Por Juan Pablo Cárdenas S.:
Si algún día llegamos a tener una nueva Constitución ojalá
ésta contemple el mecanismo de remoción de las autoridades que incumplen con lo
prometido durante sus campañas electorales, incurran en ilícitos o pierdan
sensiblemente la adhesión ciudadana. En las mejores democracias del mundo los
jefes de estado, parlamentarios, alcaldes y otros funcionarios públicos pueden
ser separados de sus cargos para, con ello, evitar la crisis social que puede
derivarse de sus abusos de poder o ineptitud.
Hay casos en nuestra historia en que los propios
cuestionados decidieron abandonar sus cargos en favor del bien general, pero
para ello se requiere de representantes dignos y capaces de anteponer la
conveniencia del país a sus propios intereses. Una actitud que es bien difícil
que surja de una clase política como la nuestra, en que los que detentan el
poder creen que la administración del Estado le pertenece a perpetuidad.
Es increíble que, en
Chile, con la insurrección social que estamos viviendo, Sebastián Piñera, el político
más repudiado por el pueblo, no haya resuelto todavía abandonar su cargo junto
a sus ministros, subsecretarios y asesores. Lo que no ha ocurrido, tampoco, con
los diputados y senadores igualmente cuestionados en las multitudinarias
manifestaciones callejeras. No nos olvidemos que una de las primeras demandas
de la población fue la de “que se vayan todos”, después de tres décadas en que
se consolidó la más brutal inequidad social y se han evidenciado, para colmo,
tantas formas de corrupción de parte de los moradores de La Moneda, del Poder
Legislativo, de los grandes empresarios y los mandos superiores de las FFAA y
Carabineros. Además de la histórica lenidad y abyección de tantos jueces.
Por ello es que la
inmensa mayoría del país de verdad no quiso reelegir al actual mandatario, si
consideramos que en la segunda vuelta electoral se abstuvo de sufragar más del
52 por ciento del padrón electoral. Lo mismo ocurrió en las elecciones
parlamentarias, con la bajísima concurrencia ciudadana a las urnas y los
consabidos cuoteo y arreglos cupulares, de lo que resultó que buena parte de
los electos apenas consiguiera una pizca de sufragios y, por lo mismo, una
precaria legitimidad.
Lo anterior explica que en todos los sondeos y encuestas la
popularidad de Sebastián Piñera se haya precipitado aun más y hoy no tenga más
de un 12 por ciento de aprobación. Asimismo, ya es un hecho ampliamente
conocido que la institución más desprestigiada del país es la del Congreso
Nacional, superando el descrédito que afecta a la Justicia, lo militares y los
policías.
Luego de seis semanas de furia y protesta no tenemos todavía
indicios de que el descontento popular vaya a menguar. Por el contrario, cada
día las movilizaciones se asumen más radicales, especialmente después de la criminal
represión. No hay duda que el Ejecutivo y las policías han sido desbordadas y
el llamado “orden público” difícilmente pueda establecerse sin que antes el
país compruebe una voluntad política destinada realmente a resolver sus
demandas salariales, previsionales, como las relativas a la salud, educación
pública, transporte y vivienda.
El jefe de estado y los parlamentarios han dedicado semanas
a alcanzar un acuerdo destinado a consolidar un proceso constituyente que
contempla la realización de un plebiscito en abril próximo y, enseguida,
elecciones para elegir a los integrantes de una instancia redactora de la nueva
Carta Magna, la cual durante largos meses se ocuparía de proponerle un texto a
la ciudadanía para ser finalmente ratificado o desahuciado por ésta. Por lo que
en no menos de un año recién podríamos contar con el instrumento que defina los
lineamientos de nuestro Estado, sus instituciones, así como los derechos
políticos, económicos y sociales de la población.
Es importante, sin duda, que se alcance este cometido
jurídico institucional, pero es lamentable que las reglas del juego de este
proceso hayan sido definidas a puertas cerradas por los partidos con
representación parlamentaria, aunque algunos de ellos de verdad prefirieron
omitirse de una negociación cupular y sin la participación de nuevos actores
sociales que, a no dudarlo, tienen mucho más ascendiente entre la población que
las colectividades políticas. Es indiscutible que una de las grandes demandas
ciudadanas ha sido también la necesidad de derogar la Constitución de Pinochet
con esas superficiales enmiendas acordadas bajo el gobierno de Ricardo Lagos,
quien tuvo la pretensión de hacer pasar como obra propia este texto de 1980.
