Ustedes jueces de la suprema vergüenza, no tienen idea lo
que es ser torturado. O a lo mejor sí lo saben y les da lo mismo, por eso dejan
libres a 7 asesinos en nombre de una supuesta reconciliación nacional, como
señaló Hugo Dolmestch. Pero, su señoría, lo que sucede es que yo no quiero
reconciliarme con mi torturador ni con ningún asesino, pues –les reitero–
ustedes no saben o no quieren saber lo que es ser torturado. Yo se los voy a
decir.
Desnudo, encapuchado, amarrado, te enfrentas ante la más
terrible de las soledades. Sí porque no es una, son varias al mismo tiempo: la
soledad de la incertidumbre, de la oscuridad, del silencio, de los gritos, de
la vida y la muerte. Nunca sabes de donde vendrá el primer golpe, y el
torturador –al que tú otorgaste el beneficio de la libertad– gozaba con tu
miedo. Disfrutaba cada minuto, mientras uno, enclaustrado en las fronteras de
su capucha, intentaba adivinar entre los gritos propios y de ellos, por dónde
vendrían los puñetazos o patadas en un vano esfuerzo por aminorar el dolor. Era
imposible. Así sobrevenía la avalancha de golpes, y luego, el silencio que
asomaba como un oasis de tranquilidad en medio de la tormenta, mas era tan solo
un espejismo. Estaba todo calculado; ahí estaban los militares, civiles y
médicos vigilando cada uno de tus movimientos para continuar la tortura.
Y de pronto la electricidad, la maldita electricidad. La
misma que sirve para encender las cómodas lámparas que sin duda utilizaron los
jueces para firmar los decretos de libertad de asesinos irredentos. Pero cuando
uno se encontraba en la sala de interrogatorios únicamente atizaba la
morbosidad de los torturadores y la carne viva de las indefensas víctimas.
Hasta el día de hoy, supremos de la vergüenza, no se me olvida lo que se siente
cuando a uno le aplican electricidad. Se te mete por las venas, se convulsiona
el cuerpo, se contraen piernas y brazos, se crispan los dedos. Se abren
desmesuradamente los ojos en la profunda oscuridad de la pestilente capucha que
te cubre la cabeza cuando el esqueleto se te sale por la boca en un alarido
catedralicio. Grito que no puedes detener, aunque quieras, grito imparable que
te surge desde el alma o que es el alma misma. Es el desgarro de la soledad, el
golpe de Estado que te está golpeando una y otra vez hasta fracturar tres
vertebras. Por eso jamás se me ha olvidado, aunque hayan pasado 31 años o que
transcurran mil más. Por ello no quiero reconciliarme con mi torturador ni
acepto que ustedes lo hagan en mi nombre. Yo no perdono.
Ustedes jueces de la suprema vergüenza, no tienen idea lo que es ser asesinado. O a lo mejor sí lo
saben y les da lo mismo, por eso dejan libres a 7 asesinos en nombre de una
supuesta reconciliación nacional. Yo se los voy a decir. A un compañero,
hermano, lo secuestraron, lo torturaron inmisericordemente, lo mataron sin
contemplación alguna en el Cuartel Borgoño de la CNI. Metieron su cuerpo a un
saco, ataron rieles al mismo, lo subieron a un helicóptero y lo lanzaron al mar
en las costas de San Antonio. Una viuda, un hijo, un desaparecido más para
ustedes; una simple estadística sin sonrisas de niño, sin abrazos, sin
navidades perdidas para siempre. Todo lo que han tenido los asesinos que
ustedes generosamente han liberado, porque –digamos las cosas por su nombre-
ellos, antes de ser beneficiados ahora, han sido condenados a penas simbólicas
después de haber gozado de una vida absolutamente normal por décadas.
Dicho de otra manera: la suprema vergüenza es compartida por
la Derecha, las Fuerzas Armadas, los gobiernos de La Concertación y la Nueva
Mayoría que con el discurso de “justicia en la medida de lo posible”, han
transformado a los violadores de derechos humanos en pobres víctimas. Los
crímenes de lesa humanidad, las atrocidades cometidas en Chile mediante un
proceso de alquimia legalista de pronto se han convertido en delitos comunes.
Cualquier día, o peor aún, cualquier noche, nos encontraremos a la vuelta de la
esquina con un torturador y asesino porque los jueces de la Corte Suprema
decidieron que merecían la libertad a pesar que no habían cumplido toda su
condena, no se habían arrepentido de sus crímenes ni habían colaborado con la
justicia.
Los supremos de la vergüenza estudiaron derecho pero no
saben de justicia. Los crímenes de Lesa Humanidad o Crímenes contra la
Humanidad son, precisamente, un atentado a la condición o calidad de nuestro
Ser Humano. Como tales pensamos, reímos, lloramos, cantamos, hacemos el amor.
Simplemente vivimos. La dictadura y sus agentes, a los que ustedes liberaron,
nos impidieron Ser: ser humanos. Ese es
un crimen contra la humanidad. Punto. Lo demás es lírica.
Jamás perdonaré a torturadores ni a asesinos que aún se
solazan con el sufrimiento de millares de víctimas de la dictadura
cívico-militar y de sus familiares. A esta extensa lista de imperdonables
deberé agregar a tres jueces de la Corte Suprema y a dos abogados integrantes
que no saben lo que es ser torturado o asesinado, o sí lo saben y les da lo
mismo.
Sociólogo
Director
Centro de Estudios de América Latina y El Caribe-CEALC
tricot18@gmail.com
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