La policía de Estados Unidos, otra vez, asesinó a un
ciudadano afroamericano. Durante toda la semana, miles de personas salieron a
las calles a reclamar justicia.
“Ser afroamericano en Estados Unidos no debería ser una
condena a muerte”, reconoció, esta semana, el alcalde de Minneapolis, Jacob
Frey. Cuando el funcionario dijo estas palabras, en la ciudad que administra
-ubicada en el estado de Minnesota, en el norte de Estado Unidos-, las calles
ya comenzaban a llenarse de gente. Desde ese momento al incendio de edificios,
la destrucción de locales comerciales y la posterior represión policial,
pasaron apenas unas horas.
El lunes, George Floyd, un afroamericano de 46 años, fue
asesinado por la policía. En un video que circula por todo el mundo, se observa
al oficial Derek Chauvin arrodillado sobre el cuello de Floyd. Aunque en la
escena hay gente que le grita al policía que lo puede matar, Chauvin sigue en
su juego. Un juego que se quiere esconder en la historia de Estados Unidos,
pero que se repite de forma sistemática: el racismo visceral de las fuerzas de
seguridad hacia la comunidad afroamericana del país.
En Estados Unidos, ya no existe la Confederación, pero el
fantasma del general Robert Lee sobrevuela de norte a sur y de este a oeste de
la Unión. Y los afroamericanos siguen formando -pese a una “democracia” que
permitió que un presidente negro parafraseara a Martin Luther King- la
comunidad más castigada por las reglas del American Way of Life. George Floyd
es una muestra más en la larga lista de muertes en manos del poder blanco.
La policía argumentó que Floyd había querido cambiar un
billete falso de veinte dólares, que, por eso, lo esposaron, que trató de
resistirse (aunque los videos confirman lo contrario), que estaba bajo los
efectos de la droga y que tenía problemas de salud.
Las palabras entre Floyd, el agente de la policía y los
testigos, que se escuchan en el video, son estremecedoras. La cadena
informativa Democracy Now! las transcribió completas:
Testigo 1: Tiene la rodilla en su cuello.
Testigo 2: Tiene la rodilla justo en su cuello, oficial.
Testigo 1: Ni siquiera se está resistiendo al arresto.
George Floyd: No puedo respirar.
Testigo 3: ¿Lo está disfrutando?
George Floyd: No puedo respirar.
Testigo 1: Se cree muy macho. Se cree muy macho, ¿eh?
Oficial (Chauvin): ¿Qué dijo?
Testigo 1: Dije que él se cree muy macho. Ni siquiera se
está resistiendo al arresto, hermano.
Oficial: ¿Filmó toda la parte en la que luchamos con él?
Testigo 1: Pero, hermano, ¿por qué está sentado allí? No
está haciendo nada ahora. Llévelo al auto.
George Floyd: “No me mate. No me mate”.
Cuando los paramédicos llegaron al lugar, era demasiado
tarde. George Floyd ya no tenía pulso. Aunque fue trasladado al hospital, su
vida había dejado de latir.
Chauvin estaba acompañado por los agentes Tou Thao, Thomas Lane
y J Alexander Kueng, que fueron separados de la fuerza y, ahora, son
investigados por el FBI. Según el diario Star Tribune, basado en los registros
de la propia policía, Chauvin estuvo implicado en varios hechos violentos
durante su carrera. El periódico informó que, en 2006, fue uno de los seis
oficiales que dispararon sus armas en la muerte de Wayne Reyes, quien, siempre
en la versión policial, apuntó con una escopeta recortada a los oficiales
después de apuñalar a dos personas. Chauvin también hirió a un hombre dos años
después, en 2008, en una pelea tras una denuncia de un asalto doméstico.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, pidió, el
miércoles, que el FBI se encargue de la investigación. El mandatario declaró
que lo ocurrido fue una “muerte muy triste y trágica”. Los dichos de Trump, un
líder que siempre coquetea con las huestes de Ku Klux Klan, suenan, por lo
menos, oportunistas. El mandatario, un misógino consecuente, nunca se calló la
boca para maldecir a las minorías de su país y despotricar contra “el peligro”
que llevan a cuesta los inmigrantes. Tal vez ahora, con un país quebrado
económicamente, con millones de personas desocupadas y negando la realidad de
la pandemia del coronavirus, Trump busque cierto “consenso” frente a lo ocurrido.