Las grandes aspiraciones de la población reclaman soluciones
concretas antes de abocarse al proceso constituyente. Entidades como No+AFP, la
CUT, No+TAG, el movimiento de pobladores Ukamau, la Coordinadora Feminista 8M,
las federaciones sindicales, indígenas, gremiales, estudiantiles y tantas otras
son las que el pueblo les asigna autoridad y liderazgo en la actual
insurrección. Son éstas las que salen
todos los días a las calles y concitan la masiva adhesión de los chilenos sin
que en todas estas semanas las autoridades le hayan reconocido la legitimidad
que tienen, como el aporte que pueden hacer en las urgentes soluciones. Una
actitud contraria a lo que ha sucedido en otros países de la Región en que los
gobiernos (algo más sensibles que el nuestro) han reconocido a los actores
sociales como interlocutores, convocándolos a concitar acuerdos directos y no
intermediados.
Disminuir el grosero sueldo recibido por ministros y
parlamentarios, congelar las abusivas cuentas de la luz, del agua o del pasaje
en Metro son apenas tenues gestos de las autoridades, sin el propósito real de
intervenir el sistema de las AFP, de isapres, de los monopolios farmacéuticos o
proponerse el término o modificación de esos leoninos contratos con las
concesionarias de carreteras. Todas las cuales registran inauditas utilidades a
expensas de las obligadas cotizaciones de los trabajadores, pensionados,
pequeños y medianos empresarios, como los impuestos descargados a todos los
consumidores. Sin prosperar todavía un tributo efectivo a los que más ganan, es
decir a ese 1 por ciento de chilenos que tiene ingresos que superan lo que
obtiene el 20 por ciento de nuestra población.
El economista Manuel Riesco, en carta a El Mercurio, señala
que si el Estado asumiera la administración de los fondos previsionales podría
doblar el monto de las actuales pensiones pagadas por las AFP, además de
recaudar para el fisco unos 11 mil millones de dólares por año. Recursos que
podrían satisfacer un sinnúmero de otras demandas sociales. ¡Vaya qué justa
sería, entonces, una nacionalización de los agentes que tanto lucran de los
ahorros de los trabajadores cotizantes!
No es cosa de atribuirle a Piñera y a los miembros del
Parlamento tanta insensatez o desidia. Lo que ocurre es que la mayoría de ellos
son parte o están supeditados a los grandes intereses económicos de la banca,
la minería, las forestales, pesqueras o de las empresas administradoras de los
servicios básicos. Como, también, a los llamados “sostenedores” de la educación
privada, los dueños de laboratorios, clínicas e hipermercados.
Basta hacer un cruce entre los apellidos de quienes nos
gobiernan con los de los gerentes o administradores de todas estas entidades,
para demostrar tal confabulación. Por lo cual ha resultado tan fácil el lobby
empresarial ejercido hacia los legisladores, ministros de estado o alcaldes. Un
tráfico de influencias que se ha llegado a constatar en los mismos pasillos de
La Moneda y los hemiciclos parlamentarios. Así como constan los escandalosos
aportes de estas poderosas entidades al financiamiento de los partidos y las
campañas electorales de sus candidatos.
Si el mismo Jefe de Estado es uno de los grandes acaudalados
del mundo es difícil o imposible materializar de parte suya una reforma
estructural de nuestro sistema económico, ni siquiera cumplir con una agenda
social que encare las más urgentes necesidades de la nación. De allí es que los
grandes intereses económicos lo insten a poner mano dura a las demandas de la
población, así sea al extremo de violar gravemente los Derechos Humanos. Como
ya lo han consignado los observadores extranjeros, así como en carne propia los
miles de chilenos agredidos por el descontrol policial.
De esta manera es que también se explica que la mayoría
opositora del Congreso no le haya exigido, todavía, la renuncia del Jefe de
Estado, pese a feble apoyo ciudadano y a su creciente descrédito popular. Los
“honorables” legisladores saben que cuestionar a “Su Excelencia” es exponerse a
cesar también en sus funciones y perder sus múltiples granjerías. Sabemos que
la ciudadanía ya despertó y ha descubierto los despropósitos de nuestro sistema
político, económico, social y cultural.
Se trata de la gran colusión de todas las cúpulas políticas.
Por años administrando en su favor el legado pinochetista, sin ánimo de avanzar
hacia una genuina democracia y servir a la justicia social. Por lo mismo es que
ya han pactado quórum y otros cerrojos que hagan difícil o imposible una nueva
Constitución. Al mismo tiempo que parecen estar confiando en que la población
desista de protestar a causa de los episodios de violencia que hemos conocido y
repudiado. Actuaciones vandálicas que muy probablemente, como en otras
ocasiones, cuentan con el beneplácito y hasta el aliento de las autoridades y
policías a fin de que colaboren al desprestigio del justo alzamiento popular.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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