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viernes, 1 de noviembre de 2019

Democracia sin injusticias ni clases dominantes



Por Homar Garcés:
La democracia representativa burguesa (y su expresión más pura, el fascismo) siempre ha utilizado el aparato político y estatal a su disposición para mantener a raya las aspiraciones igualitarias, emancipatorias y de justicia social de los sectores populares. Al contrario de lo que sus mentores y propagandistas (asidos, de una u otra manera, a la icónica consigna heredada de la Revolución Francesa de libertad, igualdad y fraternidad), la democracia burguesa responde, de forma especial, a los intereses de las clases económicamente dominantes, por lo que uno de sus objetivos primordiales será lograr la vigencia inalterada de un orden de cosas “consensuado”, vigilado, controlado y garantizado por la violencia institucionalizada, diligentemente ejecutada por las fuerzas represivas. Para esto se sirve de herramientas ideológicas esenciales, algunas más sutiles que otras, tales como la educación, la religión y las cadenas de medios de comunicación. Todas orientadas a su legitimación incuestionable y permanente.


En medio de este orden de cosas pueden apreciarse cinco formas de dominación: 1) la explotación económica y la exclusión social de un porcentaje mayoritario de la población subordinada; 2) la opresión política, ejercida desde las instancias de poder en contra de una verdadera soberanía popular; 3) la discriminación socio-cultural (étnica, racial, etaria, sexual, de género y por diferencias regionales); 4) la enajenación mediático-cultural, la cual contribuye a ver en minusvalía los valores propios o nacionales; y 5) la depredación ecológica, evidenciada a grandes rasgos en la aniquilación de especies animales, la deforestación de grandes extensiones boscosas y la continua contaminación del aire, las aguas y los suelos, lo que ha tenido como consecuencia gravísima la crisis climática que padece, de modo general, nuestro planeta. Como derivación de esta realidad innegable, todos somos afectados por una conciencia opresora, definida por Paulo Freire como “una conciencia fuertemente posesiva” que “tiende a transformar en objeto de su dominio todo aquello que le es cercano: la tierra, los bienes, la producción, la creación de los hombres, los hombres mismos, el tiempo en que se encuentran los hombres”; reducidos al poder de compra.
Todos estos elementos dan forma, en conjunto, a una crisis estructural que tiende a profundizarse, obligando a los sectores dominantes a adoptar medidas que remocen e impidan el colapso total del sistema imperante, producto del empuje creciente de personas que lo cuestionan y demandan del mismo un mayor nivel de justicia social.

En razón de esto último, se requiere el surgimiento de movimientos populares que sean la expresión de la diversidad ideológica que conforma la contestación anticapitalista y ecologista del presente siglo. Como uno de sus rasgos distintivos, éstos deben abrir y sostener espacios autoorganizativos, de discusión y de convergencia político-ideológicas. Con ello se impedirá a todo trance la imposición de cualquier tipo de exclusión y de dogmatismo contrarios al principio universalista de la libre determinación de los pueblos y, como una derivación de éste, de la distribución democrática de la autoridad, extendida también al ámbito económico-productivo; transformando radicalmente las estructuras políticas, sociales, económicas y culturales que distinguen al modelo societario actual. Es una ardua tarea histórica aun por cumplirse, vista a largo plazo, pero ineluctable. Para superar el caos en aumento fomentado por quienes dirigen el Estado burgués liberal y el sistema capitalista global se necesitan, por tanto, nuevas bases teóricas, nuevas normas, nuevas prácticas sociales y un nuevo discurso ético-político; todos adecuados -obviamente- al nuevo tipo de civilización por erigirse (opuesto en todo sentido al modelo cincelado según la lógica capitalista).

