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viernes, 31 de julio de 2020

El regreso a clases ¿una decisión correcta?



 Por Carolina Vásquez Araya:

La niñez es uno de los grupos más vulnerables y menos beneficiados de la sociedad.

La discusión en torno del regreso a clases se plantea, por lo general, desde el interés económico, ya que mientras los padres deban permanecer en casa para cuidar a sus hijos, los países parecen encontrarse en un estado de parálisis laboral casi absoluta. Por ello, los gobiernos en su empeño por regresar a una normalidad todavía utópica, apuestan por la apertura de escuelas, colegios y universidades con la ilusión de haber vencido –o por lo menos reducido- los efectos de la pandemia. Enviar a los estudiantes a los establecimientos educativos permitiría a los padres regresar a sus puestos de trabajo, con lo cual se daría el impulso necesario a la productividad para evitar un total colapso de los indicadores económicos.



Sin embargo, este tipo de acciones afirmativas no necesariamente se basan en los intereses prioritarios de la niñez. Es decir, este segmento de la población resulta, en estos casos, un factor secundario; y los efectos que pueda sufrir al exponerlo a situaciones de vulnerabilidad, suelen ser vistos como consecuencias marginales ante la preponderancia de la puesta en marcha de la maquinaria productiva. En países como los nuestros, la infraestructura educativa es débil y carece, por lo general, de las condiciones de seguridad sanitaria adecuadas. La mayoría de escuelas públicas –urbanas y rurales- en donde estudia el grueso de la población infantil, están desprovistas de recursos para garantizar el bienestar y la salud del alumnado, al extremo de ni siquiera contar con una provisión segura de agua potable e instalaciones sanitarias. En los países menos desarrollados, además, ni alumnos ni maestros cuentan con la tecnología ni los recursos para utilizar una plataforma virtual capaz de reemplazar la presencia física en las aulas, por lo tanto, de no acudir a clases quedan totalmente marginados del sistema educativo.

Por otro lado, se plantea la necesidad de abrir los establecimientos educativos con el propósito de paliar los efectos de la violencia doméstica, la cual ha incrementado de manera significativa como efecto del encierro obligado de los últimos meses. Niñas, niños y adolescentes se ven expuestos a un sistema de relaciones familiares que limita su capacidad de defensa ante agresiones físicas, sexuales, económicas y psicológicas en el interior de su hogar. Por lo tanto, el regreso a clases se presenta como una opción interesante entre dos situaciones puntuales de riesgo: la violencia versus el contagio. De acuerdo con datos de World Vision y de ONU Mujeres, los llamados de auxilio por violencia doméstica durante la pandemia han aumentado entre 25 y 40 por ciento en la mayoría de países en todo el mundo, lo cual demuestra la extrema indefensión de los grupos vulnerables: niñas, niños, adolescentes y mujeres.

Esto que hoy revela el ataque sorpresivo de una pandemia capaz de trastornar la vida en todos sus aspectos, es hasta dónde se han marginado los intereses de las nuevas generaciones; hasta qué extremo se les ha convertido en meros instrumentos de campaña política, abandonándolos a su suerte una vez conseguidos los resultados electorales. Las promesas vanas de invertir y priorizar los programas destinados a nutrición, salud y educación han condenado a los sectores más desprotegidos de nuestras sociedades y, por conveniencia de los grandes grupos económicos, los destina a ser un simple vivero de trabajadores mal pagados. La educación es la herramienta más poderosa para alcanzar el desarrollo y garantizar el bienestar en todos los demás aspectos de la vida humana. ¿Abrir o no? El dilema está planteado.

Las decisiones sobre la niñez deben estar enfocadas en su bienestar.

elquintopatio@gmail.com

sábado, 31 de marzo de 2018

Las malas palabras


Por Carolina Vásquez Araya: 
El derecho de los demás es también mi derecho. Una idea para reflexionar.

Hubo un tiempo no muy lejano –mediados del siglo pasado- cuando no se hablaba de derechos humanos. Era un concepto desconocido para las mayorías; no se había desgastado por la manipulación mediática ni el manoseo social y era algo así como una parte decorativa del léxico diplomático en los círculos internacionales. Luego, con el transcurrir de los años y la violencia política ya bien instalada en los países del Tercer Mundo, fue tomando protagonismo por la obvia necesidad de proteger a la población civil de los desmanes de sus gobiernos y de grupos extremistas.


 Sin embargo el tema de derechos humanos nunca parece haber tomado cuerpo más que en círculos muy reducidos de las sociedades, quedando como un tópico de discusión entre expertos pero nunca, o casi nunca, como una materia obligatoria en las escuelas, colegios y universidades para que las nuevas generaciones comprendieran en toda su extensión el significado de esos códigos de comportamiento y de respeto por sus semejantes, pero también la dimensión de sus propios derechos como persona. Por el contrario, se fue desarrollando una especie de anticuerpo dedicado a distorsionar y destruir la esencia misma del concepto.

El respeto por los derechos humanos y todo mecanismo para garantizar su protección, constituyen un capítulo indispensable de la vida en cualquier sociedad democrática en donde las óptimas condiciones de vida de sus miembros representen un objetivo primordial para sus gobernantes. Por el contrario, los regímenes autoritarios y dictatoriales se han caracterizado precisamente por reprimir los derechos de los ciudadanos, oprimiendo y coartando sus libertades por la fuerza de las armas, la intimidación o la amenaza, abierta o velada.

Esta clase de sistemas opresivos muchas veces cuentan con la colaboración entusiasta de un sector de la sociedad cuyos parámetros valóricos e intereses coinciden plenamente con los de sus líderes, ya sea por protegerse contra una eventual pérdida de privilegios o por pura convicción. Entonces orquestan hábiles campañas de desprestigio contra quienes se empeñan en la defensa de los derechos de la ciudadanía para debilitar su discurso y socavar sus funciones. Estas campañas pretenden destruir no solo a los defensores de los derechos humanos; también atentan contra esos derechos retorciendo su significado con la intención de anular el potencial poderío de una sociedad fuerte y, por lo tanto, consciente de su papel en la vida de la nación.

El desgaste provocado por esos grupos antidemocráticos resulta en un incremento de la violencia social y un creciente escepticismo sobre el papel de la justicia en la resolución de conflictos. Al no comprender la trascendencia de los valores humanos en las relaciones entre individuos y grupos, las tensiones fácilmente derivan en la aplicación de la fuerza anulando toda posibilidad de diálogo y búsqueda de consenso. Se intenta bloquear el flujo de la información, se amenaza a quienes ejecutan una labor periodística, social, humanitaria o ambientalista y poco a poco se van cerrando las posibilidades de crear las condiciones necesarias para el desarrollo de un auténtico sistema democrático.

En otras palabras, el respeto por los derechos humanos no conviene a las fuerzas antidemocráticas por ser la base del desarrollo de una ciudadanía poderosa, educada y consciente de su papel en el mundo que le rodea. Las libertades consagradas en convenios y tratados resultan una amenaza para quienes no poseen las calidades para sobresalir sin el recurso del miedo y la tiranía. Derechos humanos son, para ellos, malas palabras.

Sin el respeto por los derechos humanos no existe la menor posibilidad de vivir en democracia.

elquintopatio@gmail.com