Por Homar Garcés:
Víctimas alienadas del partidismo, partidocracia o
partidarquía, muchas personas sucumben -desde hace largo tiempo- ante la
aparente fatalidad que supone la existencia de los partidos políticos como la
expresión más idónea del ejercicio de la democracia. Esto se ha venido
fomentando ininterrumpidamente a partir del estallido de la Revolución Francesa
hasta el grado que se cataloga como un hecho normal que dos partidos políticos
compartan el poder, por ejemplo, en Estados Unidos, con una mínima diferencia
en lo que se refiere a sus comportamientos y postulados ideológicos esenciales.
O como ocurrió en México, al término de la Revolución, con
un Partido Revolucionario Institucional (PRI) que detentó el monopolio del
gobierno y demás estructuras del Estado, en provecho único de su dirigencia.
Igual podría afirmarse en relación con Colombia y Venezuela, naciones que
fueran regidas -a imitación de Estados Unidos- por liberales y conservadores,
en el primer caso, y por adecos y copeyanos, en el segundo; donde cada uno de
ellos proclamaba sus bondades como garantes de los derechos democráticos de las
mayorías y, por lo tanto, se consideraban a sí mismos como los más recomendados
para dirigir los destinos de sus países.
No obstante, obviando lo plasmado en sus respectivos
estatutos y fundamentos ideológicos, sobre todo, a la luz de su práctica
política (o ejercicio del poder) se notará de inmediato (y es la queja popular
habitual) que la mayoría de los partidos políticos tienden a conseguir una
hegemonía indisputable, lo que hace de la democracia una utopía permanente o,
en el mejor de los casos, algo siempre inconcluso. Los ejemplos más a la mano
sobre tal predisposición antidemocrática serían los partidos nazi en Alemania,
fascista en Italia, y comunista en la Unión Soviética y sus similares de la
Europa del Este.
Como contrapartida al hegemonismo político-partidista, casi
siempre (por no anotar que siempre) se esgrime la necesidad de una política
rebelde, contestaría y/o revolucionaria que ponga en marcha una audacia
creativa y, por consiguiente, sumamente innovadora que trascienda los límites
establecidos por la tradición y los patrones históricos que supeditan la
voluntad y el destino de los pueblos a una resignación inducida, de índole
religiosa (aunque no se mencione y sea imperceptible a los sentidos de sus
víctimas), la cual -en todo caso- siempre resultará favorable a los intereses
de los sectores dominantes. Una sumisión mistificada que se equipara con un
orden natural que jamás (aceptando tal hecho) podría alterarse.
Aun así, alguna gente alegará que los partidos políticos son
imprescindibles para que haya verdadera democracia. Lo que se ajusta a la
concepción y vigencia de un orden social y económico competitivo, muy a tono
con la lógica capitalista; conservando -hasta donde sea posible- sin ninguna
variación las relaciones jerarquizadas derivadas del poder constituido. Esto
exige, como tarea revolucionaria impostergable, desnudar y deslegitimar en
todas sus partes al modelo de Estado liberal-burgués vigente, lo que incluye,
naturalmente, a la gama de partidos políticos que lo encarnan y reproducen.
Para ello se requiere una revolución cultural que ubique y
re-ubique la historia relegada, construida y protagonizada (aún en sus aspectos
negativos como sucediera en los inicios de la lucha independentista en
Venezuela) por los sectores populares, en oposición a la historia oficial que
los invisibilizó, convirtiéndolos en meros accesorios de la puesta en escena de
las acciones de los héroes y dirigentes que ésta destacara. Gracias a esta
última e importante revolución, surgiría la posibilidad cierta que los sectores
populares adquieran una nueva conciencia en relación consigo mismos y el modelo
civilizatorio en que existen.
Aquí cabe citar a la doctora en antropología Jacqueline
Clarac de Briceño, quien en su obra “El lenguaje al revés (Aproximación
antropológica y etno psiquiátrica al tema)” nos expone -aunque sus palabras
encajan en otro contexto- que “al tomar conciencia de toda esta historia y de
las razones por las que estaban marginados hasta ahora, empiezan a comprender
los pobres que su situación no es una fatalidad de la historia y de su propia
condición humana, sino que ésta es reversible”. No en balde, quienes integran y
representan las minorías gobernantes se muestran reacios a aceptar y a obedecer
la soberanía que, se supone, le pertenece al pueblo. Su miedo y su
predisposición consuetudinaria a la represión y a la cooptación de los sectores
populares tienen su “justificación” en la certeza de ser completamente
desplazados, de instaurarse un poder popular auténticamente soberano.
Aunque aspiren y proclamen representar a la totalidad de la
población, en realidad los partidos políticos, llámense conservadores,
liberales, republicanos, socialistas, radicales, demócratas y aún
revolucionarios, -al desarrollarse en un escenario moldeado y dominado por el
sistema capitalista y, adicionalmente, respondiendo a los esquemas republicanos
creados, mayormente, en suelo europeo- no llegan a cumplir totalmente con tal
objetivo. Especialmente cuando surgen camarillas en su seno que, para
usufructuar el poder obtenido, recurren al clientelismo político; implantándose
un elitismo y un autoritarismo caudillista totalmente contrarios a lo que
debiera ser una verdadera praxis democrática. Como agentes de legitimación e
intermediación frente al poder del Estado, no los anima despojarse de su
preponderancia acostumbrada.
Sobre esto (aunque se destruyan las neuronas y cueste
asimilarlo) la autonomía de los sectores populares organizados es básicamente
el modo como se puede abordar la construcción social y política colectiva de un
nuevo orden por fuera de la lógica que, por ahora, rige el sistema establecido.
Se trata, en síntesis, de la puesta en práctica de un formato novedoso que haga
énfasis en la construcción de un sujeto histórico insurgente, dotado de una
clara conciencia emancipadora.
Esto daría nacimiento (pese a la contradicción que algunos
perciban) a la institución de un nuevo Estado, sustentado en una vasta
experiencia asociativa de las clases subalternas. Con ello como principio, se
evitará la instrumentalización y mediatización del poder popular a manos de los
partidos políticos. Esto no hará desaparecer mecánicamente las contradicciones,
las controversias dogmáticas o las fragmentaciones. No obstante, lo más
importante es no perder de vista el empoderamiento político, económico y social
de las mayorías populares, así como comprender a cabalidad que ello debe
apuntar a una transformación profunda y definitiva que supere las estructuras
burocrático-piramidales creadas por las clases dominantes, los partidos políticos
y el Estado en conjunto.-
Maestro Ambulante
¡¡¡Rebelde y Revolucionario Resiliente e Irreductible!!!
¡¡¡Hasta la victoria siempre!!!
¡¡¡Luchar hasta
vencer!!!
mandingarebelde@gmail.com
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