Por Homar Garcés:
El belicismo que caracteriza su historia y la venta de armas
de distintos calibres, sin muchas limitaciones en varios estados de la unión
estadounidense explicarían en gran parte las causas de las masacres perpetradas
en Texas y Ohio, como antes con las escenificadas en diversas localidades de
este país. Con Donald Trump de presidente, esto parece incrementarse. Los
ciudadanos provenientes de otras nacionalidades y grupos étnicos han visto
resurgir con fuerza el odio visceral de aquellos que proclaman que la identidad
nacional estadounidense debe definirse a partir de la población blanca y de lo
que ésta representa, por lo que a ella le corresponde -cual mandato divino-
mantener una presencia demográfica hegemónica y el dominio absoluto de la
cultura y de la vida pública de su país.
A este nacionalismo blanco (sentido y visto como patriotismo
por sus partidarios) se une, con poca diferencia, la acción de los
supremacistas blancos quienes, por su parte, proclaman la creencia racista de
que las personas blancas son superiores al resto de la humanidad. Entre unos y
otros, el discurso extremista del actual inquilino de la Casa Blanca ha tenido
buena receptividad, estimulándolos a actuar. De hecho, su discurso (insensato
para muchos, deliberado para otros) ha contribuido a generar temores de todo
tipo y a reforzar la matriz de opinión referente a la necesidad de muros
infranqueables que contengan el flujo de inmigrantes que osen presentarse en
las fronteras gringas, sobre todo si son gentes oriundas del Sur atraídas por
la perspectiva de vivir el «sueño americano».
Siendo una nación con un amplio mosaico de inmigrantes,
Estados Unidos implementa medidas que restrinjan el acceso y la permanencia de
aquellas personas que, por diversos motivos, abandonan sus países de origen, a
riesgo de perder la vida, en búsqueda de un mejor porvenir en la tierra del Tío
Sam. Trump los tilda de criminales que no merecen vivir en este país,
llegándose al caso de ordenar la movilización de tropas en los pasos
fronterizos con México, encerrar a niños en jaulas y separar familias, que son
reseñados por la prensa sin mucho escándalo. Este comportamiento se halla en
sintonía con el trato discriminatorio dado a las poblaciones autóctonas de lo
que hoy comprende el territorio estadounidense, tanto como al dispensado a la
población negra, aún en tiempos modernos, lo que se extendió al amplio
territorio arrebatado a México (como lo prueba la masacre en El Paso, Texas).
Aún más: se podría razonar que ello obedece a la convicción
teológica de cumplir un «destino manifiesto», como nuevo pueblo elegido del
dios de Israel, al cual le toca el rol de llevar la civilización a todos los
rincones de la Tierra, según sus propios patrones culturales. Quizás por esto
mismo no les es aceptable la coexistencia con otros modelos culturales en
desmedro de lo particularmente estadounidense, lo que se reitera en series
televisivas donde familias negras, hispanas y asiáticas sólo conservan sus
rasgos físicos, pero en todo lo demás actúan igual que sus pares blancos, en un
proceso de asimilación total que apenas deja espacio a un mínimo grado de
diferenciación.
No es difícil sustraerse a la idea que lo acaecido en Texas
y Ohio responde a una manipulación emocional de los ciudadanos estadounidenses,
identificando enemigos que atentan contra la estabilidad y continuidad de su
modo de vida, lo que obligaría a muchos a respaldar cualquier medida que se
implemente para preservar, incluyendo la pérdida de sus derechos
constitucionales, como se aceptó con la Ley Patriota tras el derrumbe de las
Torres Gemelas de Nueva York. En este contexto, no podrían resultar más
oportunos los sucesos de Texas y Ohio, dada la urgencia de Donald Trump de
convencer a los electores de la necesidad de mantenerlo en la Casa Blanca para
librarlos de estos y otros enemigos, declarados o potenciales, incrementado sus
prejuicios y temores, como lo hace su gran industria ideológica a través de los
diversos medios audiovisuales a su disposición.
mandingarebelde@gmail.com
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