sábado, 3 de noviembre de 2018

Aprender de un progresismo al siguiente (Parte I)


Por Nils Castro:
Los acontecimientos pronto han demostrado que lo que hoy llamamos progresismo   fenómeno político que según las particularidades de cada pueblo a inicios de este siglo brotó en varias latitudes de América Latina   no fue un simple “ciclo” ni ha concluido. Y que tampoco fue mero efecto de un cambio del precio internacional de las materias primas. La evolución de nuestros pueblos es más compleja que eso; su comportamiento político no oscila según los vaivenes del comercio, pues las relaciones entre economía y sociedad no son así de pueriles. 


Como recordamos, al inicio los años 90 la acometida neoconservadora abanderada por Margaret Tatcher y Ronald Reagan se potenció con el derrumbe soviético. Eso, además de imponer un viraje de las políticas económicas que prevalecían, determinó asimismo un tsunami ideológico que unas izquierdas divididas y perplejas mal pudieron enfrentar. No obstante, ni esas políticas ni los efectos culturales de aquel tsunami han finalizado. La crisis global que emergió en 2008 desenmascaró al neoliberalismo, pero sin que todavía hayamos creado las propuestas necesarias para remplazarlo.

Con todo, en menos de 10 años las prácticas neoliberales causaron daños e inconformidades populares suficientes para levantar protestas y movimientos políticos que dieron pie a una significativa marea progresista. Este fenómeno, más expresivo de un vasto repudio que de nuevos proyectos factibles, animó los primeros tres lustros de este siglo, incluso allá donde no pudo elegir gobiernos. Y donde sí lo consiguió, además de realizar destacados avances contra la pobreza y la inequidad, aportó significativos progresos de la autodeterminación nacional y la solidaridad de nuestros países.

Obviamente, al hacerlo todavía en tiempos de crisis de las izquierdas y restauración de la democracia liberal, no había entonces bases sociales, político culturales ni organizativas suficientemente desarrolladas para emprender revoluciones factibles y sustentables. Caso por caso, eso deparó oportunidades para acceder al gobierno, no para tomar el poder. Y por el lado opuesto, las élites criollas, aunque forzadas a ceder la administración del gobierno, pudieron hacerlo sin perder sus recursos económicos fundamentales.

Aun así, durante ese período millones de latinoamericanos salieron de la marginalidad y adquirieron ciudadanía, empleo, educación y salud, y sus naciones alcanzaron mayor dignidad. Patrias y gentes pudieron ensayar nuevas expectativas. Incluso sin revoluciones propiamente dichas, esa era una agenda de izquierda y fue peor que ingenuo suponer que los progresos sociales y políticos alcanzados en esos años pudieran repetirse sin causar, a su vez, una fuerte contraofensiva del imperialismo y de las élites locales.

Con sobrados respaldos económicos, socioculturales y mediáticos, la derecha tuvo condiciones y tiempo para renovar objetivos, remozar imagen, reactualizar métodos y reconstruir imagen política. Ya no solo para volver a Palacio a recuperar hegemonía, sino para emprender un roll back más ambicioso: revertir las conquistas populares cedidas desde los años 50 a la fecha. De la estructuración y fines de ese contraataque ya me ocupé entonces. 

¿Quién nos hace vulnerables?
Más no todos los éxitos después conseguidos por la contraofensiva reaccionaria pueden achacarse a las artimañas y al poder financiero y mediático de las derechas locales, ni a la coordinación y patrocinio del imperialismo. Estos son factores reales, pero no suficientes para explicar sus logros. Los reveses de este progresismo deben atribuirse también a las permisividades, omisiones y errores de sus liderazgos y gobiernos, que minusvaloraron la indispensable coparticipación crítica de sus partidos y de las organizaciones populares, y relegaron el diálogo y acuerdo con las comunidades locales.
Poco útil es atribuir el consiguiente reflujo del apoyo popular solo al poderío económico, la vileza y los medios de comunicación de la clase dominante, y el respaldo de sus mentores foráneos: estos medios han sido tan eficaces como se lo facilitan las deficiencias de los liderazgos que con tales fallas y errores los hicieron más vulnerables.

