Por Carolina Vásquez Araya:
La experiencia más dura para una niña es ser violada y no
recibir justicia ni protección.
La niña es violada por su padre desde los 8 años. Cumplirá
12 y ahora teme que su hermanita menor sufra la misma suerte. Una amiga de su
madre, quien conoce el caso, en lugar de denunciar reúne a su grupo de oración
para pedir la intercesión divina, quizá pensando que al fin y al cabo se trata
de un asunto privado en el cual nadie más que la propia familia tiene derecho
de actuar. O quizá esta mujer de verdad cree en los milagros y entonces ese y
todos los papás, tíos, hermanos, maestros, sacerdotes, pastores, médicos y
vecinos recibirán la iluminación divina y dejarán de abusar a sus hijas,
sobrinas, hermanas, primas, alumnas o hijas de sus feligreses. Esta historia no
es invento mío, me la ha compartido un lector horrorizado por el destino de
esas víctimas inocentes.
Los embarazos en niñas y adolescentes menores de 14 años no
son producto de una violación aislada, sino por lo general se producen por
abuso sexual reiterado. Su enorme incidencia ya no permite continuar en el
engaño de considerarlos casos aislados, sino producto de una norma tácita de
conducta del sistema patriarcal, entre cuyos postulados figura una especie de
permiso de propiedad de los cuerpos de las niñas y las mujeres. Esta actitud de
desprecio viene desde el momento del nacimiento –el cual, además, en muchos
casos genera frustración por ser niña y no varón ese nuevo miembro de la
familia- y de manera automática esa nueva vida pasa a constituir parte del
patrimonio, quedando sus derechos eliminados de la ecuación. Es de ese modo
como una mayoría abrumadora de niñas termina en situación de marginación,
utilizadas para labores domésticas, explotadas y discriminadas desde los
primeros años de vida, en una posición de absoluta desigualdad.
Este “cuadro de costumbres” no es exclusivo de Guatemala ni
de otros países de la región. El incesto y las violaciones sexuales perpetrados
contra niñas desde sus primeros años de vida son algunas de las aberraciones
cometidas de manera sostenida e impune dentro y fuera del seno familiar.
Tampoco es una práctica propia de sectores pobres y con bajo nivel educativo,
ya que estos delitos cruzan todos los grupos sociales sin distinción alguna. Si
un día se rompieran los diques de esas mal llamada “privacidad” y hablaran las
víctimas de incesto y violaciones durante sus años de niñez y adolescencia,
estallaría un ensordecedor coro de voces.
Por supuesto, los violadores no atacan solo a sus hijas,
también lo hacen con sus hijos desde muy temprana edad, indiferentes al daño
físico y emocional provocado sobre ellos. Los resultados de esa violencia, pero
sobre todo las consecuencias del silencio de quienes conocen los abusos y
prefieren ignorarlos, representan una carga psicológica que durará toda la vida
y tendrá impacto sobre cualquier relación futura de esos niños y niñas.
Mientras estos abusos suceden y se multiplican, los derechos
de la niñez son ignorados por el Estado y por las instituciones cuyas
responsabilidades tocan a este sector vulnerable de la población, como
educación y salud. Las niñas embarazadas no solo no reciben una atención
prioritaria, sino se las considera parte secundaria de la ecuación y se las
obliga a mantener un embarazo por violencia y una maternidad no deseada, que
acabará para siempre con sus esperanzas de desarrollo. Para ellas no solo no
hay justicia, tampoco el respeto por su condición de niñas con derechos.
La ciudadanía tiene un papel protagónico en este escenario
de enorme desigualdad por no denunciar los abusos, por encubrir el incesto –con
lo cual lo propicia- y por evadir su responsabilidad en el ámbito de la
protección integral de la niñez. Abstenerse de denunciar es participar de los
crueles actos cometidos contra este sector tan desprotegido. Ya es hora de
actuar.
Las niñas son desprotegidas desde la cuna y con el tiempo se
convierten en un objeto a merced de quienes abusan de su integridad.
elquintopatio@gmail.com
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