Por Diego Olivera Evia:
Hacia donde avanza la realidad de las derechas
latinoamericanas
La pandemia de coronavirus se está convirtiendo en una
crisis social, económica y política en una escala que no tiene precedente. La
drástica caída de ayer en los mercados mundiales y especialmente en los Estados
Unidos, donde Wall Street registró su mayor pérdida de un día desde 1987,
surgió del reconocimiento de que la pandemia afectará masivamente la economía
mundial y perturbará profundamente el orden social existente.
Las estimaciones de la probable escala de muertes por la
enfermedad están aumentando la ansiedad. El número total de infecciones
confirmadas en todo el mundo se acerca a las 150.000 y aumenta
exponencialmente, pero esto subestima enormemente la realidad. Debido a la
falta de pruebas adecuadas y el largo periodo antes de que aparezcan síntomas,
el número real es mucho mayor. La cifra oficial de muertes es ahora de más de
5.000 y las vidas de incontables millones de personas en todo el mundo están en
peligro.
Italia está profundizando su cierre nacional, con
prácticamente todas las tiendas cerradas y las calles vacías. La canciller
alemana Angela Merkel ha dicho que entre el 60 y el 70 por ciento de la
población se infectará, lo que significa que millones de personas necesitarán
cuidados intensivos o morirán. Según se informa, Irán ha comenzado a cavar
fosas comunes a medida que la epidemia se descontrola. Francia está cerrando
todas las escuelas y universidades. En los Estados Unidos, se han cancelado los
principales eventos deportivos y de entretenimiento, y las tiendas de
comestibles se han quedado rápidamente sin productos de primera necesidad.
La pandemia del coronavirus ha puesto de manifiesto la
incapacidad del sistema capitalista para hacer frente a tal crisis. Los
Gobiernos de todo el mundo han respondido con un asombroso nivel de incompetencia
y desorden. No se han hecho preparativos para un desastre totalmente
previsible. Los sistemas de salud, privados de recursos, están abrumados.
La incapacidad total de los Estados Unidos, el país
capitalista más rico del mundo, para responder a esta emergencia inculpa al
Gobierno y a todo el sistema económico.
El discurso de Trump se produjo después de semanas en las
que el presidente, centrado enteramente en el impacto de la crisis en el
mercado de valores, proclamó que todo estaba bien, que el coronavirus no era
una amenaza seria. No se atrevió a expresar ni una pizca de simpatía por las
masas populares de los Estados Unidos y del mundo entero que están viendo sus
vidas volcarse. No anunció ninguna medida para hacer frente a la falta de pruebas
o a la extrema escasez de instalaciones de atención médica.
Sin embargo, no se trata sólo de la personalidad sociópata
del actual ocupante de la Casa Blanca. Trump es el producto del capitalismo
estadounidense, de una sociedad dominada por niveles de desigualdad sin
precedentes, en la que una vasta riqueza ha sido acumulada por la élite
financiera a expensas de todo lo demás.
Los gigantescos bancos y corporaciones deben ser puestos
bajo propiedad pública y control democrático. Las grandes fortunas de los ricos
deben ser expropiadas para que haya fondos disponibles para garantizar el
acceso universal a la atención médica, la vivienda, los servicios públicos y
otras necesidades sociales. Toda la vida económica debe reorganizarse sobre la
base de una economía global y planificada, eliminando el obstáculo de la
propiedad privada y el afán de lucro. La última consideración que debe tenerse
en cuenta es el impacto en las ganancias empresariales y en los valores de las
acciones de Wall Street.
Hacia donde avanza la realidad de las derechas
latinoamericanas
América Latina es hoy la única región donde hay un
cuestionamiento real en un conjunto de países a las políticas neoliberales
impuestas por los organismos financieros internacionales. Si uno mira hacia
Europa, África, Asia u Oceanía verá que existen múltiples movimientos sociales
que cuestionan las políticas de ajuste y que algunos tienen una importante
representatividad parlamentaria. Sin embargo, como región, hay sólo una donde
existen debates profundos y liderazgos fuertes que cuestionan –como mínimo– el
orden neoliberal y proponen propuestas superadoras.
