Por Juan Pablo Cárdenas S.:
El gran mérito del estallido social chileno es que obligó a
la clase política a abrir las arcas fiscales celosamente selladas durante toda
la postdictadura. De no ser por los millones de chilenos movilizados, Sebastián
Piñera habría seguido en la senda de sus antecesores; esto es favoreciendo a
esa ínfima cantidad de habitantes (el 1 o 2 por ciento) que vive en la más
descarada opulencia, mientras la amplia mayoría de la población enfrenta todo
tipo de carencias. Tanto así que vuelve a reconocerse que al menos un 20 por
ciento permanece en la indigencia, en la precariedad más extrema.
En mérito de la rebelión popular, el Gobierno y el
Parlamento están acordando reajustes en algunas pensiones, condonaciones de
deudas y la entrega de bonos (como los que daba Michelle Bachelet), a fin de
aplacar el descontento y enfrentar los costos que demandará la reconstrucción
más urgente de la infraestructura pública y privada. A objeto de que el país
recupere rápidamente su rostro exitista, cuanto para restablecer la confianza
de los inversionistas privados y extranjeros.
Por cierto, se trata solo de discretos paliativos, algo así
como un placebo para calmar las agitadas aguas de la irritación social. Nuestro
Estado deberá endeudarse para cubrir esos gastos, lo que es absurdo e
innecesario si se consideran las abultadas cifras de nuestras reservas en
moneda dura en la banca estadounidense. Claro; por ningún motivo la Moneda
acepta que recaiga en los grandes empresarios el costo de reparar las
injusticias sociales y compensar la expoliación por tanto tiempo de nuestros
recursos humanos y naturales. Ni siquiera porque algunos de ellos hayan
aceptado su insensibilidad y manifestado la intención de apretarse algo el
cinturón de sus acaudaladas barrigas a fin de que todo “vuelva a la normalidad
“. Esto es al imperio del mercado, la codicia, la usura, la explotación laboral
y las más diversas formas de discriminación.
Para vergüenza de los últimos gobiernos, el país comprueba
que dinero había de sobra para satisfacer tantos derechos esenciales, como los
de la educación, la salud, el salario digno y una pensión mínima decorosa. Que
no había necesidad de transferirle a entidades extranjeras la las empresas de
servicio básicos que han encarecido tanto su suministro, que no habría que
haber pactado contratos tan abusivos con las administradoras de las autopistas,
del Metro y la locomoción colectiva. O que jamás debió implementarse un Crédito
con Aval del Estado (CAE) para permitir el acceso de los jóvenes a las
universidades y, de paso, lograr que pulularan entidades educacionales
dispuestas a lucrar a expensas de los escuálidos ingresos de la clase media.
Vulnerando el mismo Pinochet y los que lo sucedieron la Ley que prohibía
expresamente. Siempre con la anuencia cómplice de las superintendencias y
tribunales.
Es indiscutible que Piñera paga por los platos rotos de los
gobiernos y partidos supuestamente de centro izquierda, incluida su propia
administración anterior. Repudiada ciertamente por la extrema derecha debido a
sus similitudes y coincidencias con los gobiernos concertacionistas. Se entiende, entonces, que el actual
mandatario le dé curso, ahora, a una agenda social cocinada a todo vapor con
los parlamentarios oficialistas y de “oposición”, mutuamente interesados en que
el descrédito no los arrastre a todos. Ello explica que proyectos de ley que
dormían por años en el Congreso sean desempolvados rápidamente “antes que el
malestar derive en revolución”, como la ha advertido Mike Pompeo desde la Casa
Blanca.
No importa que el gobierno anterior haya contado con una
amplia mayoría parlamentaria. Nada realmente se avanzó en lo que podría haber
sido una agenda social acordada por los demócratas cristianos, socialistas de
varios pelajes, liberales de izquierda y otra suerte de denominaciones. Ni
siquiera se dieron pasos sustantivos respecto de una nueva Constitución y
Asamblea Constituyente, cuando ahora solo en solo un día y una noche toda la
coalición gobiernista y los nombrados arriban a un acuerdo en esa dirección.
Aunque se trate de un contrato muy bullado, pero con leonina “letra chica”, puesto
que amarra a una mayoría de dos tercios cualquier reforma a nuestra
institucionalidad, previo paso de preguntarle a los ciudadanos si, de verdad,
quieren una nueva Carta Fundamental. Como si la masiva expresión callejera y
las contundentes encuestas no les bastara para asumir el deseo del pueblo.
Imagino la vergüenza que deben sentir los gobernantes
concertacionistas y de la Nueva Mayoría por haberse excusado de cumplir lo
prometido. Los imagino sonrojados por estar recibiendo a perpetuidad más de 12
millones de pesos mensuales. Esto es, más de 30 veces el salario mínimo que
obtienen tantos millones de trabajadores.
