Por: Jose Sant Roz:
Doy por sentada mi libertad. Escribo lo que quiero decir
como lo quiero decir sin reparar en mi suerte –y mucho más preocupado por
cumplir con mi trabajo que por las consecuencias de opinar– hasta que algún
lector me trata de valiente y me pregunta cómo lidian los periodistas el acoso
de los violentos. Me quedo mudo entonces. Porque no es que yo tenga valor, sino
que debo entregar un par de textos por semana. Y no es que el lector me note el
coraje, sino que sabe bien que en Colombia han matado 155 periodistas por la
espalda, han ametrallado marchas de estudiantes, han ejecutado a miles de
líderes sociales y han aniquilado reputaciones de críticos con facilidad
pasmosa. Y hoy, cuando las redes sociales se han vuelto un pelotón de
fusilamiento y los poderosos son más tuiteros que poderosos, parece una locura
trabajar para la prensa.
Por estos días se ha hablado de amenazas a periodistas, de
estigmatización de reporteros en las regiones, de excesos de pauta oficial en
los medios, de robos de información periodística. La admirada columnista María
Jimena Duzán fue denunciada por cuestionar al fiscal del caso de Odebrecht. Y,
a pesar de que hace un año la Corte Suprema llamó al expresidente Uribe a
entregar el arma de la calumnia, el humorista político Daniel Samper Ospina
volvió a ser el blanco favorito del partido uribista que en la teoría es el
partido de gobierno y en la práctica es un culto de una sola mente, un caótico
grupo de chat: Samper tuiteó que si el alcalde de Bogotá quería “hacer frente a
las palomas más dañinas de la plaza de Bolívar” debería empezar por la senadora
Paloma Valencia, y el uribismo trató en vano de acusarlo de “maltratar a la
mujer”.
Digo “en vano” porque, luego de una breve lapidación en las
redes, Samper probó el absurdo en un comunicado paródico a la opinión pública:
su trino –escribió– “a lo sumo podría ser interpretado como una invitación a
que el alcalde no ofrezca maíz a Paloma Valencia cuando se la encuentre en la
plaza de Bolívar”, y aprovechó para dejar claro que en realidad estaba
criticando a los políticos que en una misma semana piden el retorno de la
fumigación con glifosato, rezan al Dios de la doble moral por el regreso de la
fallida estrategia prohibicionista contra las drogas, proponen el fin para las
cortes e inmunidad para los congresistas, olvidan que una guerra con Venezuela
es una guerra entre pobres y entre ruinas, y dilapidan una semana colombiana de
trabajo en proponer reformas que no van a suceder y en apedrear en vano a un
humorista.
Digo “en vano” porque el episodio salió a favor de la
libertad de expresión: hasta para los contradictores de Samper fue obvio que
los politiqueros estaban refugiándose en ese pensamiento de manada que anhela
un único partido, que obedece antes de que sea dada la orden, que es incapaz de
defender los discursos ajenos, que amordaza. Algo así dije en el seminario de
“Libertad de expresión y estado de derecho” en la Universidad de los Andes, en
el viejo barrio de Las Aguas, pero me faltó agregar que fuera de Bogotá los
periodistas colombianos sí que se juegan la vida, que si se quiere silenciar a
alguien es porque el poder ha quedado reducido a la fuerza, que el triunfo de
la censura –y de la comprensible autocensura– es la frustración de lo humano,
la derrota del derecho a la salud mental que suelen conservar quienes pueden
expresar lo suyo.
Podrán decir que reclamo la libertad de los humoristas
políticos porque soy amigo de algunos, de Samper, de Vladdo, de Matador, pero
no me podrán negar la gravedad del hecho de que los tres hayan tenido que andar
por ahí con escoltas.
Periodistas satíricos con guardaespaldas: para mí esa es la
medida de estos tiempos.
rumbos200@gmail.com
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