Por Homar Garcés:
El orden de dominación (el régimen hegemónico del capital,
para una mayor precisión) confronta sin un éxito total el desorden causado por
la rebelión plebeya (protagonizada por los excluidos, política, económica,
social y culturalmente) alrededor del planeta. Esta -a pesar de la dispersión
de las luchas- es una amenaza que frecuentemente le impone reacomodos a las
clases dominantes con que conjurarla, producto, entre otras cosas, de las
crisis cíclicas que sufre el capitalismo, las cuales suelen arrastrar consigo a
los países periféricos y dependientes, cargando éstos con el mayor peso de
tales crisis.
Sobre esta base, el profesor Diego Guerrero, al prologar el
libro “Valor, mercado mundial y globalización” de Rolando Astarita, opina que
“los problemas que tiene la humanidad no derivan de la violencia y el poder
políticos, sino de su base económica: el capitalismo”. Una certeza que, poco a
poco, se ha extendido a un contingente creciente de personas ante el carácter
excluyente y destructivo de semejante sistema.
Lejos de manifestarse en beneficio de la satisfacción de las
necesidades colectivas, el crecimiento capitalista global se orientó al
enriquecimiento superlativo de unos pocos, a tal grado que sus fortunas
particulares superan en mucho los presupuestos juntos de varias naciones. La
expansión ilimitada del capital -en su acepción y praxis neoliberales- ha
marcado también una profunda diferenciación en relación con la soberanía de
muchos países, especialmente los ubicados en el rango de países
subdesarrollados y dependientes, que se ven obligados a acatar las
“recomendaciones” del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, las
cuales, generalmente, obedecen a los intereses de las grandes corporaciones
transnacionales antes que a un deseo humanitario por solventar las crisis
económicas por las que éstos atraviesan; lo que -al final de cuentas-
contribuye a una mayor dominación monopólica de economías, recursos naturales,
bienes y servicios contra la que, dicho sea de paso, poco o nada lograrían
hacer, de manera aislada, dichos países al estar obligados a minimizar sus
problemas de producción, de miseria y de desempleo.
De todos es conocido que la vacua esperanza sembrada hace
más de tres décadas atrás por los apologistas del capitalismo neoliberal supuso
la posibilidad, en un corto plazo y a manos llenas, de alcanzar el mismo grado
de desarrollo de Europa occidental, Japón, Canadá y Estados Unidos. Nada de
esto ocurrió. La pobreza, el desempleo, la carencia y el encarecimiento de
servicios públicos (en manos del sector privado) y, por añadidura, la
incapacidad del Estado para resolver la acuciante problemática social fueron el
resultado de la implementación de este capitalismo neoliberal. Entonces, como
ahora, se obvió que la reproducción de tal capitalismo es factible mediante la
explotación indiscriminada de la plusvalía producida por trabajadoras y
trabajadores, además de los recursos naturales, sin que en ello medie un atisbo
de moralidad, ni la pretensión real de una distribución más equitativa.
De esta forma, el capital pasó a tener una preponderancia
aún mayor que en el pasado respecto a lo que representan la naturaleza y los
seres humanos. Sin embargo, muchos lo consideran un mal necesario e insalvable,
sin el cual el desarrollo anhelado seguirá siendo una quimera. A estos se
agregan quienes, aparentemente, desde la acera de enfrente, comparten los
ideales socialistas, dispuestos a secundar, bajo control estatal, toda media en
esta dirección, cuestión que sólo ha servido para ensanchar también las brechas
socio-económicas existentes.
Algo que suele pasarse por alto es el hecho que el interés
que mueve al capital es su propia expansión. En palabras del filósofo italiano
Giordano Amgaben, “la separación entre lo humano y lo político que estamos
viviendo en la actualidad es la fase extrema de la escisión entre los derechos
del hombre y los derechos del ciudadano”, que se expresa en que todo lo colectivo
tenga que claudicar ante el interés individual del capital, imponiéndose, en
consecuencia, que una minoría decida por su cuenta, prácticamente, el destino
de la humanidad entera.
A la falta de un modelo económico coherente que permita
superar las crisis recurrentes del sistema capitalista y resarcir las
necesidades y las dificultades sufridas por los sectores populares, se impone
que éstos tiendan a su autogestión, a través de formas organizativas propias y
articuladas entre sí, cuyas relaciones -obviamente- se diferencien de las
relaciones sociales de producción y de las estructuras de poder y de
explotación generadas por dicho sistema. En otras palabras: definición y
construcción de un verdadero poder popular. -
mandingarebelde@gmail.com
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