Por Juan Pablo Cárdenas S.
Ya se ha acreditado que la clase política chilena está en el
último lugar en cuanto a credibilidad y reputación pública. Particularmente, la
Cámara de Diputados es ahora la institución que genera más desconfianza en la
población, dentro del alarmante desprestigio que afecta a gran parte las
instituciones del país.
Muy cerca de esta pésima evaluación están las instituciones
empresariales y del conjunto de los llamados “hombres de negocios”. Los abusos
cometidos por las grandes tiendas, la colusión de las farmacias y laboratorios,
el cohecho practicado por algunos banqueros, los atentados que cometen ciertos
“emprendimientos” contra nuestro medio ambiente y de la salud de la población
han consolidado la idea de que los grandes empresarios chilenos están reñidos
con la ética y solo los anima acaudalar riquezas a cualquier costo.
También opera ahora en este descrédito la práctica de los
sobornos y el tráfico de influencias empresariales para garantizarse el favor
de los legisladores y gobernantes; delitos que están salvando impunes en los
Tribunales de Justicia, pese a los bullados casos de corrupción develados por
la prensa. Episodios en que se ha burlado a los consumidores nacionales, pero
también al propio Servicio de Impuestos Internos en lo que respecta a prácticas
como la evasión y elusión.
En todos estos largos años de postdictadura no ha prosperado
reforma tributaria alguna que se proponga realmente una mayor equidad social, a
no ser por algunas reformas cosméticas que de todas maneras siguen descargando
los mayores impuestos en la clase media y los trabajadores, mientras que
algunos sectores vinculados, por ejemplo, a la construcción y al transporte
siempre mantienen sus agraviantes privilegios.
Ni qué decir la forma en que el empresariado se favorece del
sistema previsional, convertido en el principal negocio del país sobre la base
del capital generado por los cotizantes de las AFPs, un puñado de instituciones
que lucran negándole a los jubilados una pensión digna. A esta altura, es
indiscutible que la política chilena se sostiene en los aportes de una clase
empresarial favorecida por el sistema económico vigente, en personas y
entidades a quienes los partidos y candidatos pasan su patena. La que también,
por supuesto, recibe aportes de los grandes o potenciales inversionistas
extranjeros animados de invertir en nuestro país y otros de la Región.
En este aspecto, algunos integrantes del Consejo Minero y de
las grandes transnacionales que han invertido en carreteras concesionadas por
el Estado han estado siempre en entredicho, dando origen a escándalos como el
del MOP-Gate y la obtención de concesiones que le han arrebatado ingentes
recursos al erario nacional con concesiones viales y obras de infraestructura
que han resultado desastrosas. Como es el caso del ya famoso puente bascular de
Cau Cau que todavía no entra plenamente en operación y que le terminará
costando al bolsillo de todos los chilenos muchísimo más del doble de su
abultada cifra original. O la hecatombe medioambiental provocada por las
salmoneras en los mares más bellos y límpidos del mundo.
Las patronales chilenas constituyen el auténtico poder
político detrás de nuestros gobiernos y poderes del Estado. Históricamente ha
sido históricamente desde aquella Guerra del Pacífico que fuera promovida y
financiada por los intereses mineros foráneos y nacionales del Desierto de
Atacama, donde Chile terminó extendiendo su territorio hacia las provincias de
Trapacá y Antofagasta que pertenecían a Perú y Bolivia. Todo el patrioterismo
inculcado en nuestras generaciones de estudiantes hoy, por fin, debe rendirse a
la realidad de lo que sucedió entonces. Verdad que ahora señalan nuevos los
nuevos textos de historia y aquellos documentados reportajes de la televisión.
A lo anterior, debemos sumar las constantes operaciones
militares, como la llamada Pacificación de la Araucanía, o las masacres de
Santa María de Iquique, Ranquíl y Pampa Irigoin, que siempre se propusieron
defender los intereses de la propiedad privada, acribillando las demandas de
los obreros y campesinos. En efecto, en toda nuestra trayectoria institucional,
militares y políticos lo que han hecho es administrar el poder represivo
otorgado por los dueños del Gran Capital. En quienes radica, en realidad, la
soberanía, cuando ninguna de nuestras cartas magnas ha surgido de asamblea
constituyente alguna o siquiera ha sido refrendada por el voto ciudadano. Salvo
la parodia electoral montada por Pinochet para legarnos el actual texto
normativo
Es ampliamente conocida la gestación del Golpe Militar de
1973 como una conspiración urdida por algunos empresarios y políticos
derechistas que fueron a golpear las puertas del Pentágono, del Departamento de
Estado Norteamericano y los cuarteles militares chilenos. Para alentar a los
generales asesinos y traidores, digitar la política servil y, enseguida,
hacerse de las principales empresas nacionales, procurarse la recuperación de
las tierras confiscadas por la Reforma Agraria e instalarse en todo el sistema
financiero y productivo.
A precio vil, como se sabe, y sin que ninguno de los
principales cabecillas empresariales haya sido obligado hasta hoy a devolver lo
robado, como a pagar por alta traición a la patria. Cuando ellos mismos
negociaron con los inversionistas extranjeros su enseñoramiento en nuestra
industria y comercio; en nuestros yacimientos, océano, ríos y bosques. Una
impunidad consagrada por las administraciones De la Concertación, Nueva Mayoría
y de la derecha, durante las cuales empresarios como Julio Ponce Lerou (el
yerno del Dictador) han continuado recibiendo favores políticos.
Toda una red de protección oficial que los induce
actualmente a cometer otra suerte de ilícitos. Tan graves o más que los
cobijados por la Dictadura, con el agravante, además, de que ahora estos
delitos están tutelados por los tratados de libre comercio firmados por
nuestros gobiernos y refrendados por los variopintos legisladores que, en
realidad, son parte de la misma ralea política. Tratados y acuerdos bajo la
jurisdicción y los arbitrajes internacionales prácticamente imposibles de
desconocer antes de que el pueblo chileno tome conciencia de tal despojo y
abusos. Y se proponga ejerza la justa rebelión y fuerza necesaria para
recuperar su soberanía.
Consta que se trata de la alta clase empresarial que, de
emprendedora, ciertamente, tiene casi nada, cuando en los balances y cifras
macroeconómicas continuamos siendo una economía prácticamente mono exportadora,
que importa al país casi todo lo que consumimos y que hoy está a la deriva de
las confrontaciones chino norteamericanas. Cuando ya se sabe que el “mercado
mundial” y los grandes referentes financieros y reguladores del comercio
mundial poco tienen de autónomos. O, más bien, son manejados francamente por
las transnacionales.
Lamentablemente, muchos empresarios medios y pequeños que
cumplen con las leyes laborales y tributarias enlodan su prestigio por la
soberbia y abusos de los más poderosos. Cientos o miles de empresas que incluso
son abusadas por los poderosos consorcios que contratan sus tercerías.
Iniciativas que a diario son desplazadas o absorbidas por la concentración
económica y los hábitos monopólicos amparados por la Fiscalía Nacional
Económica y el Tribunal de la “Libre Competencia”. Una de las instituciones que
menos funciona dentro de nuestra institucionalidad.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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