Por Carolina Vásquez Araya:
Algunos seres humanos vienen con carga adicional desde antes
de nacer.
En algunos países, nacer mujer es una maldición para el
prestigio de la familia; de algún modo, se considera indicio de “debilidad
genética” y se percibe como una mancha en la reputación del hombre, porque una
niña supuestamente no aporta a la familia ni a la sociedad. Este desprecio por
lo femenino es universal e instaló, a lo ancho y largo del planeta, a lo
masculino como la plataforma sólida sobre la cual se eleva la estructura social
en todas sus manifestaciones.
Para las mujeres ha sido una ruta llena de obstáculos,
miseria y condena moral no solo enfrentar el desafío de la igualdad sino el
derecho a desarrollar sus capacidades plenas. Tanto es así que recién en los
últimos dos siglos ha sido posible insertar en leyes y tratados los conceptos
de equidad, derechos sexuales y reproductivos, penalización de la violencia de
género y otras formas de protección dirigidas a garantizar el respeto por los
derechos humanos de más de la mitad de la población del mundo.
Sin embargo y a pesar de los avances, no todo está como debe
ser. El solo hecho de verse en la necesidad de salir a manifestar a las calles
para exigir los derechos que les corresponden –incluso en países desarrollados-
es un signo evidente del retraso existente en la ruta de la igualdad de sexos.
Los avatares del feminismo comienzan desde la percepción de la sociedad hacia
ese movimiento de reivindicación. El rechazo del término “feminismo” como
consecuencia de una campaña de descalificación de la lucha por la igualdad, ha
encontrado una acogida instantánea en los sectores más conservadores y de poder
político, desde los cuales existe una oposición cerrada contra las libertades y
derechos de la mujer.
El sistema de un patriarcado indiscutible y bien enraizado
apenas ha comenzado a temblar y eso que ya estamos en el siglo veintiuno, el de
las comunicaciones instantáneas, el de la alta tecnología y en donde se supone
existen leyes emitidas en función de reducir la brecha. Pero el sistema todavía
cuenta con recursos para entorpecer y hacer más difícil la lucha feminista,
dada la pobre presencia de mujeres en los organismos legislativos en la
abrumadora mayoría de países del mundo. De ese modo, al no poseer voz
suficiente para equilibrar las normas y leyes que las afectan, se ven obligadas
a manifestar sus exigencias en un ámbito mucho menos seguro: las calles.
Si esta situación de desventaja institucionalmente instalada
ha sido un poderoso avatar en contra del pleno goce de derechos para las
mujeres del mundo, hay que imaginar cómo afecta a las niñas y adolescentes,
cuyo estatus familiar y social está marcado por múltiples obstáculos. Las niñas
nacen en un ámbito proclive a la represión y a la negación de acceso a la
educación, a la salud y a la seguridad. Son susceptibles de ser agredidas
sexualmente en el ámbito doméstico y en aquellos espacios supuestamente
protectores, como la escuela o la iglesia. Su voz no incide en las decisiones
de los adultos que las rodean por carecer, desde su condición de niñas, de
cualquier forma de poder.
La lucha feminista –y el feminismo como concepto- ha sido
como abrir brecha a destajo en un terreno sembrado de minas. A las valientes
que han precedido les ha tocado cárcel, represión y hasta muerte de las maneras
más crueles. Esto, solo por haberse atrevido a exigir lo que les correspondía
de la cuota de libertades y derechos humanos. Por lo tanto, el deber de una
comunidad sana y solidaria es unirse a esta lucha con la certeza de que, para
avanzar como sociedad, es preciso cambiar las injustas y absurdas reglas
existentes.
elquintopatio@gmail.com
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