Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez:
Duelen los muertos y
las terribles secuelas mentales, físicas y morales de la guerra, pero duele
más, que a pesar de los inagotables esfuerzos del pueblo, las elites usen su
poder para impedir que la paz sea el nuevo destino del país. Ponerle trampas a
la paz, inventar bandidos, crear nuevos enemigos, falsear la verdad, querer
meter a los vecinos en la tragedia, es una ignominia, una crueldad sin nombre,
una traición a los pactos y a la patria misma que dicen defender.
El Estado está siendo moldeado para que permanezca
inamovible actuando con la misma lógica de la guerra, en la que las conquistas
son de los poderosos y las derrotas de las mayorías de población, llamadas a
votar por los predestinados candidatos que de día ponen las trampas y de noche
recogen sus trofeos. En 1789, al firmar el pacto de derechos en Paris, las
élites impusieron para sí el derecho a la propiedad y el pueblo el derecho de resistencia
y rebelión, para prevenir la tiranía. Casi Doscientos treinta años después se firmó en Colombia un
acuerdo para la paz estable y duradera y las élites volvieron a ratificar a la
propiedad como su sagrado derecho humano y los insurgentes solo pidieron a
cambio cumplir cabalmente la constitución de 1991, en especial sobre derechos y
libertades, sin embargo el estado se niega a materializar lo pactado, que
retóricamente dice reconocer, pero que se resiste a implementar.
El Estado permanece desmantelado por las élites que
homologan como suyos a los que consienten sus actuaciones (legales e ilegales)
y denigran y persiguen a los que disienten, fracturan la sociedad haciendo
creer que solo está hecha de amigos y enemigos, unos de izquierda y otros de derecha
y promueve la desconfianza y el interés individual para impedir la solidaridad
social. Crea la sensación de que los poderosos fueron enviados y son protegidos
por la divina providencia y a quienes no se deslumbren y los adulen los llama
comunistas, guerrilleros, anarquistas, ateos, negros, indios, travestidos y
desobedientes, porque aborrece a intelectuales, sindicalistas, obreros,
magistrados o disidentes en sus propios partidos (que no están partidos si no
temporalmente divididos para obtener mejores dividendos).
Las élites en todo momento cuando hablan de paz mienten y
conspiran, porque la traición al pacto ya está decidida, a las élites les
interesaba desarmar a los armados y al gobernante obtener un premio nobel (y
mucho más por supuesto). Traicionada la paz, en veremos la sociedad de derechos
y en el limbo el estado social de derecho, solo se pueden esperar ajustes de
procedimientos o retardos de efectos lesivos de la traición, pero no impedirla,
salvo que las élites no estén en el poder.
Los muertos de la paz, los falsos positivos judiciales, con
los que se hace populismo penal de derechas, es decir, de élites, y se instaura
el perverso modelo de castigar no por lo que se ha hecho sino por lo que es la
persona vinculada, es decir, no por hechos ilícitos, sino por la identidad sea
racial, política o religiosa (casos recientes de Feliciano Valencia, Santrich,
A. Castilla), con lo cual se violenta el principio de igualdad que excluye del
estricto derecho toda discriminación por condiciones personales y sociales y de
(igual) dignidad de las personas, dando lugar a una formula inquisitoria de
legalización (con ultra ratificación mediática) de un (ilegal) delito cobijado
con la figura de la persona ilegal[1], todo ello producto del eslabón roto hace
tiempo de la división e independencia de poderes, que mantiene activa la más
alta impunidad y la más baja capacidad de la justicia.
Las reivindicaciones por la paz y las protestas de las
mayorías olvidadas que reclaman respuestas a sus demandas por derechos no
cuentan para la deficitaria democracia, sea la que interpreta Santos, Uribe,
Vargas Lleras, Duque o Vivian, sencillamente porque todos, uno a uno o en
grupo, pertenecen a la única matriz de la real política del país, que tiene en
común su propia y egoísta necesidad de supervivencia a partir de conservar su
statu quo, su poder y privilegios sin oposición. Todos ellos, sus partidos,
movimientos y casas familiares de poder, tienen convertido al país en un
territorio “envenenado por el miedo, por el odio a los diferentes y el
desprecio a los débiles”.
Han sembrado minas de temor a los negros, a los indios, a
los LGTB, a los gitanos, a los campesinos, a los inmigrantes, a los de
izquierda, a los estudiantes, a los trabajadores y sindicalistas, a los profesores,
a los intelectuales, a los artistas, a los universitarios, a las mujeres que se
niegan a ser víctimas del patriarcalismo y en general a los empobrecidos, a los
despojados, a los que por construir paz les incuban la semilla de nuevas
guerras, a los que nacieron en la Colombia profunda del Sur o del Choco o el
Catatumbo, y a las nuevas clases medias que subieron en el estrato medido por
inversionistas sin escrúpulos, que se quedan con los subsidios y con las
ganancias pagan los sobornos a alcaldes y concejales. Todos ellos hacen parte
de la otra matriz, la de los olvidados, la que implica peligro para el statu
quo de los que nunca han aceptado construir la vida y la democracia desde abajo
y con más igualdad y libertades.
Los medios de comunicación hacen parte de esas elites,
modulan la conciencia, repiten los mensajes del pensamiento fraudulento y ganan
raiting con la difusión de contenidos para mantener la ignorancia, horas y más
horas de chismes, realitys y shows y noticias cuya falsedad se conoce y no corresponde
al pensamiento que construye reflexiones, bienestar, afectos y solidaridades,
si no odios, machismos, resentimientos y sensaciones de venganza. Los medios,
esos medios, tampoco están allí donde el pueblo se junta para resistir, porque
la gente que sufre no hace parte de sus objetivos, las cadenas de radio,
televisión, prensa y redes, están tomadas por las mismas elites y son propiedad
privada de poderosos contratistas del estado (Ardilla Lule, Sarmiento Angulo,
otros) que convierten las desdichas en oro y violentan el derecho a recibir
información, la manipulan y ponen en decadencia la moral pública, hacen de la
información una fábrica de consensos basados en falsedades y mentiras, en
encuestas controladas y argucias que impiden el derecho a recibir informaciones
y opiniones verdaderas (art. 19 DUDH y Art. 19 del pacto de DESC de 1966), que
atentan contra el derecho a la misma libertad de pensamiento y de conciencia,
sobre la que se levanta la política que realmente atiende las cuestiones de
interés publico
El proceso electoral
en favor de las elites, vuela como cometa, aunque esta corrompido por
encuestas, estratagemas (de prófugo como JJ Rendón y otros genios de la maldad)
conducidas regionalmente por las clientelas del todo vale, que saltan de un
partido a otro, que convierten al dolor, la carencia y la precariedad en su
fuente de ganancia electoral. El odio sembrado por las elites y mejor instalado
en la conciencia de buena parte de la sociedad alienta el embrujo criminal,
para que la paz sea un imposible por tratarse de un derecho humano con alcance
universal, es decir, para todos sin excepción, pero también para que unos
asalten los gruesos recursos públicos y entren al reino de la impunidad y otros
se aprovechen de la inocencia y la decencia para robarle a las calles su
sentido de lucha por la vida y la democracia y las conviertan en lugares de
asalto y muerte cotidiana por un celular, unos tenis, una bicicleta o
simplemente por nada......De abajo saldrá la nueva democracia...
[1] Notas basadas en la lectura de poderes salvajes de Luigi
Ferrajoli, Trotta, Madrid, 2011
mrestrepo33@hotmail.com
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