Entre estos, los errores en política económica. El primero, característico de los procesos más radicales: propiciar un rápido incremento del gasto social y el consumo popular para resolver sus principales urgencias, con una celeridad muy superior al crecimiento de la producción y la productividad, y de la mejora de eficiencia institucional y la capacidad de obtener nuevos recursos económicos. Con las conocidas consecuencias de desabastecimiento, endeudamiento y pérdida del valor efectivo de los salarios. Acelerar el desarrollo nacional   el de las fuerzas productivas   es costoso; exige formar recursos humanos, asimilar tecnologías, crear infraestructuras. Eso exige exportar recursos valiosos para adquirir insumos caros, en mejores condiciones de intercambio, o contar con potente ayuda foránea.
Pero en la presente coyuntura el error de política económica que los críticos señalan con mayor acritud es el de haber justificado o hasta propiciado el extractivismo. Se responsabiliza a los gobiernos progresistas de valerse de las empresas extractivas –mineras, agrícolas u otras   como fuentes ingresos para resolver necesidades sociales e inversiones en infraestructura y desarrollo. Y se los acusa de hacerlo sin restringir sus actividades con las necesarias fiscalizaciones, penalidades y compensaciones por los daños socioambientales que generen.

No obstante, la crítica al extractivismo, tal como algunos articulistas suelen abrazarla, puede exhibir la frivolidad de una moda y conducirlos a disparates. La extracción de materias o productos sin elaborar es una actividad común a muchas economías de distinto sello. La primera cuestión es si la política económica de cada país busca incrementar el valor agregado de esos productos mediante su transformación por empresas y trabajadores nacionales, o si favorece un saqueo colonial o neocolonial que exporta esos recursos primarios para elaborarlos en el extranjero. ¿Esa extracción contribuye a desarrollar y valorizar la respectiva economía y sociedad nacionales, o solo es un modo de explotar su mano obra barata reproduciendo el subdesarrollo del país?

La otra cuestión está en si las autoridades nacionales vigilan eficazmente que la regulación y control de las actividades extractivas se prevén, conceden y realizan garantizando los menores daños ambientales y su mejor compensación y restauración, así como la suficiente protección y provecho para las comunidades aledañas y los sectores nacionales afectados.

Este asunto siempre ha estado entre las principales reivindicaciones de los movimientos de liberación nacional y de las izquierdas en general. Con una excepción: mientras prevaleció el modelo soviético (incluida su variante maoísta) primó el afán por forzar a toda costa el crecimiento económico, con devastadoras consecuencias en materia ambiental, hasta el colapso de ese modelo. Pero aun así el estalinismo no fue un pecador solitario, puesto que ni el liberalismo clásico ni el neoliberalismo han sido inocentes de esa misma práctica, que estos prosiguen por razones mucho peores.
De hecho, nada justifica el dislate de atribuirle al actual progresismo una índole necesariamente extractivista, ni alegar que la izquierda y el progresismo son diferentes porque la primera se opone a esa práctica, mientras que cometerla es un atributo constitutivo del progresismo. Como tampoco la simpleza economicista de suponer que el progresismo obedeció a un ascenso del precio internacional de las commodities y su supuesta extinción a que este bajó; ergo, que no hasta que estas vuelvan a encarecerse.  

Antes bien, durante gran parte del siglo XX y lo que va del XXI, el progresismo   como noción incluyente vinculada a las luchas por la liberación nacional y el desarrollo social   ha sido la manifestación más visible de las izquierdas latinoamericanas. Y ahora, una vez depurado de las deficiencias de su pasada ofensiva regional, hay sobrados motivos para prever que volverá a serlo. Esa anterior experiencia no fue la primera ni la única en que las izquierdas han tenido errores.
Para evitar que estos se repitan, una de las mejores aportaciones de sus críticos será idear mejores modos de que los próximos gobiernos progresistas o revolucionarios puedan resolver el imperativo de financiar su lucha contra el subdesarrollo, y solucionar necesidades populares, sin recurrir a formas incorrectas de obtener los recursos indispensables para ello.

Dado que consolidar un gobierno nacional liberador y sus posibilidades de proyectarse a objetivos de mayor alcance exige tanto superar el atraso como asegurar el desarrollo humano y material de las fuerzas productivas, Fidel Castro dedicó al tema gran parte de su pensamiento. A proponer y debatir estrategias y alternativas de combate al subdesarrollo, así como formas de concertación y cooperación de los países del Tercer Mundo y de Latinoamérica para cambiar las injustas condiciones del comercio y el financiamiento internacionales, en defensa de los intereses de sus pueblos, incluso sin que las diferencias de régimen político fueran obstáculo para colaborar en ese objetivo común.

