Por Homar Garcés:
Comúnmente, se define a la ética como la rama de la
filosofía que estudia los contenidos de la moral. Bajo esta orientación, bien
se puede compartir lo concluido por el Colectivo Gramsci, Pensamiento y Acción,
respecto a que ésta “nace del impulso creador interno, que proviene de la
formación moral del sujeto que decide regir su vida por principios, actuar
correctamente, basado en un código de valores que se resume en la honestidad.
La ética nace de la moral -que es interna- y se realiza en las relaciones del
sujeto con su mundo circundante, en el que lo interno coincide con lo general y
lo abstracto”. Configura, por tanto, un proceso de retroalimentación que va de
lo particular (o individual) a lo general (o colectivo) y viceversa, por lo que
tratar de limitarlo o de impedirlo en atención a la preservación de los
paradigmas existentes hará de ésta una cuestión accesoria, solo
convenientemente citada cuando las circunstancias exijan algún tipo de control
y/o censura social.
Aplicada al ámbito político (y muy especialmente a lo que
debiera representar y accionar una revolución que se imponga como meta
estratégica la transformación integral del modelo civilizatorio en que comienza
a desarrollarse), la ética tendría que manifestarse -aunque no se quiera- a
favor del bien colectivo, haciendo caso omiso del interés personal y de la
solidaridad partidista que suele emerger, por ejemplo, cuando se conocen
delitos de corrupción, aun el más difuso de todos. Pero ello no se obtendrá
simplemente con el cumplimiento de las leyes vigentes. Ni con una postura
retórica. Hará falta ocuparse en la construcción sincronizada de conciencias y
de amplios espacios de solidaridad y de compromiso social, lo que hará
imprescindible activar mecanismos colectivos suficientemente democráticos, de
manera que ésta se haga algo natural y permanente; en especial cuando se trate
de satisfacer las justas reivindicaciones de los marginados, oprimidos y
explotados.
Como quiera que se vea, sin ética ninguna revolución
florecerá. Al plantearse la necesidad de cimentarla, no cabe suponer que la
misma contenga los mismos paradigmas de intolerancia del modelo de sociedad a
transformar, repitiendo, de alguna forma, algunas experiencias del pasado. La
comprensión de tal necesidad debe incluir el hecho de vivir en un tipo de
civilización que le concede una excesiva importancia a las riquezas y al
estatus social, cuestión que, muchas veces, marca el comportamiento de no pocas
personas; haciendo difícil, por ende, concretar los cambios revolucionarios
enunciados. Citando a John Holloway, “vivimos en una sociedad antagónica y
estos antagonismos nos atraviesan a nosotros. Nos declaramos anticapitalistas,
pero tenemos la cabeza llena de ideas generadas por el capitalismo. Nos
declaramos precapitalistas, pero en la práctica cotidiana luchamos de mil
maneras contra la agresión del dinero y por hacer las cosas de otra forma.
Nuestra existencia es una existencia contradictoria y en la lucha contra el
capitalismo tenemos que reconocer y manejar estas contradicciones, no buscar
una pureza revolucionaria que no puede existir. La búsqueda de la pureza nos
lleva muy fácilmente a descalificar a todos los que no comparten nuestra
perspectiva precisa. El reto revolucionario es más bien promover la confluencia
de las rebeldías que existen dentro de todos nosotros”.
No se puede, ni se debe, por consiguiente, desconocer la
influencia o el papel preponderante que la ética y la moral cumplen en lo que
debiera ser una verdadera revolución. Basarla única o casi exclusivamente en
logros de inclusión social, cultural, política y económica no será suficiente
si las estructuras que los impedían se mantienen intactos, ya que -al no
profundizarse, ni consolidarse, basados en una nueva ideología y conciencia
social- podrían anularse a través del tiempo. La revolución sería, en ese caso,
una pretensión fantasiosa y no la utopía de lo posible.
mandingarebelde@gmail.com
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