Esos 538 personajes representan a la población
total de la Unión Americana, unos 327 millones de ciudadanos. La razón de los
fundadores de los Estados Unidos, de no confiar en el voto directo de la plebe,
sino sobreponerle una instancia oligárquica supervisora de última decisión, es
explicada por los Founding Fathers Alexander Hamilton, Jhon Jay y James Madison
en los Federalist Papers (1.788). En palabras de Hamilton: el modo de elegir el
presidente debe conceder el último poder a un pequeño grupo de personas (…) con
mayor probabilidad de poseer la información y el discernimiento necesarios para
investigaciones tan complicadas.
En un régimen imperial agrario-mercantil, basado en el
esclavismo y la aniquilación de los pueblos indígenas, y con la masa de la
población iletrada, el significado de este código normativo estaba fuera de
duda; la nueva clase dominante blanca no entregaría el poder político a un
sistema de democracia formal burguesa, es decir, al voto popular directo.
Doscientos años más tarde, la democracia y el pueblo del 'land of the free' siguen esperando que la
clase dominante le permita dar el paso de la democracia virtual a la democracia
real” .
Aunado a ello, los votos obtenidos por el representante
republicano-supremacista fueron resultado de una serie de diseños de captación
desarrollados por un conglomerado de corporaciones dedicadas al marketing
electoral, siendo una de las más emblemáticas la empresa Cambridge Analytica.
Esta compañía aportó a la campaña de Donald Trump información básica obtenida
desde la plataforma Facebook (cuestión que devela la fortaleza de las redes
sociales) para conocer los intereses de 50 millones de usuarios evaluados. De
ellos, 30 millones incluían datos personales suficientes como para elaborar un
completo perfil psicológico de sus temas de interés .
Ahora bien, lo “resaltante” de esta fase que se inicia con
el nuevo inquilino de la Casa Blanca, es que Trump representa los estertores
del todavía predominante supremacismo blanco evangelista. Su controversial
figura no es fruto exclusivo de un desquicio electoral de una parte de la
sociedad estadounidense. Él responde a una variante de los poderes fácticos de
ese país, que consideran que los Estados Unidos viven el quiebre final del
formato continentalista-unipolar ante el auge del globalismo-multilateralista.
En consecuencia, esta personalidad (la de Trump) constituye una salida
desporalizante, con un enfoque industrialista-oligárquico y anti- globalista
signado por la xenofobia de los White, Anglo-Saxon and Protestant (WASP). Esta
salida visibiliza, a su vez, la disputa de tres grandes fracciones oligárquicas
en pos de hegemonizar el Estado corporativo del país norteamericano:
Globalistas universalistas-Continentalistas centralistas e industrialistas
nacionales.
Para superponer la corriente local-nacional rooseveltiana es
seleccionado Donald Trump, cuyo comportamiento verbal suele ser pugnas y
desafiante, simbolizando el prototipo ideal de un conservador reactivo con un
lenguaje propio de la liturgia anticomunista de la guerra fría. En otras
palabras, Trump representa el Hard power en su forma anti-política y más allá
de la versión domesticada y matizada del smartpower que llevó a la Casa Blanca
a su antecesor, Barack Obama.
Por otro lado, la base dura electoral de Trump, conocida
como The Bible Belt (El Cinturón de la Biblia), agrupa al fundamentalismo
cristiano-evangélico-protestante, en combinación con las posturas aislacionistas
de empresarios que evocan la Nueva Era a través de un programa de recuperación
económica que rememora el otrora New Deal post gran depresión de 1929 del para
entonces presidente, Franklin Delano Roosevelt (1882-1945). En la invocación de
esta Nueva Era participan activamente histriónicos republicanos xenofóbicos y
populistas, como Pat Buchanan y Ros Perot, entre otros.
Ello explica porque uno de los rasgos característicos de la
campaña presidencial de Trump fue el uso de un lenguaje efervescente y
escatológico para enfrentar a la demócrata Hilary Clinton (perteneciente a la
nomenklatura globalista), disparándole todo tipo de escupitajos y exponiendo
una postura xenofóbica contra todo aquello que no sea de origen sajón. Al mismo
tiempo, otra peculiaridad de su campaña fue la exaltación de un nacionalismo
mórbido a través del slogan “America First” (“Estados Unidos Primero”). Esta
idea-fuerza le permite a Trump acusar a la inmigración, y a la idea de la
libertad del liberalismo, como las causas de los desajustes/desequilibrios y la
pérdida de competitividad del modelo capitalista en los Estados Unidos.