En el caso concreto de Cuba, ese reto desde el comienzo ha sido extraordinariamente agravado por el bloqueo estadunidense. En la primera época de la Revolución, el respaldo económico y militar soviético fue importantísimo para resistir y avanzar. Pero luego de esos tiempos los procesos progresistas, liberadores o revolucionarios de otros países no pueden contar con ese tipo de solidaridad. Así, su capacidad real para adquirir recursos tecnológicos y económicos para el desarrollo es una dificultad objetiva de sus posibilidades reales. Tan grande que al parecer sus críticos más severos prefieren no mencionarla.
De nueva cuenta, la mesa está servida

Así las cosas, la experiencia de los tres lustros progresistas que iniciaron nuestro siglo XXI debe discutirse examinando todas sus aristas, lo que debe hacerse con autocrítica responsabilidad. No para imputar responsabilidades personales, sino para sacar conclusiones sustantivas sobre cómo prever, castigar y erradicar tales deficiencias, e imprimirle más robusta y eficaz consistencia ética, política y estratégica a nuestra participación en la próxima ofensiva popular. No apenas para agregar más análisis diagnósticos, sino enfocándose en proponer mejores opciones para vencer los anteriores problemas y los que ya cabe prever.
Entre otras, hay fallas que ya es habitual señalar pero que reclaman mayor análisis. Una, la insuficiencia y hasta el abandono del trabajo político y organizativo que siempre debe sustanciar cada gestión administrativa de las izquierdas, no solo en el ámbito laboral y sectorial, sino igualmente en el barrial y comunitario, que es donde habitan, conviven y votan los necesitados y sus familias.

Otra, el acomodamiento y hasta la permisividad con los vicios del poder burocrático, que llegan hasta admitir indicios de corrupción en algunos dirigentes devenidos en funcionarios, desmintiendo así la calidad moral de la organización y del proceso políticos que ellos representan. Y aún más, reducir unos partidos y movimientos surgidos de la rebeldía, la lucha y la creatividad política, a la mera condición de aparatos reelectorales. Al extremo, incluso de hacerlos “comprender” arreglos con operadores de la política tradicional, a despecho de los principios cuya práctica nos hace gente de izquierda y nos identifica como tales.

La corrupción es un vicio políticamente asimétrico: salvo ocasionales excesos, en la derecha es parte de una vieja cultura y se da por sentada. Pero a la izquierda se la elige para combatirla, y tolerarla entre sus filas constituye una afrenta que pone en entredicho los demás valores que la gente le reconoce a los dirigentes de una organización progresista. En la izquierda, sin importar la magnitud del delito, sus implicaciones políticas le dan trascendencia y, aunque el castigo sea mayor, el conjunto del liderazgo demora en recuperar el necesario liderazgo moral.

Como también debe censurarse la bobada política de suponer que, si un gobierno progresista cumple su deber elemental de solucionar demandas populares, sus beneficiarios automáticamente le concederán una interminable gratitud de electores cautivos.  Resolver los problemas de la gente no es un favor, sino la misión de los funcionarios. Cumplirla no supone un contrato electoral. Si el voto popular echó a la anterior administración porque esa incumplía sus deberes, esto no conlleva que los electores pasan a ser deudores de quien sí los realice.

Al revés, son los funcionarios   mucho más si asumen la tarea a título de progresistas o revolucionarios   quienes a diario deben volver a ganar confianza ciudadana. En política electoral, son los funcionarios quien siempre está en deuda, pues el pueblo cada vez tendrá nuevas demandas pendientes. Los electores no votan para atrás sino hacia adelante: no sufragan por lo que ya se resolvió, sino fiándole cierta confianza temporal a quien se compromete a solucionar lo que falte. Quien recibe ese voto asume el deber de honrar este compromiso para seguir mereciendo esa confianza.

Aun así, dicho compromiso no concluye al entregar soluciones, sino al darles sentido perdurable. Su adecuada interpretación, uso y mantenimiento deben reproducirse más allá de la entrega. Cosa que también requiere promover la conciencia y organización que aseguren el buen aprovechamiento y preservación de lo recibido. La entrega solo culmina cuando sus beneficiarios se asuman como sus responsables y defensores. Esa conciencia y organización participativa   y no una vasalla gratitud   es lo que da significado político a los beneficios entregados.

Uno se hace revolucionario porque se indigna frente a una realidad injusta y decide contribuir a cambiarla. Por consiguiente, la integridad ética es la principal exigencia de la condición de revolucionario. Aun más que la astucia o la habilidad de maniobra, que algunas veces también han servido para encubrir al oportunismo o la pérdida de integridad moral y credibilidad ciudadana.
El proyecto revolucionario es estratégico, no coyuntural. En este sentido, en ocasiones más vale perder solos que ganar mal acompañados, si con esto robustecemos la identidad, el ascendiente político y el liderazgo sociocultural que deben diferenciar a la opción revolucionaria.
sgeral@mst.org.br


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