Por Diego Olivera Evia:
Los próximos meses serán sumamente riesgosos, en Latinoamérica, EE.UU. y los países europeos enfocándose en el impacto interno del COVID-19, mientras que la enfermedad probablemente se propague a países pobres y afectados por la guerra. Con la excepción de Irán, en su primera fase, el COVID-19 afectó principalmente a Estados que tenían recursos para enfrentar el problema, tales como China, Corea del Sur e Italia, aunque de manera desigual y a costa de tensiones severas en sus sistemas de salud y economías. A la fecha, se han reportado menos casos en países con sistemas de salud más débiles, menor capacidad estatal o donde hay conflictos internos significativos, donde las consecuencias de un brote podrían ser abrumadoras.
Esto, sin embargo, no es un gran consuelo. Los bajos números de casos seguramente se deben a la insuficiente toma de muestras, o al periodo entre la incubación del virus y su manifestación. El número de casos confirmados está aumentando en puntos frágiles del mundo árabe y África. Si los países no logran establecer distanciamiento social u otras medidas para detener la propagación del virus, o al menos retrasarlo, se podrían presentar picos de casos como los que ahora abruman a partes de Europa, pero con una disponibilidad de servicios de atención de emergencia para salvar vidas mucho menores.
Es difícil de exagerar la devastación que esto causaría. Si la enfermedad se propaga en centros urbanos densamente poblados en Estados frágiles, puede ser prácticamente imposible de controlar. La dramática desaceleración económica que ya está en curso podría dificultar los flujos comerciales y crear un grado de desempleo que causaría daños a niveles difíciles de pronosticar y contemplar. Una recesión podría tener un costo particularmente alto en Estados frágiles que presentan un mayor potencial de disturbios y conflictos.
Todos los gobiernos enfrentan decisiones difíciles sobre cómo manejar el virus. Países desde el área Schengen hasta Sudán ya han impuesto restricciones fronterizas. Muchos han establecido prohibiciones parciales o generales a reuniones públicas, o insisten en que los ciudadanos se refugien en sus hogares. Estas son medidas necesarias, pero también costosas, sobre todo teniendo en cuenta las proyecciones de que la pandemia podría continuar durante más de un año hasta que una vacuna esté disponible. El impacto económico de restringir el movimiento durante meses puede ser devastador.
Levantar las restricciones prematuramente podría generar nuevos picos de infección y obligar a retomar las medidas de aislamiento, lo que agravaría aún más el impacto económico y político de la enfermedad y requeriría mayores inyecciones de liquidez y estímulo fiscal por parte de los gobiernos de todo el mundo.
Estos son problemas universales, es una organización enfocada en la alerta temprana y la prevención de conflictos, nos preocupan especialmente los lugares donde el desafío global a la salud coincide con guerras o condiciones políticas (tales como instituciones débiles, tensiones sociales, falta de confianza en los líderes y rivalidades interestatales) que podrían dar lugar a nuevas crisis o exacerbar las existentes. También esperamos identificar casos en los que la enfermedad podría, con una diplomacia efectiva, ayudar a reducir tensiones. Este informe breve, el primero de una serie de publicaciones de Crisis Group sobre el COVID-19 y sus efectos en el panorama de conflictos, se basa en los aportes de nuestros analistas en todo el mundo e identifica siete tendencias a tener presentes durante la pandemia.
La vulnerabilidad de las poblaciones afectadas por conflictos
Es probable que las poblaciones de países afectados por
conflictos, ya sea aquellos en guerra o que sufren sus secuelas, sean
especialmente vulnerables a los brotes de la enfermedad. En muchos casos, la
guerra o disturbios prolongados, especialmente cuando se ven agravados por la
mala gestión, corrupción o sanciones extranjeras, han dejado a los sistemas
nacionales de salud profundamente mal preparados para enfrentar el COVID-19.
En Libia, por ejemplo, el gobierno respaldado por la ONU en Trípoli ha prometido invertir aproximadamente $350 millones para responder a la enfermedad, pero no está claro con qué fin: el sistema de salud colapsó debido a la salida de médicos extranjeros durante la guerra.
