Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez:
Políticamente lo que otros usan para unir, en Colombia se
usa para separar. Cuando hay ideas comunes se buscan fisuras que justifiquen
ruptura. La izquierda logra despolarizar diferencias con la derecha, pero no lo
logra hacerlo fácilmente con la misma izquierda. Los ríos que unían culturas y
pueblos fueron convertidos en barreras para separar territorios y alimentar
odios. Las elites como los conquistadores, vigilan que lo que une no tenga
garantías, porque peligra su propia existencia. Conocen bien sus ventajas y han
tomado atenta nota de las debilidades de las mayorías, que podrían ponerlas en
riesgo y cambiarles su destino, por eso las ataca políticamente todo el tiempo.
Mantienen ejércitos formados con sus mismas víctimas y hacen creer que política
es la que separa, sabiendo que, en su soberbia, politiquería y clientelismo,
radica el trípode que sostiene su estabilidad y lealtades.
La tragedia humana nacional, es tratada como una sucesión
inconexa de hechos violentos y de degradación por hambre, enfermedad,
exclusión, útil para exacerbar pasiones y mantener el ciclo de violencias,
imponer límites a derechos y libertades y eliminar límites a su propicia
codicia. Se especializaron en imponer la guerra y la hostilidad como principios
a seguir. Enseñaron a discriminar a los distintos y a eliminar primero a sus
dioses y después a sus líderes sociales y mandos insurgentes para provocar la
retirada y minar cualquier resistencia civil o armada ante su autoridad.
Convirtieron la guerra en valor absoluto, le dieron un valor especial sobre la
vida y la dignidad humana, así lo anuncia la publicidad estatal que ofrece
recompensas, altera conciencias y promete falsos cambios, manipulando los
conceptos de adversario y enemigo político.
Al adversario lo presentan como enemigo y al enemigo como
una especie a la que es inaplazable exterminar. La masacre, el genocidio, la
crueldad, tienen impulsores, apologistas y defensores, cuyo encargo es
minimizar o ridiculizar la tragedia a la que usualmente señalan como asunto
colateral a su codicia, que impide competirles el poder. Las palabras
reiteradas del ministro de guerra así lo muestran, siguen un libreto, no son
equivocaciones ni errores de cálculo, son parte de una manera de pensar y
gobernar. Así piensa y se lo cree cuando afirma que los asesinatos de líderes
ni son sistemáticos, ni son políticos.
A las elites, el modo de vivir en un estadio de guerra, les
ha dado sus mejores resultados, la economía crece, pero las guanacias son para
pocos. Unas veces triunfan como empresarios, otras como políticos, le llaman
carrusel, pero es la dinámica mafiosa de un sistema de poder, que no podría
permanecer en momentos de paz, en los que estarían inseguros, sin los
privilegios originados muchas veces en viejos fraudes que les dieron un status
social que por nada están dispuestos perder. En eso basan su derecho a tener
para sí lo que arrebataron o negaron a otros, a lo que suman las rentas de la
nación y bienes comunes a cargo del estado. Su alta capacidad de maniobra y
control del estado, se reduce para ellas en época de paz, de la que desconfían
por temor a quedar inestables. Por su incomodidad es que recurren a justificar
rápidamente la necesidad de tener activa la guerra.
Para el partido en el poder, la paz pactada es una afrenta a
su propia existencia, un intento de su enemigo por prohibir la guerra, que les
permite romper todo limite y reivindicar la legalidad de la justa causa. Mantener
en ofensiva al estado autoriza al gobierno a crear discrecionalmente escenarios
de confrontación, emprender nuevos empréstitos, intervenir instituciones,
reordenar presupuestos, comprar medios y costosos equipamientos de guerra,
preparar ejércitos y movilizar civiles a favor de su ideología, pero también
desorientar imaginarios sociales y generar percepciones de peligro. El estadio
de guerra le facilita al poder estigmatizar instituciones y personas, agredir,
vigilar, controlar, sancionar, condenar y arremeter contra quien entre en su
esfera de sospecha o esquizofrenia.
Estudiantes de universidades públicas que habían logrado
aprender a movilizarse con imaginación son otra vez retados para violentar sus
acciones. Los opositores y grupos sociales conminados a ir otra vez a la
defensiva judicial, mediática o social y las ONG defensoras de derechos,
colectivos políticos, intelectuales, indígenas, campesinos, sindicalistas a
esperar su turno para ser puestos en la condición de adversarios a negar o de
enemigos a eliminar al amparo de confusas razones de estado o de seguridad
democrática en la versión original o ajustada. Con el estado de guerra el
gobierno obtiene la gracia política y judicial de considerar ilegal toda
acción, expresión u opinión estructurada contra su poder. Los limites son
eliminados y el oponente individual o colectivo declarado criminal e inhumano,
lo que les resulta suficiente para invalidarlo y liquidarlo, en cuanto queda
privado de todos sus derechos y con el estigma de enemigo del que todos deben
saber que quedarse sin derechos equivale a ser portador de una extraña peste
que contagia al que se acerque.
P.D. La guerra le mejora las cifras de poder a pocos, pero
destruye la vida de muchos. Un homenaje a la memoria de Alfredo Correa de
Andreis, Profesor, Sociólogo, Rector de la U del Magdalena, víctima de un
execrable crimen de estado en el nombre de la seguridad democrática hace 20
años.
mrestrepo33@hotmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario