Por Nils Castro:
Los acontecimientos pronto han demostrado que lo que hoy
llamamos progresismo fenómeno político
que según las particularidades de cada pueblo a inicios de este siglo brotó en
varias latitudes de América Latina no
fue un simple “ciclo” ni ha concluido. Y que tampoco fue mero efecto de un
cambio del precio internacional de las materias primas. La evolución de
nuestros pueblos es más compleja que eso; su comportamiento político no oscila
según los vaivenes del comercio, pues las relaciones entre economía y sociedad
no son así de pueriles.
Como recordamos, al inicio los años 90 la acometida
neoconservadora abanderada por Margaret Tatcher y Ronald Reagan se potenció con
el derrumbe soviético. Eso, además de imponer un viraje de las políticas
económicas que prevalecían, determinó asimismo un tsunami ideológico que unas
izquierdas divididas y perplejas mal pudieron enfrentar. No obstante, ni esas
políticas ni los efectos culturales de aquel tsunami han finalizado. La crisis
global que emergió en 2008 desenmascaró al neoliberalismo, pero sin que todavía
hayamos creado las propuestas necesarias para remplazarlo.
Con todo, en menos de 10 años las prácticas neoliberales
causaron daños e inconformidades populares suficientes para levantar protestas
y movimientos políticos que dieron pie a una significativa marea progresista.
Este fenómeno, más expresivo de un vasto repudio que de nuevos proyectos
factibles, animó los primeros tres lustros de este siglo, incluso allá donde no
pudo elegir gobiernos. Y donde sí lo consiguió, además de realizar destacados
avances contra la pobreza y la inequidad, aportó significativos progresos de la
autodeterminación nacional y la solidaridad de nuestros países.
Obviamente, al hacerlo todavía en tiempos de crisis de las
izquierdas y restauración de la democracia liberal, no había entonces bases
sociales, político culturales ni organizativas suficientemente desarrolladas
para emprender revoluciones factibles y sustentables. Caso por caso, eso deparó
oportunidades para acceder al gobierno, no para tomar el poder. Y por el lado
opuesto, las élites criollas, aunque forzadas a ceder la administración del
gobierno, pudieron hacerlo sin perder sus recursos económicos fundamentales.
Aun así, durante ese período millones de latinoamericanos
salieron de la marginalidad y adquirieron ciudadanía, empleo, educación y
salud, y sus naciones alcanzaron mayor dignidad. Patrias y gentes pudieron
ensayar nuevas expectativas. Incluso sin revoluciones propiamente dichas, esa
era una agenda de izquierda y fue peor que ingenuo suponer que los progresos
sociales y políticos alcanzados en esos años pudieran repetirse sin causar, a
su vez, una fuerte contraofensiva del imperialismo y de las élites locales.
Con sobrados respaldos económicos, socioculturales y mediáticos,
la derecha tuvo condiciones y tiempo para renovar objetivos, remozar imagen,
reactualizar métodos y reconstruir imagen política. Ya no solo para volver a
Palacio a recuperar hegemonía, sino para emprender un roll back más ambicioso:
revertir las conquistas populares cedidas desde los años 50 a la fecha. De la
estructuración y fines de ese contraataque ya me ocupé entonces.
¿Quién nos hace vulnerables?
Más no todos los éxitos después conseguidos por la
contraofensiva reaccionaria pueden achacarse a las artimañas y al poder
financiero y mediático de las derechas locales, ni a la coordinación y
patrocinio del imperialismo. Estos son factores reales, pero no suficientes
para explicar sus logros. Los reveses de este progresismo deben atribuirse
también a las permisividades, omisiones y errores de sus liderazgos y
gobiernos, que minusvaloraron la indispensable coparticipación crítica de sus
partidos y de las organizaciones populares, y relegaron el diálogo y acuerdo
con las comunidades locales.
Poco útil es atribuir el consiguiente reflujo del apoyo
popular solo al poderío económico, la vileza y los medios de comunicación de la
clase dominante, y el respaldo de sus mentores foráneos: estos medios han sido
tan eficaces como se lo facilitan las deficiencias de los liderazgos que con
tales fallas y errores los hicieron más vulnerables.
Entre estos, los errores en política económica. El primero,
característico de los procesos más radicales: propiciar un rápido incremento
del gasto social y el consumo popular para resolver sus principales urgencias,
con una celeridad muy superior al crecimiento de la producción y la
productividad, y de la mejora de eficiencia institucional y la capacidad de
obtener nuevos recursos económicos. Con las conocidas consecuencias de desabastecimiento,
endeudamiento y pérdida del valor efectivo de los salarios. Acelerar el
desarrollo nacional el de las fuerzas
productivas es costoso; exige formar
recursos humanos, asimilar tecnologías, crear infraestructuras. Eso exige
exportar recursos valiosos para adquirir insumos caros, en mejores condiciones
de intercambio, o contar con potente ayuda foránea.
Pero en la presente coyuntura el error de política económica
que los críticos señalan con mayor acritud es el de haber justificado o hasta
propiciado el extractivismo. Se responsabiliza a los gobiernos progresistas de
valerse de las empresas extractivas –mineras, agrícolas u otras como fuentes ingresos para resolver
necesidades sociales e inversiones en infraestructura y desarrollo. Y se los
acusa de hacerlo sin restringir sus actividades con las necesarias
fiscalizaciones, penalidades y compensaciones por los daños socioambientales
que generen.
No obstante, la crítica al extractivismo, tal como algunos
articulistas suelen abrazarla, puede exhibir la frivolidad de una moda y
conducirlos a disparates. La extracción de materias o productos sin elaborar es
una actividad común a muchas economías de distinto sello. La primera cuestión
es si la política económica de cada país busca incrementar el valor agregado de
esos productos mediante su transformación por empresas y trabajadores
nacionales, o si favorece un saqueo colonial o neocolonial que exporta esos
recursos primarios para elaborarlos en el extranjero. ¿Esa extracción
contribuye a desarrollar y valorizar la respectiva economía y sociedad
nacionales, o solo es un modo de explotar su mano obra barata reproduciendo el
subdesarrollo del país?
La otra cuestión está en si las autoridades nacionales
vigilan eficazmente que la regulación y control de las actividades extractivas
se prevén, conceden y realizan garantizando los menores daños ambientales y su
mejor compensación y restauración, así como la suficiente protección y provecho
para las comunidades aledañas y los sectores nacionales afectados.
Este asunto siempre ha estado entre las principales
reivindicaciones de los movimientos de liberación nacional y de las izquierdas
en general. Con una excepción: mientras prevaleció el modelo soviético
(incluida su variante maoísta) primó el afán por forzar a toda costa el
crecimiento económico, con devastadoras consecuencias en materia ambiental,
hasta el colapso de ese modelo. Pero aun así el estalinismo no fue un pecador
solitario, puesto que ni el liberalismo clásico ni el neoliberalismo han sido inocentes
de esa misma práctica, que estos prosiguen por razones mucho peores.
De hecho, nada justifica el dislate de atribuirle al actual
progresismo una índole necesariamente extractivista, ni alegar que la izquierda
y el progresismo son diferentes porque la primera se opone a esa práctica,
mientras que cometerla es un atributo constitutivo del progresismo. Como
tampoco la simpleza economicista de suponer que el progresismo obedeció a un
ascenso del precio internacional de las commodities y su supuesta extinción a
que este bajó; ergo, que no hasta que estas vuelvan a encarecerse.
Antes bien, durante gran parte del siglo XX y lo que va del
XXI, el progresismo como noción
incluyente vinculada a las luchas por la liberación nacional y el desarrollo
social ha sido la manifestación más
visible de las izquierdas latinoamericanas. Y ahora, una vez depurado de las
deficiencias de su pasada ofensiva regional, hay sobrados motivos para prever
que volverá a serlo. Esa anterior experiencia no fue la primera ni la única en
que las izquierdas han tenido errores.
Para evitar que estos se repitan, una de las mejores
aportaciones de sus críticos será idear mejores modos de que los próximos
gobiernos progresistas o revolucionarios puedan resolver el imperativo de financiar
su lucha contra el subdesarrollo, y solucionar necesidades populares, sin
recurrir a formas incorrectas de obtener los recursos indispensables para ello.
Dado que consolidar un gobierno nacional liberador y sus
posibilidades de proyectarse a objetivos de mayor alcance exige tanto superar
el atraso como asegurar el desarrollo humano y material de las fuerzas
productivas, Fidel Castro dedicó al tema gran parte de su pensamiento. A
proponer y debatir estrategias y alternativas de combate al subdesarrollo, así
como formas de concertación y cooperación de los países del Tercer Mundo y de
Latinoamérica para cambiar las injustas condiciones del comercio y el
financiamiento internacionales, en defensa de los intereses de sus pueblos,
incluso sin que las diferencias de régimen político fueran obstáculo para
colaborar en ese objetivo común.
En el caso concreto de Cuba, ese reto desde el comienzo ha
sido extraordinariamente agravado por el bloqueo estadunidense. En la primera
época de la Revolución, el respaldo económico y militar soviético fue
importantísimo para resistir y avanzar. Pero luego de esos tiempos los procesos
progresistas, liberadores o revolucionarios de otros países no pueden contar
con ese tipo de solidaridad. Así, su capacidad real para adquirir recursos
tecnológicos y económicos para el desarrollo es una dificultad objetiva de sus
posibilidades reales. Tan grande que al parecer sus críticos más severos
prefieren no mencionarla.
De nueva cuenta, la mesa está servida
Así las cosas, la experiencia de los tres lustros
progresistas que iniciaron nuestro siglo XXI debe discutirse examinando todas
sus aristas, lo que debe hacerse con autocrítica responsabilidad. No para
imputar responsabilidades personales, sino para sacar conclusiones sustantivas
sobre cómo prever, castigar y erradicar tales deficiencias, e imprimirle más
robusta y eficaz consistencia ética, política y estratégica a nuestra
participación en la próxima ofensiva popular. No apenas para agregar más
análisis diagnósticos, sino enfocándose en proponer mejores opciones para
vencer los anteriores problemas y los que ya cabe prever.
Entre otras, hay fallas que ya es habitual señalar pero que
reclaman mayor análisis. Una, la insuficiencia y hasta el abandono del trabajo
político y organizativo que siempre debe sustanciar cada gestión administrativa
de las izquierdas, no solo en el ámbito laboral y sectorial, sino igualmente en
el barrial y comunitario, que es donde habitan, conviven y votan los
necesitados y sus familias.
Otra, el acomodamiento y hasta la permisividad con los
vicios del poder burocrático, que llegan hasta admitir indicios de corrupción
en algunos dirigentes devenidos en funcionarios, desmintiendo así la calidad
moral de la organización y del proceso políticos que ellos representan. Y aún
más, reducir unos partidos y movimientos surgidos de la rebeldía, la lucha y la
creatividad política, a la mera condición de aparatos reelectorales. Al
extremo, incluso de hacerlos “comprender” arreglos con operadores de la
política tradicional, a despecho de los principios cuya práctica nos hace gente
de izquierda y nos identifica como tales.
La corrupción es un vicio políticamente asimétrico: salvo
ocasionales excesos, en la derecha es parte de una vieja cultura y se da por
sentada. Pero a la izquierda se la elige para combatirla, y tolerarla entre sus
filas constituye una afrenta que pone en entredicho los demás valores que la
gente le reconoce a los dirigentes de una organización progresista. En la
izquierda, sin importar la magnitud del delito, sus implicaciones políticas le
dan trascendencia y, aunque el castigo sea mayor, el conjunto del liderazgo
demora en recuperar el necesario liderazgo moral.
Como también debe censurarse la bobada política de suponer
que, si un gobierno progresista cumple su deber elemental de solucionar
demandas populares, sus beneficiarios automáticamente le concederán una
interminable gratitud de electores cautivos.
Resolver los problemas de la gente no es un favor, sino la misión de los
funcionarios. Cumplirla no supone un contrato electoral. Si el voto popular
echó a la anterior administración porque esa incumplía sus deberes, esto no
conlleva que los electores pasan a ser deudores de quien sí los realice.
Al revés, son los funcionarios mucho más si asumen la tarea a título de
progresistas o revolucionarios quienes
a diario deben volver a ganar confianza ciudadana. En política electoral, son
los funcionarios quien siempre está en deuda, pues el pueblo cada vez tendrá
nuevas demandas pendientes. Los electores no votan para atrás sino hacia
adelante: no sufragan por lo que ya se resolvió, sino fiándole cierta confianza
temporal a quien se compromete a solucionar lo que falte. Quien recibe ese voto
asume el deber de honrar este compromiso para seguir mereciendo esa confianza.
Aun así, dicho compromiso no concluye al entregar
soluciones, sino al darles sentido perdurable. Su adecuada interpretación, uso
y mantenimiento deben reproducirse más allá de la entrega. Cosa que también
requiere promover la conciencia y organización que aseguren el buen
aprovechamiento y preservación de lo recibido. La entrega solo culmina cuando
sus beneficiarios se asuman como sus responsables y defensores. Esa conciencia
y organización participativa y no una
vasalla gratitud es lo que da
significado político a los beneficios entregados.
Uno se hace revolucionario porque se indigna frente a una
realidad injusta y decide contribuir a cambiarla. Por consiguiente, la
integridad ética es la principal exigencia de la condición de revolucionario.
Aun más que la astucia o la habilidad de maniobra, que algunas veces también
han servido para encubrir al oportunismo o la pérdida de integridad moral y
credibilidad ciudadana.
El proyecto revolucionario es estratégico, no coyuntural. En
este sentido, en ocasiones más vale perder solos que ganar mal acompañados, si
con esto robustecemos la identidad, el ascendiente político y el liderazgo
sociocultural que deben diferenciar a la opción revolucionaria.
sgeral@mst.org.br
0 comentarios:
Publicar un comentario