En Venezuela, como Crisis Group advirtió en 2016 que sucedería, el enfrentamiento entre el gobierno y la oposición ha acabado con los servicios de salud. El COVID-19 puede abrumar a los hospitales que quedan en el país muy rápidamente. En Irán, la respuesta letárgica del gobierno, agravada por el impacto de las sanciones de los EE. UU., ha resultado en una calamidad: según informes, cada hora el virus infecta a casi 50 personas y cobra entre cinco y seis vidas.
En Gaza, donde el sistema de atención médica debilitado por años de bloqueo estaba mal equipado para atender a la población de alta densidad mucho antes del COVID-19, el Ministerio de Salud está luchando por reunir expertos y obtener suministros necesarios para cuando la enfermedad llegue. Parece ser una misión imposible: los proveedores médicos que prestan servicios en la región le dijeron a Crisis Group que se habían quedado sin suministros clave incluso antes de que el Ministerio anunciara dos casos de COVID el 21 de marzo.
Además de estos problemas institucionales, puede ser difícil persuadir a poblaciones que tienen poca confianza en el gobierno o en líderes políticos para que acaten las directivas de salud pública. Al analizar el brote de ébola de 2014 en Guinea, Liberia y Sierra Leona, Crisis Group señaló que “el virus se propagó inicialmente sin control no solo por la precariedad del monitoreo epidemiológico y la inadecuada capacidad y respuesta del sistema de salud, sino también porque las personas desconfiaban de lo que sus gobiernos decían o les pedían que hicieran”.
La desconfianza surgía en parte de la desinformación y los malos consejos sobre el contagio por parte de los gobiernos involucrados, pero también de las recurrentes tensiones políticas en una región marcada por la guerra en la década anterior.
En casos donde hay conflicto activo, los médicos y actores humanitarios nacionales e internacionales pueden ya tener dificultades para ayudar a las personas necesitadas. En el 2019, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y ONG internacionales tuvieron dificultades para contener un brote de ébola en el este de la República Democrática del Congo (RDC), a pesar del apoyo de las fuerzas de paz de la ONU, ya que las violentas milicias locales bloquearon el acceso a algunas áreas afectadas. En ocasiones, incluso, los combatientes atacaron a los médicos y a las instalaciones hospitalarias.
Las áreas de conflicto activo con mayor riesgo inmediato de brotes de COVID-19 pueden ser el noroeste de Siria, alrededor del enclave asediado de Idlib, y Yemen
Las áreas de conflicto activo con mayor riesgo inmediato de brotes de COVID-19 pueden ser el noroeste de Siria, alrededor del enclave asediado de Idlib, y Yemen. Ambos países ya han experimentado crisis de salud durante sus guerras civiles, con episodios de violencia impidiendo la respuesta internacional a un brote de poliomielitis en Siria en 2013-2014, y uno de cólera en Yemen a partir del 2016. Funcionarios de la ONU han advertido sobre el riesgo de que el COVID-19 infecte a la población de Idlib, donde una ofensiva de las fuerzas gubernamentales respaldada por Rusia ha atacado sistemáticamente hospitales y otras instalaciones médicas, y ha resultado en el desplazamiento de más de un millón de personas en los últimos seis meses.
Muchas personas que huyen de los enfrentamientos duermen en los campos o debajo de los árboles, y prácticas básicas de higiene y distanciamiento social resultan imposibles debido a la falta de agua o jabón, y a los espacios reducidos. La entrega de kits de pruebas esenciales se ha retrasado por semanas. Los trabajadores humanitarios temen que un brote de la enfermedad en desborde las instalaciones médicas de la provincia y haga imposible atender a las víctimas de la guerra.
En Yemen, la guerra que empezó en 2015 ha diezmado lo que era ya un sistema de salud muy débil. Más de 24 millones de personas actualmente requieren asistencia humanitaria.
Después de que las autoridades de facto en la ciudad capital
de Sanaa y el gobierno internacionalmente reconocido en Adén prohibieran los
vuelos internacionales para evitar la propagación del virus, los equipos de
ayuda internacional redujeron su presencia al personal esencial. Un brote de
COVID-19 podría abrumar rápidamente los esfuerzos de ayuda y hacer que una de
las catástrofes humanitarias más graves del mundo sea aún peor.
diegojolivera@gmail.com
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