Por Carolina Vásquez Araya:
Un continente lleno de recursos, incapaz de gobernarse a sí
mismo.
Hay que comenzar por definir los términos, ya que de acuerdo
con la Academia de la Lengua Española, soberanía es el “poder político supremo
que corresponde a un Estado independiente” y Estado es “el conjunto de los
órganos de gobierno de un país soberano”. Uno y otro interconectados en el
concepto de independencia política como uno de los pilares fundamentales de
cualquier sistema de gobierno. Por lo tanto, para presumir de pertenecer a un
Estado soberano existen condiciones específicas que, cuando estas no se
cumplen, vacías de contenido cualquier discurso emitido por un político en el
poder.
Ningún país latinoamericano posee ese rimbombante título.
Condicionados y corrompidos en todos sus estamentos por el poder económico y
político de países mucho más poderosos cuyos intereses siempre prevalecerán por
sobre los de los pueblos sometidos a sus exigencias, han perdido desde hace
mucho el derecho de ser soberanos. Baste retroceder a los archivos históricos
para constatar la profunda injerencia extranjera en decisiones de orden
estrictamente interno en todos y cada uno de nuestros países. La dependencia
diseñada y construida como una herramienta de supuesto desarrollo se ha
transformado en un lazo indeseable cuyo único resultado es la pobreza y la
incapacidad de los gobiernos del continente para gobernar con independencia y
un enfoque social de beneficio para sus pueblos.
América Latina ha sido y continúa siendo el patio trasero de
intereses totalmente ajenos a esta región. Las pugnas entre Estados Unidos y Rusia,
entre Estados Unidos y los países productores de petróleo, entre Estados Unidos
y la maquinaria comercial de China, siguen aplastando los intereses propios de
cada Estado de nuestro continente en un perverso juego de presiones de todo
tipo, sobornando a políticos puestos a conveniencia de las élites con el fin de
impedir el empoderamiento de la ciudadanía y así garantizar la sumisión y el
entreguismo.
Así es que cuando un presidente latinoamericano empapa su
discurso con palabras rimbombantes como soberanía, independencia y dignidad
nacional, solo está vendiendo una pomada vieja y deslucida que ha perdido todo
su efecto como motivador de masas, pero sobre todo ha perdido toda legitimidad.
Ya nadie puede creer en ese cuento desde el momento que, para equilibrar un
presupuesto de Estado asaltado por una burocracia ávida de enriquecerse, se
recurre a la carísima limosna internacional disfrazada de cooperación. Toda esa
farsa discursiva ha de provocar la burla de los poderosos círculos financieros
del mundo toda vez que conocen muy al detalle los mecanismos creados por ellos
mismos para apretar redes poderosas alrededor de nuestros países débiles y
depredados.
Mencionar la soberanía es, por lo tanto, más que una burla
un insulto contra nuestros pueblos privados de mecanismos de defensa, sometidos
al hambre y a un injusto e innecesario subdesarrollo. En América Latina no
existe esa independencia con la cual se empapan discursos falsamente
nacionalistas; no existirá mientras “la Embajada”, el Fondo Monetario Internacional
o cualquier de esos foros del poder supremo mundial decida sobre los procesos
políticos, sobre las políticas públicas en términos económicos, sobre las
decisiones gubernamentales respecto de la salud, la educación y la explotación
de recursos naturales.
Las debilidades institucionales han sido producto de una
estrategia de larga data y no será con políticos improvisados y mediocres como
se logrará –algún día, quizá- construir Estados sólidos capaces de defender los
intereses nacionales.
elquintopatio@gmail.com
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