Por Juan Pablo Cárdenas S.:
Si de estallidos sociales se trata, éstos siempre están en
la antesala de los grandes cambios o revoluciones. Con mayor o menor
intensidad, la violencia muy habitualmente los acompaña. La condición humana
siempre se empeña en mostrar sus distintos rostros.
No parece posible que las transformaciones importantes
puedan sucederse gradualmente y que haya que esperar por ellas en paciente y
completa resignación. Los primeros en ejercer la violencia son, por lo demás,
los que están conformes y se sienten gananciosos con el orden establecido. Por
algo se habla de “guerras de liberación” que se oponen a la acción represiva y
hasta terrorista de los estados. Así como de grandes conflagraciones mundiales
y cruentos conflictos al interior de las propias naciones entre opresores y
oprimidos. Entre los que están en el poder y los que se sienten discriminados.
Los grandes líderes reconocidos por la humanidad son siempre
los que tuvieron más firme resolución y expusieron hasta sus vidas en la
consecución de sus propósitos. La historia habla de cómo se denigró a nuestros
padres de la patria y de la forma en que muchos de ellos terminaron asesinados,
confinados o en el destierro. Es cosa de ver qué sucedió con O´Higgins, por
ejemplo, obligado a abdicar por una conspiración que lo amenazó con más
sublevaciones y guerras en una república que no terminaba de constituirse. O lo
sucedido también con San Martín, Bolívar, Sucre y tantos otros patriotas que
tendrían que esperar muchos años después de sus muertes para ser reconocidos en
toda su valía y legitimidad.
Porque de lo que menos se les acusó fue de ambiciosos,
terroristas, criminales y ladrones por quienes se sintieron afectados por sus
gestas liberadoras. Tal como se sabe que
incluso los grandes promotores de la “no violencia activa” tuvieron siempre que
convivir y complementar sus loables esfuerzos con los que prefirieron los
métodos más radicales de lucha. Como sucediera con los Ghandi, los Mandela y
hasta muchos profetas y figuras morales a lo largo de toda la trayectoria
humana.
La historia no les da finalmente reconocimiento a los
llamados moderados y mediadores, los que habitualmente terminan arrollados por
la fuerza de los acontecimientos.
Incluso en el periodismo, la literatura y el arte, son finalmente
enaltecidos aquellos que muestran compromiso con el porvenir. Nunca a los
ponderados y autoproclamados independientes u objetivos, como suelen
autodefinirse hoy en Chile algunos medios y plumarios que lo que realmente se
proponen es frenar el ímpetu de la justicia, como discurrir salidas que
reviertan los cambios, así sea con la violencia policial y las asonadas
militares.
Treinta años el país
esperó que su “clase política” le pusiera fin a la Constitución de Pinochet y
echara abajo el poderoso andamiaje de leyes injustas, privilegios irritantes y
corrupciones. Por el contrario, los gobernantes y parlamentos de la
postdictadura terminaron encantándose con el “legado” del Dictador y
emprendieron nuevos asaltos al erario público, otorgando toda suerte de
privatizaciones, concesiones y oportunidades para los que vinieron del
extranjero a enseñorearse en nuestra reservas mineras, acuíferas, pesqueras y
forestales, además de recibir aquellas empresas públicas que los militares no
alcanzaron a conceder a las transnacionales.
Sin embargo, en su desesperado estallido cupular, de pronto
ahora derechistas, concertacionistas y otros proclaman que sí podría
satisfacerse las demandas populares dentro de la Constitución vigente, aceptando
que Chile ha vivido en un vergonzoso estado de inequidad y abusos. Hablando de
la boca para afuera, por supuesto, porque en estos cuatro meses de alta tensión
social no ha surgido de ellos ninguna iniciativa realmente transformadora y,
por ende, pacificadora.
Pero ya es muy tarde y difícil que se les crea. Finalmente,
gracias a la movilización social, tuvieron que consentir con un plebiscito y
una convención constituyente, aunque con la trampa implícita de que la nueva
carta fundamental tendría que requerir que todo sea aprobado por los dos
tercios o más de quienes se les encomiende su aprobación y redacción. Con lo
cual a lo que aspiran es a que los cambios se desbaraten y mucho se quede
exactamente igual. Tuvieron, además, la pretensión de que el pueblo se calmase
con esta “salida institucional”, que la furia se alejara de las calles y que
los partidos y políticos profesionales pudieran recuperar el prestigio y
liderazgo perdidos.
Pero no ha ocurrido así. Tal parece que el estallido social
no se va a afectar con la acción de los contemporizadores, timoratos y
oportunistas y su discurso del miedo. Que el levantamiento social no se
conformará con promesas y soluciones a medias. Que felizmente al pueblo no le
bastará que se trabaje en una nueva Constitución, sino que se ponga término a
las injusticias cotidianas, el saqueo de las grandes empresas, el cohecho
transversal de la política y las prácticas represivas de un nuevo gobierno que
viola grave y sistemáticamente los Derechos Humanos, como se ha anota con
contundencia en los informes internacionales. De allí que sea tan importante
que en abril próximo votemos por un SI a una nueva Carta Magna, además de
aprobar que la asamblea constituyente quede integrada totalmente por quienes
resulten después elegidos por la ciudadanía, sin espacio alguno para los
gobernantes y legisladores actuales vestidos con piel de oveja.
En ello podría radicar la posibilidad de que Chile tenga una
Constitución impuesta por la mayoría soberana y no por los quórums tramposos predeterminados
por los inventores de la ocurrencia cupular referida. Al mismo tiempo, es
indispensable que continúen las protestas de quienes quieren derribar el
sistema previsional, de los que se oponen a los cobros abusivos de la
locomoción colectiva y el uso se nuestras carreteras, de los que buscan
recuperar la iniciativa y responsabilidad del Estado en la economía, el
trabajo, la salud y educación, así como para terminar con la rapacería de
nuestras riquezas básicas.
La historia también nos enseña de las trágicas
restauraciones, reconquistas y contrarrevoluciones, cuando la unidad de los
insurgentes se deteriora, se impone el conformismo o gana el temor tan bien
azuzado por las fuerzas reaccionarias. Lo que derivaría, como ha ocurrido
tantas veces, en una verdadera y cruenta guerra fratricida.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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