Por Homar Garcés:
Quienes delinearon lo que habría de ser el “Proyecto para un
nuevo siglo americano” (es decir, estadounidense, gringo, yanqui o norteamericano),
dado a conocer a finales de la última década del siglo XX, concluyeron que
«Estados Unidos no tiene rival a escala global. La gran estrategia de Estados
Unidos debe perseguir la preservación y la extensión de esta ventajosa posición
durante tanto tiempo como sea posible. Nuevos métodos de ataque electrónicos,
no letales, biológicos serán más extensamente posibles; los combates igualmente
tendrán lugar en nuevas dimensiones: por el espacio, por el ciberespacio y
quizás a través de los microbios; formas avanzadas de guerra biológica que
puedan atacar a genotipos concretos pueden hacer del terror de la guerra
biológica una herramienta política útil».
Bajo esta
orientación, los sucesivos gobiernos estadounidenses que el mundo ha conocido
en estas tres últimas décadas, activaron diversas medidas a fin de impedir,
bajo cualquier aspecto, el surgimiento de alguna otra potencia -aliada o
enemiga- que opaque o frustre el papel que asumiría Estados Unidos como imperio
mundial dotado de una supremacía militar presente en todos los continentes, en
áreas vitales para el sistema capitalista globalizado, lo que le aseguraría
ejercer un control directo de las soberanías del resto de las naciones.
Con base en esta directriz, Washington se permitirá
intervenir en los asuntos internos de toda nación donde considere amenazados
sus intereses o, sencillamente, ambicione sus recursos naturales estratégicos.
Todo ello en el marco de un proceso de reestructuración global, iniciado en la
convulsiva región del Medio Oriente, cuya máxima expresión es lo aplicado a
Irak y a Libia, cuestión se proyectará, con un mayor énfasis, como una guerra
justa contra el terrorismo y el narcotráfico internacionales, al modo de las
viejas cruzadas medievales europeas.
Sin embargo, la unipolaridad económica y militar gringa
subestimó, o no previó con suficiente sentido de realismo, la posibilidad que
Rusia y, luego, China pudieran restarle espacio en la escena mundial, habiendo
centrado su atención principal en la destrucción de la República Islámica de
Irán, su piedra de contención en el vasto plan de reconfiguración del Oriente
Medio; contando para ello con el rol neocolonialista de Israel.
Otra eventualidad no anticipada por los ideólogos del
hegemonismo yanqui fue la situación política creada en Venezuela por Hugo
Chávez, a la cual sucedieron y se sumaron procesos similares en Argentina,
Bolivia, Brasil, Ecuador y Nicaragua, los que, en conjunto, derrotaron la
imposición del Área de Libre Comercio de las Américas y darían vida a organismos
multilaterales de integración regional, con la expresa exclusión de Estados
Unidos y Canadá. El teatro de operaciones global diseñado por los estrategas
del Pentágono y del Departamento de Estado gringos se vería afectado así por
tales situaciones, lo que impulsó a los gobiernos de George W. Bush, de Barack
Obama y, ahora, de Donald Trump a emprender una política exterior agresiva y a
desatar intervenciones militares de distintos rangos en algunos países, en
abierta violación a lo estipulado en el derecho internacional con el aval de la
Organización de las Naciones Unidas y en aparente defensa de la paz, la
libertad y la democracia.
El reto geopolítico, cultural y socioeconómico que todo lo
anterior significa para el complejo industrial-financiero-militar que rige a
Estados Unidos, a lo cual se agrega la presencia innumerable de inmigrantes en
su frontera sur, ha permitido (o legitimado) que Donald Trump asuma un
belicismo más frontal y peligroso que el de todos sus antecesores al frente de
la Casa Blanca.
La reestructuración del capitalismo globalizado en beneficio
directo de un reducido grupo de grandes corporaciones transnacionales requiere
disminuir y eliminar cuanto antes semejante reto. Así, la militarización
progresiva estadounidense de diferentes regiones estratégicas del planeta,
iniciada por James Carter y reforzada por sus sucesores, es complementada por
las acciones desestabilizadoras de grupos opositores a los regímenes hostiles a
Estados Unidos (como en el caso de Venezuela), alentados, dentro y fuera de sus
países, por medios de información encargados de tergiversar y magnificar los
hechos que desemboquen en una eventual caída de los gobiernos que afectan
(directa e indirectamente, real o aparentemente) los intereses geopolíticos,
económicos y de seguridad nacional estadounidenses.
En un sentido estricto, lo que llamara el entonces
presidente George Bush padre el nuevo orden mundial, tras la implosión de la
Unión Soviética, exige la puesta en práctica de tácticas y estrategias que
contribuyan a asegurarle a su nación una hegemonía global infinita,
indisputable e indiscutible.
Esto supone la subordinación y eventual erradicación de las
autonomías e identidades nacionales y culturales en un mundo dominado por la
lógica capitalista neoliberal y, obviamente, por el american way of life. Quien
se oponga a este designio imperial será automáticamente calificado como
enemigo, lo que justificaría cualquier iniciativa tomada en su contra:
elaboración y difusión de noticias falsas, atribución de delitos diversos,
sanciones y bloqueos económicos, actividades terroristas, propaganda de guerra
y asesinatos selectivos de líderes políticos y sociales, en lo que, sin duda,
encaja en la definición de terrorismo de Estado y de crímenes de lesa
humanidad, sobre todo cuando se miden sus impactos negativos en los niveles de
sobrevivencia de poblaciones enteras. En el statu quo pretendido por los
jerarcas de Estados Unidos nada que contradiga su visión y misión
“civilizadoras” imperiales (imbuida de eurocentrismo al extremo) tiene cabida.
Como lo refleja Miguel Ángel Contreras Natera en el libro
“Una geopolítica del Espíritu. Leo Strauss: La filosofía política como retorno
y el imperialismo estadounidense”, a propósito del cuatrerismo encarnado por
George W. Bush, “la política de la supremacía intenta consolidar, explotar y
expandir las ventajas estadounidenses desde una perspectiva nacionalista y
unilateral enfatizando el uso preventivo del poder militar y la coerción.
Esta fórmula se refiere al peligro representado por el
terrorismo transnacional y los Estados canallas”. Los elementos esenciales de
la política exterior yanqui siguen siendo los mismos de siempre, ahora
extendidos en un contexto internacional dinámico y cambiante donde sus
competidores (reales o ficticios), Rusia, China o Irán, tienen también sus
respectivas áreas de influencia, a tal punto que se han hecho presentes en el
ancho territorio de nuestra América, habitualmente considerado como el patio
trasero de Estados Unidos.
La paz, la libertad y la democracia que dicha política
defiende y proclama no son otra cosa que la mercantilización de cada espacio de
vida existente sobre la Tierra, según los principios del neoliberalismo
económico globalizado, en lo que constituiría entonces un meta Estado, de
alcance transnacional, cuya característica fundamental será la máxima
productividad a obtener de todo pueblo subordinado.
mandingarebelde@gmail.com
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