Este nacionalismo supremacista/industrialista exterioriza de forma ruidosa el malestar de las capas medias del país, víctimas de la crisis financiera de 2007-2009, así como de factores del capital que en razón de ese colapso han perdido empresas, dejando cesante una enorme masa de trabajadores que agobiados por la recesión laboral no pueden hacer uso del seguro social y la movilidad extensiva del consumo recreacional como viajar, entre otros indicadores para el sostenimiento de las tarjetas de créditos. Al mismo tiempo, esta fracción del capital estadounidense expresa su inconformidad sobre el desempeño del Estado Corporativo más poderoso del mundo.
Al respecto, Trump hace gala de ser parte del sector
inmobiliario aduciendo que ahí reside una de las claves para que el
estadounidense recupere su empleo y así volver a obtener su bienestar.
Su personalidad es descrita elocuentemente por el escritor
inglés, Nate White, como un individuo que “(…) no tiene clase, ni encanto, ni
frialdad, ni credibilidad, ni compasión, ni ingenio, ni calidez, ni sabiduría,
ni sutileza, ni sensibilidad, ni autoconciencia, ni humanidad, ni honor, ni
gracia, (…) ni siquiera parece entender lo que es una broma: su idea de una
broma es un comentario grosero, un insulto analfabeto, un acto casual de
crueldad. (…) Trump es un troll, nunca es divertido y nunca se ríe; sólo canta
o se burla, (…)”.
No obstante, sería un acto de ingenuidad supina quedarnos en
la excelsa descripción que realiza Nate White sobre la tormentosa personalidad
de Donald Trump. Debe recordarse que se trata de un perfil seleccionado para
una misión concebida por una parte del capital estadounidense perteneciente al
llamado Estado Profundo y a la Sociedad Profunda Blanca-Judeo-cristiana, para
cumplir la enorme tarea de compartir la explotación del planeta, hegemonizada
en las últimas décadas por los globalistas con la llegada de William Jefferson
“Bill” Clinton (1946) en 1993 a la Casa Blanca.
Esta figura empresarial (magnate del sector hotelero del
país), fue apartado del club selecto de transnacionales e inversionistas que
venía operando desde la Reserva Federal y la Oficina Oval, como son aquellas
pertenecientes al sector tecnológico
(Silicon Valley) y la banca universal, liderada por los fondos de inversiones,
las cuales protagonizan desde esas instancias el liderazgo a escala global el
proceso de acumulación de capital sobre la economía mundial, desde finales del
siglo XX y el transcurrir del siglo XXI..
Donald Trump es la respuesta de una elite económica industrialista que prioriza “lo nacional”, enfrentando el enfoque globalista que signó la administración que lo precedió desde una plataforma social que se agrupa en el “Make America Great
Again” (MAGA). De ahí, el señalamiento que realiza Daniel
Stulin cuando dice: “(…) teníamos claro que ningún liberal banquero financista
como Clinton podía ganar porque cuando tienes una economía con cuatro
cuatrillones de dólares de deuda (cuatro y 15 ceros), la única forma de
desgravar esto sería con una guerra termonuclear. Porque las guerras desgravan
deudas y responsabilidades y (…) Clinton nos hubiese llevado a todos a una
guerra de esas características”.
El telón de fondo de todo lo descrito hasta ahora es la
crisis sistémica del modelo edificado en Bretton Woods (1944) que modula el
orden económico internacional que viene implosionando durante el primer tercio
del siglo XXI. De modo que Trump es el instrumento que eligió ese sector del
capital estadounidense para destruir esa pesada herencia liberal. Para ellos,
personajes como el senador Bernard “Bernie” Sanders o la ex-secretaria de
Estado, Hilary Diane Clinton, no le sirven, sino una individualidad anómica
como la simbolizada por Trump, porque se requiere cambiar todo lo que la
sociedad estadounidense conoce a nivel de enseñanza, cognición, lenguaje, etc.
Es por ello que, como acertadamente indica Stulin, este personaje se muestra
irreverente, incendiario, disruptivo.
Por su parte, el ex-director del Buró Federal de
Investigaciones (FBI), James Brien “Jim” Comey, compara a la presidencia de
Donald Trump con un “incendio forestal” para describir los tiempos aciagos que
se gestan en la Casa Blanca. Estamos en presencia de la fractura de un sector
del capital resentido contra quienes han hegemonizado la globalización en las
últimas dos décadas, develando la lógica que encierra en buena parte la rabiosa
jerga empleada por Trump, durante su campaña, cuando se pronunciaba contra
empresas tecnológicas como AMAZON, Adobe Systems, Alphabet Inc., Apple Inc.,
Aglient Technologies, Advance Micro Devices (AMD), Applied Material, Brocade
Communications Systems, Cisco Systems. Todas operan en el Silicón Valley.
