Por Juan Pablo Cárdenas S.
Nadie o muy pocos en 1973 pudieron suponer que la dictadura
de Pinochet se prolongaría por largos 17 años. Muchos menos que su
Constitución, ilegítima en su origen y contenido, como se decía, mantuviera
vigencia por más de treinta años. Es evidente que el cruento Golpe de Estado
abrió cauce a un cambio revolucionario en nuestra historia, consolidando hasta
nuestros días un orden político, económico y cultural que recién empieza a
desmoronarse con la Explosión Social, pero que nos tiene a todos en ascuas
respecto de lo que pueda venir.
La existencia de un régimen marcado por la desigualdad y los
abusos de los sectores dominantes es la causa de una nueva revolución, pero
surgida esta vez desde el seno del pueblo y sus organizaciones y no desde el
gran empresariado, la clase política o la casta militar. Un furioso descontento
que se propone derribar todo el andamiaje institucional para construir no se
sabe a ciencia cierta qué, aunque la protesta tenga ideas fuerza que bien
pudieran llegar a plasmarse en un régimen que marque un después más promisorio
que el que ha condenado a la enorme mayoría de los chilenos a vivir con severas
carencias y el yugo de la opresión y desesperanza.
Algunos creen que el itinerario acordado por la clase
política puede llevarnos a una asamblea constituyente y a una nueva Carta
Fundamental, lo que podría ser posible. Pero ya se ve que lo que más le apura
al pueblo son las reformas sociales que deriven, por ejemplo, en un nuevo
sistema previsional, una nueva distribución del ingreso, una profunda reforma
educacional y la recuperación de la soberanía nacional en el control de la
minería y las riquezas fundamentales del país usurpadas por las transnacionales
que pueblan todo nuestro territorio.
Por ello es que este proceso no tolera que un Sebastián
Piñera se proponga seguir en La Moneda, toda vez que lo que sigue haciendo es
sortear las demandas con propuestas cosméticas que verdaderamente no atacan el
sistema de AFP, de ISAPRES y ni siquiera se proponen una reforma tributaria que
le exija a los más ricos financiar las justas y tan postergadas exigencias de
los pobres y de la clase media. El actual mandatario es un empresario y
multimillonario, no es un líder popular e incluso carece de la más mínima
sensibilidad social.
Pero tampoco es posible que en el Parlamento haya quienes
tengan la capacidad de enrielar las manifestaciones y protestas, aunque sea a
objeto de salvarse o darle continuidad a sus revenidos partidos y agrupaciones.
Cuando todos sabemos que ellos han jurado acatar la Constitución y las leyes
injustas, al mismo tiempo que han hecho de comparsas de los gobiernos a la hora
de fijar los reajustes de remuneraciones, aprobar tratados de libre comercio
indecorosos para Chile e, incluso, soslayar por tantos años reformas que bien
pudieron haberse impuesto a pesar de la renuencia del Ejecutivo. No solo del
actual Gobierno si no de los que ellos mismos integraron.
Realmente sería hipócrita emprenderlas solo contra La Moneda
si se asume que toda la postdictadura ha estado marcada por los atropellos
contra la nación de parte de los sucesivos gobernantes. O si consideramos los
episodios de corrupción que han involucrado transversalmente a la clase
política, permitiendo y hasta alentando con ello los desfalcos del empresariado
y de las Fuerzas Armadas, como ahora de las policías, especialmente de
Carabineros. Una institución que parece cebada, otra vez, con la sangre de los
mapuches, de los jóvenes y los pobres, a juzgar por los horrores cometidos en
los últimos meses y que han sido repudiados por el mundo entero.