El asesinato de Floyd revivió lo ocurrido en 2014, cuando el
afroamericano Eric Garner murió asfixiado por una maniobra prohibida de ahogo
que le aplicó un agente de policía blanco en Staten Island, Nueva York. Detrás
de los apellidos Floyd y Garner, la lista de afroamericanos asesinados,
reprimidos o torturados por la policía podría llenar cientos de páginas. Pero,
en Estados Unidos, y más allá de las declaraciones oficiales rechazando estos
hechos repetidos, a pocos parece importarles.
En declaraciones a la cadena NBC, Bridgett Floyd, la hermana
de la víctima, demandó que los cuatro agentes “fueran acusados de asesinato,
porque eso es exactamente lo que hicieron”. “No necesito que sean suspendidos y
puedan trabajar en otro estado o en otro condado. Les deberían quitar sus
licencias, sus trabajos y deberían ser encarcelados por asesinato”, remarcó la
hermana de George.
Actores y actrices, deportistas, intelectuales, defensores
de los derechos humanos y hasta legisladores, y el propio candidato presidencial
del Partido Demócrata, Joe Biden, se manifestaron en repudio al asesinato de
Floyd. Aunque el asesinato hizo levantar las voces como en pocas otras
oportunidades, la solución a este tipo de problemas –sistémico, profundo,
clasista y racial- está lejos de solucionarse. En Estados Unidos, “el reino de
las oportunidades” –según sostiene la propaganda mediática-, los pobres y las
minorías no valen ni siquiera la bala que los mata, como alguna vez escribió
Eduardo Galeano. No es casualidad que, en medio de la pandemia, las comunidades
afroamericana y latina sean las más afectadas por las muertes por coronavirus.
Mientras la familia de George Floyd lo llora, en
Minneapolis, las protestas se multiplican y también se llevan adelante en otras
ciudades, como Los Ángeles. No es extraño que, con el paso de los días, los
grandes medios diluyan el caso, pero, al mismo tiempo, acusen con dureza a
quienes hoy saquean comisarías, enfrentan a la policía e incendian edificios.
Para ellos, desde sus despachos y usinas mediáticas, la rabia que moviliza a
cientos de personas en Minnesota es más peligrosa que cualquier virus mundial.
Quienes sienten en la piel la indignación por el asesinato de George Floyd y,
hoy, salen a las calles en demanda de justicia, muestran, una vez más, que, en
Estados Unidos –y se podría decir que en casi todos los países del mundo-, la
policía se comporta como una fuerza racista y opresora, que tiene la venia del
poder político para cometer hechos salvajemente conscientes.
En 1974, George Jackson –miembro del partido Panteras
Negras, encarcelado durante diez años y asesinado en agosto de 1971 en la
prisión de San Quintín- le escribió a su abogada Fay Stender: “No creo que
podamos permitirnos ser amables por más tiempo; lo único que nos protegía se está
erosionando sin que nos demos cuenta. Ya no será posible saber cuándo ha
desaparecido nuestro último derecho. Sólo lo sabremos cuando comiencen a
disparar sobre nosotros. Sería preciso denunciar ese deterioro antes que se
concrete; si no, estaremos luchando, desde una posición débil, con la espalda
contra la pared”.
La reflexión de George Jackson, por estos días, estremece
las calles de Minneapolis. Y se refleja, de forma desafiante, sobre el cuerpo
sin vida de George Floyd.
leandroalbani@gmail.com
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