La reciente dura respuesta del gobierno de los Estados
Unidos a la decisión del Salvador de romper relaciones con Taiwán y reconocer a
la República Popular China es un claro ejemplo de la preocupación de la Casa
Blanca por cada paso mínimo que pueda dar en su “patio Trasero” un gobierno
alineado con la corriente progresista que se ha desarrollado en América Latina
y el Caribe en el siglo veintiuno.
Hay que destacar que esta corriente es muy heterogénea y
difícil de definir en términos conceptuales porque abarca desde el Frente
Amplio de Pepe Mujica en el Uruguay hasta la Cuba revolucionaria, pasando por
el chavismo en Venezuela, Evo Morales Bolivia o el kirchnerismo en la Argentina
que gobernó durante doce años.
Esta corriente está formada por hombre y mujeres que se
definen como “progresistas”, de “izquierda”, “populistas”, “nacionales y
populares”, “socialistas”, y una amplia gama de definiciones que incluyen a
algunos y excluyen a otros.
Sin embargo, tienen muchos puntos en común que los llevó a
acercarse para forjar por primera vez desde las independencias nacionales del
siglo XIX una región integrada en base a un discurso que algunos definen como
“post-neoliberal”, aunque varios hayan seguido aplicando postulados clásicos
del dogma neoliberal; y la búsqueda de un camino de integración regional sin la
tutela de los Estados Unidos, aunque esto tampoco implica una retórica
“antiimperialista” en conjunto.
Esta nueva corriente emergió como una novedad para América
Latina en el siglo XXI y se fue consolidando en franca disputa con las
corrientes conservadoras, liberales, de derecha que con sus diferencias y
matices gobernaron durante los siglos XIX y XX. En el siglo XX los gobiernos
populares-progresistas-nacionalistas o de izquierda en sus múltiples variantes
fueron relativamente de corta duración porque la mayoría fueron derrocados por
sangrientos golpes de Estado, con la salvedad de Cuba y su revolución en 1959.
Si miramos retrospectivamente veremos que la última etapa de
uniformidad en la región fue la década de los noventa del siglo pasado, la que
en diversos trabajos hemos definido como “la década del mito neoliberal”. Esa
década en América Latina tuvo una característica: la aplicación de las teorías
neoliberales y el éxito de su discurso mediático. Salvo Cuba, que es un caso
aparte, en los noventa la ola del pensamiento neoliberal se expandió a lo largo
y ancho de América Latina.
El neoliberalismo extremo desde una posición marginal y
minoritaria durante casi todo el siglo XX logró convertirse en doctrina
hegemónica. Para ello fueron necesarias dos fases: una de imposición y otra de
consenso. En la primera, para imponer su nuevo paradigma como verdad absoluta e
incuestionable, necesitaron de dictaduras militares que impidieran cualquier
tipo de oposición y sociedades paralizadas por el miedo (Brasil, Chile,
Argentina).
Es importante señalar que la imposición del modelo
neoliberal no fue consecuencia directa del fracaso de los proyectos
“populistas” porque la mayoría de los gobiernos “populistas” NO fueron
castigados por el voto popular, sino que fueron derrocados por golpes de
Estado.
En la segunda fase, con la apreciable participación de los
medios masivos de comunicación se fue consolidando un consenso ideológico
aplastante y la conformación de lo que Ignacio Ramonet definió como
“pensamiento único”. El trabajo ideológico de los pensadores que difundieron
las teorías neoliberales tuvo éxito ya que en pocos años lograron que sus ideas
parecieran –reitero, parecieran– el único modelo lógico y viable.
(*) Periodista, Historiador y Analista Internacional
diegojolivera@gmail.com
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