De otro modo, su institucionalización y, eventualmente, su estancamiento se convertirá en una nueva camisa de fuerza para los sectores populares que será legítimo cuestionar, romper y subvertir para que la práctica de la democracia siga manteniendo su atractivo entre los mismos y marque cada día el camino a seguir hacia la emancipación de todos (individual y colectivamente), sin injusticias sociales, sin clases dominantes y sin explotadores que combatir. -
mandingarebelde@gmail.com

sábado, 30 de septiembre de 2017

La hegemonía occidental

Por Homar Garcés:
Y la disolución del sentido de comunidad 

Existe a nivel mundial una disolución creciente del sentido de comunidad, estimulada de diversos modos por los grandes centros del poder mundial. Esto se manifiesta en la intolerancia (racial, religiosa, clasista y/o ideológica) hacia personas que son, o se consideran, diferentes, eliminando cualquier posibilidad para la convivencia y dando lugar a crímenes de odio que se propagan ante la mirada cómplice y/o indolente de quienes ejercerían algún tipo de autoridad (instigándolos muchas veces), haciéndolos ver como una situación normal que no merece demasiada atención. La concentración monopólica tanto del conocimiento como de la información ha facilitado modelar la política y la vida sociocultural, en general, de la humanidad, a tal punto que todo debe calibrarse y adaptarse de acuerdo a los patrones que identifican a la cultura occidental, representada por Estados Unidos y sus aliados europeos, estableciendo su hegemonía sobre el resto del planeta.



De acuerdo a lo determinado por el sociólogo polaco-británico Zygmunt Bauman, el mundo actual se encuentra envuelto en lo que él denominara modernidad tardía (también conocida como modernidad líquida), caracterizada por una economía capitalista global que no distingue, ni pretende distinguir, fronteras y, de serle siempre posible, recurre a la guerra como opción válida para imponer sus intereses; una modernidad que requiere la privatización creciente de los servicios públicos (otrora en manos del Estado) y donde se manifiesta la tendencia a resaltar como valores básicos ideales el individualismo y, por efecto de éste, la falta de solidaridad, dando fin al compromiso mutuo que se mantuvo presente en la cultura y en la historia de una gran parte de la humanidad.  Cuestión ésta que tiende a ampliarse cada día gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación en auge, desarrolladas, justamente, bajo el patrocinio capitalista. De esta forma, los sectores dominantes se aseguran de obtener también una plusvalía ideológica mayor a la obtenida por los grupos de poder del pasado, al mismo que se permiten destruir los cimientos históricos, educativos y culturales de los pueblos a fin de congregarlos en torno a una misma forma de concebir el mundo.

Así, en contraste con lo que caracterizara durante siglos a muchos pueblos de la Tierra, especialmente a los de nuestra América, "el sistema alienta -refiere Javier Tolcachier en su artículo Las nuevas narrativas revolucionarias- una lógica individualista, atomizadora, competitiva y excluyente que aumenta el grado de segmentación y un emplazamiento mental donde la felicidad aparece ligada al éxito, la fama y la singularidad. El ideal es ser diferente, aunque todos crean exactamente lo mismo. La verdad común es reemplazada por verdades particulares, en las que entronca el aparato publicitario, el misil teledirigido de la pos verdad a medida. La generalización es pecaminosa y fútil, lo “cool” es lo específico y especial. Todo ello debilita las opciones colectivas, sobre todo, las asentadas en pertenencias y permanencias orgánicas, que hoy son reemplazadas por el vaivén de mareas sociales huracanadas, pero impermanentes”. De esta forma, quienes detentan el poder (lo mismo que aquellos que aspiran obtenerlo) prometen soluciones simples a problemas intrincados, generalmente dejando de lado la importancia del sentido de comunidad que habría de existir y consolidarse en cualquier sociedad para concentrarse en el interés privativo de cada persona, lo que eventualmente tendrá sus efectos negativos respecto a la organización autónoma y solidaria de los sectores populares.

El axioma del prócer y presidente mexicano Benito Juárez, «la paz es el respeto al derecho ajeno», debiera entenderse también como el respeto al derecho de los «otros» a ser tratados realmente en pie de igualdad, sin que salga a relucir ninguna muestra de discriminación. Su comprensión y discernimiento contribuirían, sin dudas, a que los seres humanos, en un sentido bastante amplio, puedan finalmente convivir en paz, haciendo realidad todos aquellos ideales que han nutrido sus aspiraciones compartidas de morar en un mundo cada día mejor. Lamentablemente, este es un asunto de primera importancia que es obstaculizado -de variadas formas- por los diferentes paradigmas impuestos por la ideología de las élites dominantes, llámense nacionalismo, Estado, mercado o religión (y sus derivaciones); los cuales han sido los detonantes principales de cada conflicto ocurrido en la larga historia compartida de la humanidad.-

mandingarebelde@gmail.com