Por Homar Garcés:
Hasta qué punto puede admitirse como cierta la sentencia de
Steven Weinberg, galardonado en 1979 con el premio Nobel de física, al aseverar
que «la religión es un insulto para la dignidad humana. Con o sin ella, habría
buena gente haciendo cosas buenas, y gente malvada haciendo cosas malas, pero
para que la buena gente haga cosas malas hace falta religión». Dependerá
básicamente de la visión particular de cada persona y lo que ésta representa en
su vida (sea cual su denominación y su dios particular); lo que determina su
actitud ante el resto de sus semejantes, tanto en su forma individual como en
su forma colectiva (social, cultural y/o étnica). Una posición que podría estar
hincada en el prejuicio, el estereotipo y la ignorancia. O, contrariamente,
fruto de un libre raciocinio y de una convicción propia de la necesidad de un
respeto mutuo sincero que nos haga ver a todos los seres humanos dotados con
los mismos derechos.
Quizás lo más difícil y más terrible que puede hacer
cualquier ser humano en este mundo es defender y hacer valer su derecho a creer
o no en una deidad determinada. Desde los tiempos más antiguos de la historia
de la humanidad, la intolerancia religiosa ha sido uno de los detonantes principales
de persecuciones, agresiones y muchos conflictos bélicos. Incluso entre
personas y naciones que profesan la misma fe. Unos quinientos años atrás, el
fanatismo religioso sirvió de motor para impulsar la invasión, el saqueo y el
sometimiento colonial a manos de las monarquías cristianas europeas mediante
las cruzadas sobre «Tierra Santa».
A fin de propiciarlas con éxito, la iglesia católica
difundió la promesa que sus participantes serían redimidos de sus pecados y, de
este modo, contribuirían a la recuperación de Jerusalén del dominio de los
infieles, esto es, de los pueblos musulmanes que aún pueblan este amplio
territorio, devastado y sacudido por la guerra. Fue el antecedente histórico de
la beligerancia cotidiana que ahora tiene lugar en todo el Oriente Medio, lo
que se pretende encubrir nuevamente con el ropaje religioso, magnificando un
presunto enfrentamiento entre el Islam y el Cristianismo (entre Oriente y
Occidente, como algunos gustan presentarlo) que sólo sirve para satisfacer los
intereses de las grandes corporaciones transnacionales capitalistas que
obtienen de la guerra, justamente, sus mayores dividendos.
También vale afirmar que ello es producto de la herencia
cultural, eurocentrista en este caso, marcada -como se puede rastrear
fácilmente en el resto del planeta- por una concepción racista que le hace
creer a sus partidarios que están predestinados por la Providencia a doblegar a
los pueblos considerados salvajes, incultos y supersticiosos con el sublime
propósito de “civilizarlos”. En ello se debe incluir lo relativo al irrespeto,
incluso las agresiones irracionales de todo tipo, que sufren quienes tienen la
«osadía» de manifestarse ateos o, simplemente, que no comulgan con religión
alguna, sea cual sea el territorio en que moren; dándose por sentado la
existencia de un solo dios y, por tanto, la obligatoriedad de una adoración
común para todos los seres humanos.
En «Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de
Hegel», Karl Marx consideró la religión como una expresión alienada de la
humanidad y dijo de ella que era «el opio del pueblo». Así, él escribió: «la
miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la
protesta contra ella. La religión es el sollozo de la criatura oprimida, es el
significado real del mundo sin corazón, así como es el espíritu de una época
privada de espíritu. Es el opio del pueblo. La eliminación de la religión como
ilusoria felicidad del pueblo, es la condición para su felicidad real. El
estímulo para disipar las ilusiones de la propia condición es el impulso que ha
de eliminar un estado que tiene necesidad de las ilusiones. La crítica de la
religión, por lo tanto, significa en germen, la crítica del valle de lágrimas
del cual la religión es el reflejo sagrado».
Pero no ésta no sería su única alusión a tan controversial
tema. Para el autor de El Capital, la crítica de la religión no era un fin en
sí misma: «La crítica del cielo se convierte así en una crítica de la tierra;
la crítica de la religión, en la crítica de la ley; la crítica de la teología,
en la crítica de la política». En otra de sus obras, "Sobre la cuestión
judía», atacada a veces, injustamente, de antisemitismo, enunció por primera
vez la idea de que la emancipación humana estaba ligada al fin del capitalismo.
En ella, establece que «la dignidad humana carece de
ideologías y credos religiosos específicos. No es exclusividad de un grupo
étnico o de una clase social. Ni está determinada por la subordinación o por la
preeminencia de los otros valores que puedan regir los destinos y la vida en
sociedad». No obstante, la historia nos revela que una gran parte de los
conflictos humanos ha tenido su detonante en estas ideologías y credos, dando
lugar a conclusiones sesgadas respecto al carácter belicoso que incubaría cada
persona, independientemente de su extracción social y étnica; cuestión que es
alimentada de forma interesada por los sectores dominantes, induciendo a las
clases subordinadas a aceptarla como una fatalidad infranqueable.
En la actualidad, los fundamentalismos religiosos se han
hecho notorios en la actividad política de una gran parte de nuestra América.
Su influencia en ascenso (junto a la onda expansiva del fascismo que comienza a
percibirse, sobre todo, en el escenario electoral brasileño) es, sin duda, una amenaza
cierta para todas las libertades democráticas de nuestros pueblos; encubierta
por aparentes llamados al rescate de sus valores tradicionales, del sagrado
ámbito familiar y de la moral frente a la decadencia encarnada por los
librepensantes, los diferentes defensores de los derechos humanos, los pobres
que luchan por mayores condiciones de igualdad social y la comunidad LGTB (ésta
última, blanco preferido de sus ataques).
Sus acciones apuntan a la eliminación del libre albedrío
como rasgo común de la gente; explotando atavismos que parecían superados y ya
olvidados, pero que ahora han aflorado y dan forma a una estrategia de miedo,
rechazo y desprecio que hace ver al otro, al diferente, como un elemento
prescindible al cual no le asiste ninguna clase de derechos.
Este opio «renovado» no difiere en mucho de la conclusión
expuesta hace miles de años por el filósofo romano Séneca: «la religión es
verdad para la gente común, falsa para los sabios y útil para los poderosos».
Por ello, la comunión entre política y religión es, sin duda, liberticida. La
división que ella fomenta en el seno de las clases populares es ganancia para
los sectores dominantes (locales o no). Esta ha permitido, además, que el
número cuantioso de víctimas causadas por las guerras imperialistas de las
últimas décadas no cause demasiada indignación entre mucha gente; en especial
si éstas son palestinos, africanos, asiáticos o latinoamericanos considerados
inferiores, lo cual conduciría a la “normalización” de unas relaciones sociales
marcadas por una violencia “justificada”. Todo esto no hace más que reforzar lo
ya expresado hace más de un siglo por Karl Marx. -
mandingarebelde@gmail.com
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