Por Juan Pablo Cárdenas S.:
En Chile hasta hace poco el narcotráfico y el consumo de
estupefacientes no eran temas de mucha preocupación política. Nuestro país, se
decía, a lo sumo sería solo un pasadizo de las drogas, pero hoy debemos
reconocer que aquí se producen alucinógenos, se exportan al extranjero y los
niveles de consumo, especialmente entre los más jóvenes, han llegado a superar
el de muchos países de nuestra Región. Las lacras vinculadas al narcotráfico
muestran dramáticamente sus efectos en los establecimientos escolares, los
tribunales de justicia y las cárceles. Además de involucrar severamente a las
poblaciones más pobres de las grandes urbes, aunque los recursos de este
fenómeno sirvan para mitigar, muchas veces, nuestra arraigada y vergonzosa
desigualdad social.
Solo esta realidad puede explicar que millones de chilenos
condenados al salario mínimo puedan incrementar sus ingresos, subsistir y
acceder a los servicios más básicos, aunque muchos de ellos sigan privados en
sus derechos a la salud, educación y vivienda digna. Cualquier cálculo que se
haga, indica que el sueldo promedio de nuestros trabajadores hace imposible
solventar su adecuada alimentación, vestuario o trasporte cotidiano. Mucho
menos, todavía, el de sus familias o el más mínimo acceso a las expresiones de
la cultura, el deporte y la sana recreación. De esta forma es que los niños y
adolecentes pobres descubren en el microtráfico la posibilidad resolver sus
carencias. Más todavía cuando en nuestro país se reprime con tanta dureza el
comercio ambulante, esto la posibilidad que tienen cientos de miles de familias
de escapar de la miseria e, incluso, de ser enrolados por la droga.
El gobierno de Piñera ha dado el paso de incorporara a
nuestras FFAA al combate del narcotráfico, especialmente en los numerosos
puestos fronterizos del país. Una medida audaz que ciertamente puede tener su
pro y contra, como ha quedado demostrado en México, Colombia, Argentina, Brasil
y otros países como Estados Unidos. Se trata todavía de una propuesta por
implementar que ya suma partidarios y detractores, cuando hasta aquí esta tarea
ha sido acometida por las policías.
Lo que se teme es que los militares, como también ha
sucedido en otras naciones, puedan ser corrompidos por los enormes y seductores
poderes del narcotráfico y que este fenómeno termine desmoronando la pretendida
probidad de nuestros institutos armados. Por diversas razones, hay chilenos
mantienen confianza en la idoneidad de mundo militar, cuando es cosa de
comprobar la cantidad de oficiales que están siendo procesados por corrupción
en las distintas ramas de nuestra Defensa y seguridad. Como si no fuera también
una expresión de su falta de probidad haber conspirado tantas veces contra
nuestra institucionalidad y haber usado su poder y armas para matar a sus propios
compatriotas, derribar gobiernos, organizar campos de exterminio y tortura.
Junto con facilitarse toda suerte de leyes y condiciones de vida, ciertamente
muy por encima de las que tiene la población civil. Sin que ello les haya
exigido, como se sabe, más trabajo, estudios o meritos, aunque sean propiamente
castrenses, cuando hace más de un siglo en que no tenemos conflictos bélicos
con nuestros vecinos.
Como reza el dicho popular, podemos temer que incorporar a
estos uniformados a la lucha contra el narcotráfico sería como “amarrar con
longanizas a los perros más rabiosos”. Facilitar la acción de los carteles de
la droga y masificar hasta en los propios regimientos el consumo de
estupefacientes. Quizás sea más razonable partir desde cero con la organización
de una policía antidrogas ad hoc, independiente de las labores militares y
policiales, la cual pudiera reclutar conscriptos y jóvenes que escapen del
mando militar y policial actual tan desprestigiado por sus acciones. Y por los
horrores cometidos en el presente y el pasado.
