Por Ilka Oliva Corado:
Cuando nos envuelve
la nostalgia escuchando Luna de Xelajú, la chirimía y el tum, o cuando nos maravillamos con los
gigantescos barriletes de Santiago Sacatepéquez. Cuando los multicolores de las vestimentas de los
Pueblos Originarios nos dejan sin voz, anonadados; de pronto nos entra un no sé
qué muy parecido a un orgullo por la Guatemala multicultural. Es lo que
exportamos: algo a lo que llamaron folclore.
Los Pueblos Indígenas son utilizados para eso, para ser el
folclore de Guatemala ante el mundo. Esas vestimentas de los Pueblos Indígenas
aparecen en mantas, servilletas, carteras, morralitos, manteles que nos
llevamos en caso que nos vallamos a
vivir al extranjero o regalamos en caso llegue visita del extranjero.
La marimba, ¿a quién no le ha emocionado la marimba? Tan
propia, decimos, de los guatemaltecos. Las postales de niñas indígenas
vendiendo pulseras o vestimentas de sus pueblos, las pinturas de paisajes del
occidente del país, hechas por manos indígenas. Esa versión romántica de la
Guatemala racista.
Lindas las postales de las niñas que en lugar de ir a la
escuela venden en las calles de poblados turísticos. Qué importa que no
vayan a la escuela, ¡las postales están
hermosas!
El atol blanco, ¿quién no ha tomado un atol blanco? Tan
nuestro, decimos. Y no digamos ver a la delegación de deportistas guatemaltecos
representando al país en Juegos Olímpicos, con su uniforme que lleva decoración
de vestimenta de los Pueblos Indígenas, ¡qué orgullo y emocionados nos brotan
las lágrimas! Hasta ahí todo hermoso con los Pueblos Originarios, pero la
historia es distinta cuando estos exigen sus derechos.
Entonces la Guatemala racista que conformamos, explota, sus
largos brazos de impunidad tratan de ahogar las voces de quienes por derecho
son los dueños de la tierra. Y esas niñas hermosas que venden en los poblados turísticos se multiplican y van
a dar a casas particulares: al trabajo esclavo, van a dar a las maquilas, a las
tortillerías, esos niños lindos que aparecen en las pinturas del occidente del
país, van a dar a las abarroterías, a los campos de cultivo, a cargar costales
de basura en mercados como La Terminal.
Entre menos castellano hablen es mejor porque así no
entienden de su explotación, ni de salarios ni de derechos. Entonces los
sacamos del folclore y los convertimos en los indios patas rajadas, haraganes
que nos avergüenzan, a nosotros que nos
creemos descendientes de europeos: más prietos que una piedra de moler.
Y somos los opresores, quienes les escupen en sus rostros,
quienes como amos quisiéramos flagelar sus lomos curtidos, romper sus manos con
un martillo, violar a las niñas y
mujeres, esclavizarlas y apropiarnos de sus vidas, ¡cómo dueños déspotas! Y
obligarlos a que nos digan: ¡sí, patrón!
Sí, quisiéramos ser los patrones de los Pueblos Originarios,
claro que sí. Adueñarnos de sus pensamientos, de sus sueños, de sus vidas.
Inmovilizarlos y que solo respondieran al chasquido de nuestros dedos o a
nuestros golpes. Sí, quisiéramos ser la versión europea de la esclavización.
Revivir los tiempos y quedarnos ahí, como los beneficiarios del sometimiento.
Quisiéramos ser los oligarcas que por cretinos nos utilizan para sus
beneficios.
Somos esa sociedad carente de identidad, nuestra conciencia
es una burbuja flotante en un río de aguas negras, sin escrúpulo alguno. Los
hemos dejado solos, desde siempre. Los ametrallaron, los violaron, los
desmembraron, los torturaron, los desaparecieron, los asesinaron y seguimos
negando la dictadura y el genocidio. Lo negamos por racismo, por clasismo, por
mediocridad.
Los negamos porque queremos estar del lado del opresor y no
del oprimido, porque pensamos ingenuamente que estando del lado del opresor
jamás nos oprimirán. Creemos que pertenecemos a una raza superior, que nuestro
gen es distinto, que somos el agua destilada.
Nuevamente, por segunda vez
un tribunal confirma con hechos comprobados que hubo genocidio en
Guatemala, y nosotros de nueva cuenta: avaros, insolentes, insensibles y
racistas volvimos a dejar solo al pueblo Ixil.
Todo un proceso; de nueva cuenta revivir el dolor, los
testimonios, los recuerdos, el infierno. Y los dejamos solos. No estuvieron los
flamantes estudiantes universitarios que cuando son manifestaciones por
corrupción lanzan bocanadas y se revuelcan para que los medios de comunicación
se acerquen y les tomen fotos y los entrevisten y entonces creerse
intocables e inmortales: lo mejor de Guatemala, de la
juventud, del la historia del país.
Son las marionetas que salen a manifestar por corrupción
pero que siguen negando el genocidio, la
masa amorfa que la oligarquía maniobra a su antojo.
Nos creemos el agua destilada y apenas somos el agua de
calcetín en un río de aguas negras. No merecemos a los Pueblos Originarios que
embellecen Guatemala, que son nuestra identidad, nuestra raíz, que son la vid.
Nos merecemos no morir nunca y padecer para la eternidad las mismas vivencias
que ellos tuvieron en la dictadura, y que vengan otros como nosotros hoy: a
escupirnos en la cara, a llamarnos indios patas rajadas, a deshonrarnos, a
esclavizarnos. A decir que nos lo merecíamos por nuestro origen, que mejor nos
hubieran extinguido. Tal vez así, conoceríamos la sensibilidad, al conocer el
dolor del otro y hacerlo propio y que ese dolor nos despertara en indignidad y
supiéramos que somos uno solo y que el enemigo no son los Pueblos
Originarios, sino quienes han intentado separarnos.
Pero qué va, es
pedirle demasiado a una sociedad podrida, egocéntrica, racista y pestilente a río de aguas negras.
cronicasdeunainquilina.com
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