Por Carolina Vásquez Araya:
Un estado de frustración contiene toda la energía necesaria
para generar cambios.
El iracundo reclamo de una niña por los asesinatos de 17
adolescentes en su establecimiento escolar ha sido el discurso más claro y
rotundo contra la política clientelar de la Casa Blanca con respecto al control
de armas. Fue Emma González, estudiante del instituto de Parkland en donde
Nikolas Cruz ingresó con un fusil semiautomático y comenzó a disparar a
mansalva, dejando decenas de muertos y heridos, quien elevó la voz para
preguntarle al presidente Trump cuánto recibe por proteger los intereses de la Asociación
Nacional del Rifle.
El tema del control de armas, a pesar de esta tragedia
reciente en el estado de Florida, no ha tenido eco en las altas esferas. El
inmenso poder de este lobby se basa no solo en la segunda enmienda de la
Constitución que permite la tenencia de armas como un derecho ciudadano, sino
en una forma de cultura arraigada y alimentada por hábiles campañas en las
cuales han transformado la afición por las armas en un ícono nacionalista. Es
decir, en el “americanismo” per se.
Sin embargo, esta industria no afecta solo a Estados Unidos.
La exportación de armas hacia otros países es uno de los más prósperos negocios
estadounidenses, a lo cual se suma la enorme influencia política y estratégica
que le otorga el poder de premunir de armamento a ejércitos afines a sus
intereses en cualquier lugar del mundo, dentro de los marcos legales o fuera de
ellos.
Las víctimas de este sucio negocio, por lo tanto, no se
limitan a sus ciudadanos sino a millones de seres humanos alrededor del
planeta, quienes resultan “víctimas colaterales” de uno de los negocios más
prósperos y letales. Guatemala no escapa a esa influencia y tiene la enorme
desventaja adicional de carecer de un sistema preciso para conocer el número y
destino de las armas legales e ilegales que circulan por el país. De acuerdo
con estimaciones de las entidades responsables del control de armas (Digecam),
en Guatemala existe un arma registrada cada 25 personas, pero este indicador
cambia sustancialmente si se añaden las provenientes del contrabando.
En un país como Guatemala, con uno de los índices de
violencia más elevados del mundo, la “flexibilidad” institucional en este
asunto de tanta importancia para la seguridad ciudadana constituye una amenaza
constante para la vida y la integridad de su población. Poseer armas no debería
ser considerado un derecho para la población civil, salvo casos excepcionales y
estrictamente regulados. La alta incidencia de asesinatos cometidos por niños,
adolescentes y adultos integrantes de organizaciones criminales tiene mucho que
ver con la incapacidad de las entidades encargadas de velar por la seguridad de
las personas.
Así como lo expresó Emma González durante una manifestación
contra la actitud pasiva de la Casa Blanca frente a la tragedia del colegio Marjory
Stoneman Douglas, existe una responsabilidad directa de las autoridades en cada
asesinato cometido con un arma comprada en una tienda o en el mercado negro y
no hay excusa que valga para justificarlo.
Quizá la ira y la frustración creciente de nuestra sociedad
incida en un cambio positivo de las leyes, reglamentos y actitudes frente a los
instrumentos de muerte que son las armas en manos de seres agresivos y carentes
de escrúpulos, incluidos en este amplio sector no solo los individuos que
actúan al margen de la ley, sino también aquellos que lo hacen dentro de sus
márgenes, haciendo abuso del poder para violar impunemente los derechos de los
ciudadanos. Quizá sean la rabia y la impotencia los agentes de cambio, ya que
no lo han sido los diálogos ni las manifestaciones pacíficas.
ROMPETEXTO: El poder de las armas es una amenaza constante,
no importa en manos de quienes estén.
elquintopatio@gmail.com
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