Trump expone frecuentemente el estado de desolación que vive Detroit, el otrora centro industrial del automóvil a nivel mundial. Hoy la ciudad está execrada y olvidada por la crisis financiera de finales de los 80, secundada en los 90, y profundizada por el descalabro de 2007-2009. Los Estados Unidos dejaron de ser el.
Número uno en la producción de vehículos desde la década de
los ochenta, convirtiéndose en un gran importador. Actualmente, su industria
automotriz representa sólo unos 100.000 empleos directos, equivalente a un
grano de arena en comparación con el empleo general. Para Donald Trump, los
automóviles fabricados en el territorio nacional son una fuente de “orgullo
patriótico”. A inicios de 2017, un reportaje de la BBC reseñaba lo
siguiente:
“No hay absolutamente ninguna duda de que el ´fabriquen en
EEUU´ de Donald Trump resuena entre muchos votantes, especialmente aquí en el
corazón industrial del país. (…) La verdad es que las familias y los líderes de
los sindicatos, los directivos de las automotrices y los empleados que trabajan
en el sector han estado esperando décadas para que un futuro presidente de los
Estados Unidos lo diga.
Por tanto, América First significa “(…) la
reindustrialización de Estados Unidos vía desacoplamiento con la economía China
y el regreso de la producción a suelo estadounidense con los consecuentes
empleos y generación de riqueza localmente, es decir, una economía industrial
que produce para sus propias necesidades y para un mercado mundial cautivo
(literalmente hablando). También incluye la concentración de sus fuerzas militares
en su territorio, conservando la capacidad de proyectar ese poder a escala
mundial si fuese necesario, y el desarrollo de armas nucleares super duper en
grandes cantidades que garanticen una ventaja absoluta sobre los rivales
geopolíticos, dejando de lado la política del equilibrio estratégico por la
confrontación estratégica entre potencias”.
A partir del 20 de enero del 2017, Trump tomó posesión de la primera magistratura de Estados Unidos para convertirse en el presidente número 45. Su lema: “Make America Great Again” (volver hacer grande a Estados Unidos) permite reeditar el American Way of Life en el nuevo milenio, revitalizando sus mayores estandartes: la industria de la construcción y el sector automotriz. Reactivarlos es su mayor promesa.
Ambos estandartes están alineados con los 14 puntos del Plan
Energético presentado por Trump y su vicepresidente, Michael "Mike"
Richard Pence .
Este programa anula las restricciones a las emisiones de
dióxido de carbono que limitan la extracción de combustibles fósiles, lo cual
implica un desmantelamiento del Plan de Energías Limpias diseñado por su
antecesor de la Casa Blanca, para reducir el uso de hulla en función de la
generación de electricidad en el ámbito nacional. La base sobre la cual Trump
sustenta ese propósito se ubica en lo que se conoce como la ventaja comparativa
de los Estados Unidos.
“Nuestro país está bendecido por una extraordinaria
abundancia de energía (…) tenemos gas para cerca de 100 años y para más de 250
años de limpia y hermosa hulla…tenemos mucho más de lo que pensábamos que sería
posible. La verdad es que llevamos las riendas, ¿Y sabéis qué? No queremos que
otros países se queden con nuestra soberanía y nos digan que tenemos que hacer
y cómo la debemos hacer. Con estos recursos increíbles, mi administración no
sólo trabajará por la independencia energética que hemos estado buscando
durante tanto tiempo, sino por el predominio de Estados Unidos en materia de
energía” .
Se trata de una agenda que mira hacia adentro de manera
desesperada, ante las incertidumbres que generan las distintas tensiones
socio-económicas sobre su governance como el cambio climático sobre el mayor
consumidor mundial de energía fósil per cápita generadora de la mayor emisión
de dióxido de carbono (CO2) sobre la atmósfera del planeta. De ahí su desafío
contra las regulaciones ambientales por considerarlas un obstáculo al
desarrollo de las ventajas comparativas en el área de los hidrocarburos.