Sin embargo, lo más importante de todo es cuidar de nuestras
instituciones republicanas y la honorabilidad de sus integrantes. Las clases
políticas aquí y en otros países han sido prácticamente las primeras en dejarse
seducir por los poderes fácticos dispuestos a financiar sus partidos y
competencias electorales. Como es el caso de tantos gobernadores y
parlamentarios que han consolidado verdaderos narco estados en el continente; o
como también ha sucedido con tantos jueces y tribunales cooptados por las redes
delictuales.
Chile puede quedar mucho más expuesto todavía al poder del
narcotráfico si sus autoridades e instituciones republicanas no recuperan la
fortaleza e independencia que tuvieron en el pasado. Para hacer frente, por ejemplo,
a la abusiva inversión extranjera en la que muchas veces se solapa la
penetración de los narcotraficantes, como ya sucedió con las concesiones de
carreteras y la instalación en Chile de un Amado Carrillo, el llamado Señor de
los Cielos. Por cierto, con la complicidad de algunos políticos, jueces y
policías. Asimismo, el sometimiento de nuestro país a tantos tratados de libre
comercio, amén de debilitar nuestra soberanía y ceder nuestras riquezas
básicas, puede ser un severo inconveniente en la posibilidad de evitar la
inversión de capitales indeseables.
Ni pensar siquiera lo que podría suceder si el propio
Ejecutivo, los legisladores y los tribunales siguen al arbitrio de un Tribunal
Constitucional constituido como un supra poder por la Constitución de Pinochet.
Entidad que se mantiene vigente en lo esencial y que, de verdad, muy pocos
políticos quieren acotar en sus atribuciones, ante la posibilidad que, a su
turno, sus referentes ganen el control del organismo. Dado que la integración
de sus magistrados se cuotea políticamente, salvo las muy honrosas excepciones
de algunos de sus integrantes.
El abultamiento de nuestro gasto militar, los ingentes
presupuestos que se destinan a las FFAA, además del mismo sentido común,
indican que el camino debe ser la disminución de su personal y la supresión de
sus privilegios. Que se termine con el absurdo de que los uniformados cuenten
con hospitales propios, un sistema de previsión escandaloso en relación al de
los trabajadores del país y la eliminación de la llamada Justicia Militar, que
lo que hace en la práctica es favorecer la impunidad de los delitos cometidos
de los denominados “hombres de armas”. Qué más podrían querer los
narcotraficantes que contar con “burreros” uniformados que pudieran, a lo sumo,
ser llevados a las fiscalías militares y, eventualmente, a sus cárceles de
lujo, como sucede actualmente en otros ámbitos del delito.
Siempre es conveniente revisar la experiencia de otros
países al respecto, donde se comprueba que la represión militar a los traficantes
de drogas, además de infiltrar a sus agentes, ha llevado a los carteles a
dotarse expeditamente de las armas para hacer frente a la represión y sumar a
los estragos del consumo de drogas los de la violencia, el narcoterrorismo y
los crímenes más espeluznantes.
Es cierto que habría muchos militares o ex uniformados
capaces de ejercer un notable servicio al combate de las drogas, pero
ciertamente podríamos arriesgarnos a lamentar, mañana, una dócil sumisión de
los militares al poder de los narco productores y traficantes. Por todo lo cual
parece oportuno recordar que la mejor forma de combatir ésta y otras lacras es
la justicia social, favorecer el empleo justamente remunerado, prohibir la
extrema riqueza, ejercer una real soberanía sobre nuestro territorio y
fronteras. No para cerrarles el paso a los inmigrantes que llegan con la
ilusión de encontrar un trabajo digno, sino a tantos especuladores y
delincuentes “de cuello y corbata” que vienen a empoderarse en nuestra
geografía. Y que hoy, como tanto nos consta, tienen en jaque nuestros
suministros más esenciales, como la luz y el agua potable.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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