Cómo quisiéramos que en el plebiscito de abril se resolviera
por una enorme mayoría el término de la actual Constitución y luego se eligiera
a los más idóneos para convocarse y redactar una nueva Carta Magna. Lo que
menos deseamos es que el estado de violencia siga prolongándose y lamentando la
pérdida de más vidas humanas, el descalabro de las ciudades y la destrucción de
nuestro patrimonio público y privado. Sin embargo, desde hace tiempo es que
sospechamos que algunos actos violentistas son acicateados por la derecha, los
servicios represivos y los infiltrados que siempre llegan al movimiento social,
incluso a la primera línea de las protestas.
El atentado al Museo de Violeta Parra y otros despropósitos
nos hablan, justamente, de la acción de estos desquiciados que bien pueden
servirle de excusa al conjunto de la clase política para cerrar filas e incluso
ausentarse del Senado para dejar sin efecto la acusación constitucional contra
el Intendente de Santiago, responsable directo de la horrorosa represión en la
Plaza de la Dignidad, como del “copamiento” de las calles para impedir el
derecho de reunión de los chilenos. La ausencia de algunos senadores de
“izquierda” a la sesión en que se debía condenar e inhabilitar a la autoridad
capitalina resultó un acto bochornoso que habla de la complicidad de políticos
y partidos en la mantención del orden establecido y represivo.
Extraña sobremanera que desde la explosión del 18 de octubre
no haya todavía un solo senador o diputado de la República que haya renunciado
a su cargo, como a sus imposturas y privilegios, aunque si consta que Piñera ha
debido lamentar el retiro voluntario de varios de sus colaboradores. Por el
contrario, antes del inicio de su período de vacaciones, varios de éstos se
encontraban en los más distintos destinos del planeta, particularmente en los
Estados Unidos y Marruecos, un reino despótico que acostumbra todos los años invitar
a varios legisladores de nuestro país a conocer y disfrutar de los encantos de
sus balnearios.
En marzo, como lo suponemos, se reinicia con bríos la
protesta social, las tomas de establecimientos educacionales, los paros y las
más audaces formas de sabotaje a las industrias, bancos y empresas. También es
muy posible que vuelvan los bloqueos de caminos y carreteras, además de que se
intensifique la lucha mapuche. Si ello ocurre, no hay duda que todo será de
responsabilidad de la contumacia política de quienes quieren permanecer contra
viento y marea en sus cargos, pese a su enorme descrédito y pérdida de adhesión
social y legitimidad. Lo que les correspondía al gobierno y el parlamento era
aprovechar la época estival para convenir y programar su retiro o, si
estuviéramos todavía en posibilidad, proponerse con urgencia implementar una
agenda social de transformaciones realmente en serio.
Los culpables no serán los abusados, sino los abusadores. No
serán los pobres, los jóvenes y marginados, sino los ricos y poderosos que
constituyen menos del 0.5 por ciento del país. Ni siquiera son los saqueadores
de farmacias, tiendas comerciales y otras, sino las clases opresoras
representadas por La Moneda, el Poder Legislativo, los jueces abyectos y el
conjunto de las instituciones del Estado que, como la misma Contraloría General
de la República son tan responsables de las inequidades e iniquidades que
explican y legitiman la Explosión Social.
Para inhibir la protesta, se especula que los chilenos
tienen miedo y las cámaras de televisión encienden sus luces para dar cuenta de
quienes parecen abrumados por la violencia. Pero de lo que tendrán que
convencerse es que los pueblos finalmente se sacuden del miedo y nada los
detiene, en la convicción que nada puede ser peor de lo que han padecido.
“Que se vayan todos” dice uno de los carteles más
reproducidos en las calles y las redes sociales. Si de democracia se trata, una nueva
Constitución debiera contemplar entre sus cláusulas la revocación del mandato de
aquellas autoridades que incumplen lo cometido, se corrompen en el poder y
renuncian a ser verdaderamente mandatarios de lo que quiere el pueblo. Una
disposición así nos habría librado de un buen número de delincuentes de cuello
y corbata, asesinos y saqueadores que han alcanzado el poder y, para colmo, a
algunos ellos nuestra historia les rinde tributo.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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