Estados Unidos es poseedor de las mayores reservas de carbón, petróleo y gas natural no convencionales del planeta, reservas vitales para sus requerimientos en una reconversión del paradigma energético que se apoya en modificaciones tecnológicas en lo concerniente a la extracción del petróleo y gas natural de esquisto, más precisamente de pizarra o de lutitas. Un paradigma que está siendo
Promocionado en medio de un proceso de financiarización de
la economía mundial que se desplaza digitalmente con referentes bursátil en
franca comoditización de las energías primarias en la figura de contratos a
futuro.
Tanto Trump como Obama sostienen la tesis de que no explotar
esos reservorios energéticos significaría acentuar la dependencia externa de
los Estados Unidos en cuanto al consumo de hidrocarburos. De hecho, el
presidente saliente le deja al nuevo inquilino la mesa servida con la
denominada “iniciativa de los Tres Mares”, formulada en 2014, cuyo objetivo es
crear un bloque anti-ruso para asegurar fuentes de energía alternativas en
función de proteger a Europa del Este, para que esta región no sea más un rehén
del suministro energético del oso euroasiático. En dicho proyecto participan 12
países situados entre el Mar Báltico, el Mar Negro y el Mar Adriático, a saber:
Polonia (como punta de lanza), Lituania, Estonia, Hungría, República Checa,
Bulgaria, Austria, Rumania, Croacia, Eslovaquia y Eslovaquia. Todos integrantes
de la Unión Europea. Además, con la excepción de Austria, todos son miembros de
la OTAN. Una especie de Nueva Guerra Fría en el siglo XXI.
El ajedrez de Donald Trump, y su lobby de multinacionales
estadounidenses agrupadas bajo el paragua del “Make America Great Again”,
apunta hacia el incremento de la producción nacional para aumentar el consumo
doméstico, reducir las importaciones y desestabilizar a sus competidores
internacionales, principalmente Rusia, Irán y Venezuela. Esa estrategia implica
sostener una extracción de petróleo mucho más cara que la del reino saudita y
Rusia que presentan costes de explotación de crudos ubicados entre 2,8$ y 5$
por cada barril, respectivamente. Esto significa mantener unos precios
internacionales por encima de los 40$ el barril para que las compañías que
explotan gas y petróleo de lutitas con la técnica del fracking obtengan
atractivos dividendos.
El desafío mayúsculo de la administración de Donald Trump
radica en: cómo seguir sosteniendo una actividad extractiva de hidrocarburos no
convencionales, con auxilios financieros y bajas tasas de interés, a expensa de
la emisión de bonos de la deuda del Tesoro, manteniendo al mismo tiempo un
mínimo de costes por barril de 40$ frente a sus competidores naturales en
presencia de una economía nacional profundamente financiarizada.
Para tales propósitos su gobernanza ha formulado una
estrategia geoeconómica internacional que procura el regreso de los capitales
globales estadounidenses a su país. En función de ello le impone a sus aliados
tácticos como los halcones (quienes disponen de un fuerte predominio en el
Pentágono), la tarea de presionar los Inversores con el objetivo de
desincorporar sus colocaciones en México y Canadá. Los tiempos por venir dirán
si será posible reconstruir el “American Way of Life” en su nueva versión “Make
America Great Again” y, en paralelo, sortear la confrontación entre
Continentalistas y Globalistas, sin morir en el intento.
La visión y misión de Donald Trump al frente de la Casa
Blanca se concibe desde un giro sistémico contra el modelo de gestión que
concibe la inversión y seguridad nacional de los Estados Unidos como un
problema de agenda internacional, cuyo acento principal exige resaltar y
afirmar la condición de Primera potencia
mundial, apoyándose en el gasto militar y la asistencia financiera desde
un gran conglomerados de corporaciones multinacionales y globales en conjunción
con organismos multilaterales como el FMI y el BM para garantizar el orden
global del capital sustentado en la noción occidental de Democracia política y
Libertad económica.
La prioridad ahora es, recomponer las bases internas del
aparato productivo de raigambre fordista que hizo de los EE.UU. entre las
décadas de los 40 hasta finales de los 60 el país “más próspero” del planeta en
lo Industrial-financiero y comercial, con el mayor estándar de ingreso per
cápita, donde sus edificaciones urbanas eran equivalentes a las sucursales del cielo,
como expresión de su pujante PIB que la dotaba de un consumo exponencial.
La reconstrucción de ese sueño americano (American Drean) en
la era Trump se asume desde la rancia élite sajona supremacista blanca
judeo-cristiana-protestante localizada en la América Profunda en confrontación
con el Estado Profundo, cuya invención la traduce en la lógica del Make America
Great Again.
sanvicentec@gmail.com
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