Al menos uno de ellos ya no puede hablar, otra calla y ella
lo está inhibida por su alto y bien remunerado cargo en las Naciones Unidas. Pero
sí lo hace impúdicamente el promotor y autor el Transantiago, del CAE, de las
concesionarias viales. Haciendo caso omiso de una gestión como la suya tan
salpicada por los más graves escándalos de corrupción y falta de probidad
administrativa. Por haber pretendido, también, engatusarnos con un Carta Básica
(2005) que, en lo fundamental seguía siendo la misma de la Dictadura, salvo
unos tenues retoques pactados con el Poder Legislativo.
¡Cómo se comprueba en estos días que los gobiernos del falso
“Retorno a la Democracia” en realidad terminaron encantados con el régimen
neoliberal responsable de tantas inequidades! ¡Además de haberse dejado seducir
por el mismo orden institucional heredado del Dictador, con el puño y letra del
ultimado fundador de la UDI! El que en
su hora se ufanaba de que el Texto Fundamental de 1980 estaba llamado a
perpetuarse gracias a la serie de candados que se le amarraron a su redacción
para que nunca más en Chile hubiera un gobierno siquiera progresista.
Felizmente, desde la misma clase política se escuchan
algunas voces en cuanto a que los 5 mil millones de dólares del Fisco y otros
pocos recursos más que se le inyectarán indefectiblemente al gasto social no
serán para nada suficientes. Que no bastará con abrir tan frugalmente la
billetera fiscal para aplacar la ira del pueblo y sus justas demandas. Que será
necesario repatriar todavía muchos más recursos si se quiere elevar el
indecente salario mínimo, garantizar una pensión justa, como sistemas públicos
de salud y educación de calidad y gratuitos. Además de implementar una política
que resuelva efectivamente la demanda de las organizaciones de los “sin casa”,
de los gremios de pescadores, transportistas y tantas otras organizaciones
sociales del Chile que ya despertó.
Posiblemente en su terror a ser desplazados del Gobierno,
del Poder Legislativo, los municipios y de otros múltiples organismos públicos,
los miembros de la clase política consentirán en otras migajas más del
presupuesto fiscal para su agenda social, además de establecer algunos nuevos
impuestos en beneficio de la recaudación fiscal. Pero, no hay que engañarse en
esto: lo que hay que impulsar son reformas sustantivas, sino revolucionarias,
al sistema económico social. Tales como proponerse la intervención de las administradoras
de fondos previsionales (AFP), nacionalizar los servicios básicos (luz, agua
gas), además de recuperar para satisfacción y recaudo de Chile la producción
minera más estratégica, la propiedad de todas las reservas acuíferas, cuanto la
soberanía económica del mar. Junto con cuestionarse la legitimidad de una serie
de tratados de libre comercio francamente abusivos y agraviantes para nuestra
dignidad patria, ratificados por gobiernos y legisladores abyectos.
Cuestiones todas en que el pueblo chileno tiene una gran
oportunidad de alcanzar si es que sigue movilizado y sale a oponerse con fuerza
a las decisiones que La Moneda y los parlamentarios están pactando para
criminalizar sus protestas o para resguardarse de la furia policial. Una nueva
ola de terrorismo de estado que no ha trepidado en matar, arrancar ojos, violar
y consumar toda suerte de transgresiones a los Derechos Humanos. Lo peor sería
bajar los brazos y ceder a las excusas de las autoridades, las que además son
favorecidas por las acciones vandálicas que hemos conocido. Acometidas o
estimuladas, como nos tememos, por los propios agentes policiales, tan cual lo
hacían en el pasado.
Al respecto, cabe señalar que el país después de esta crisis
debe ser capaz de cuestionarse la existencia del actual Cuerpo de Carabineros
de Chile y promover el desarrollo, como en otros países, de distintas
instancias de orden y seguridad, para que no todo quede centralizado en un solo
mando. Menos después de comprobarse cómo su alta oficialidad ha incurrido en tantos
actos de corrupción.
Que no nos digan más que no hay plata, cuando con las
utilidades solo de las AFP se podrían financiar varias agendas sociales. Como,
asimismo, con un alza a nivel de los impuestos que cobran los países de la OCDE
a las empresas, se podría garantizar sueldos dignos y pensiones solidarias. En
hay países mucho más pobres que el nuestro en que la salud y la educación, por
ejemplo, están garantizados gratuitamente para todos. A condición, por
supuesto, que se prohíba la extrema riqueza, el Estado deje de ser subsidiario
y al capital extranjero se le prohíban sus prácticas abusivas.
En definitiva, tiene razón Mike Pompeo: la oportunidad nos
llama a la “revolución”. Aunque este término irrite tanto hoy a la derecha y a
los conversos o “reciclados políticos” que alguna vez fueron tan radicales como
para motejar el ideario de Salvador Allende de “reformista”.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
Artículo que parece escrito para describir la situación colombiana.
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