Por Aram Rubén Aharonian:
Hubo elecciones presidenciales en Venezuela, un triunfo de
quienes respaldan la soberanía del país y la democracia; una derrota de los
planes de Washington, Bogotá, Madrid, el Grupo de Lima, la Unión Europea y el
terrorismo mediático trasnacional, dejando en primer plano la necesidad de
iniciar un proceso de diálogo en pos de la convivencia y la solución de los
graves problemas del país. Nicolás Maduro cosechó 5.823.728 votos (68%), Henri
Falcón 1.820.552, el pastor Javier Bertucci 925.042 y Reinaldo Quijada 34.614
votos. La presidenta del Consejo Nacional Electoral Tibisay Lucena ofreció
estos resultados minutos después de que los candidatos presidenciales
opositores Falcón y Bertucci expresaran su desacuerdo con la forma en que se
llevó el proceso y pidieron, por separado, nuevas elecciones.
Más allá de la reelección de Nicolás Maduro por otros seis
años dejando en evidencia la manipulación de las encuestas (y más allá de las
denuncias de fraude que se repiten en Venezuela cada vez que la oposición
pierde unos comicios), la preocupación sigue vigente: cómo arreglar la grave
situación económica del país, mientras sigue latente la amenaza de terror
callejero y de una intervención extranjera.
Las megas elecciones del 20-M dejaron en claro, por un lado,
que el pueblo venezolano, de la tendencia que fuera, apuesta a la salida
electoral. Y por el otro, es imposible obviar el carácter crítico de las
elecciones y sus implicaciones para el país, la región y el mundo. Se puede
decir que votó menos de la mitad de los habilitados (46,01%) y alguno puede
reivindicar un supuesto triunfo del abstencionismo, pero la realidad es que en
estos comicios sufragó un 4,5% superior a los del año pasado.
Un recuento breve de la participación electoral venezolana
indica que en las presidenciales del 2013 fue del 79,69%; en las regionales de
2017 de 61,14% y en las más cuestionadas, las de la Asamblea Nacional
Constituyente 2017 la participación fue de 41,53%, en un país donde el voto no
es obligatorio.
Cabe recordar que Juan Manuel Santos llegó por primera vez
al poder en 2010 en Colombia con un 49,9% de participación en segunda vuelta
(lo que es igual a 50,1 de abstención) y en el 2014 fue reelegido con 52,03% de
abstención en segunda vuelta.
Las campañas para estas elecciones venezolanas se han
caracterizado por una pobreza programática y argumental en cuanto a logros de
la gestión de Gobierno, prefiriendo a activar motivaciones, predisposiciones y
lograr una mayor persuasión con mensajes de afectivos, dirigidos a las
emociones y no al raciocinio del elector.
Fueron campañas donde imperaron los símbolos, las alegorías,
las imágenes, la retórica y las emociones, dirigidas a movilizar convicciones
para evitar perder el poder o ganar. Para lograr la conservación o conquista
del poder se prestó especial atención a “la percepción” de la crítica situación
económica, social y política del país, sometiendo al electorado a campañas del
miedo y del peligro que supone uno u otro candidato, señala la socióloga
Maryclén Stelling.
La analista no obvia el apetecido sector que ha sucumbido a
la estrategia -también emotiva- del “elogio a la abstención” (un camino hacia
la nada que quizá abriera una senda para la intervención extranjera),
orquestada desde ciertos sectores de la oposición y amplificado por sus
mandantes extranjeros. El país resintió la falta de una cruzada por “la esperanza”, indica.
No sorprendió la cobertura -con fake news (noticias y fotos
falsas)- de la prensa hegemónica: unos anunciaron 90% de abstención, otros
divulgaron fotos de nula participación con registrados gráficos anteriores a la
apertura de las mesas…
¿Barajar de nuevo?
Desde hoy pueden constatarse importantes hechos que marcarán
la nueva configuración de la política nacional: en la disputa entre
participación y abstención, la conducta electoral se ha inclinado a favor de
concurrir a los comicios, de modo que la lucha por el poder se mantiene anclada
básicamente dentro de la horma del sufragio universal.
Pero, fogoneado desde Washington, Bogotá y Madrid, el rostro
de la violencia sigue asomando intermitente. Fue por orden estadounidense que
la delegación opositora se negó a firmar un acuerdo consensuado con el
gobierno, tras varios encuentros en Santo Domingo, con mediadores
internacionales.
El politólogo Leopoldo Puchi señala que el sector gobierno
continúa moviéndose dentro de esos límites, lo cual es de suma importancia, más
allá de las contravenciones que puedan señalarse. Del lado del sector oposición
se ha producido una división, pero todo indica que ha tenido lugar un
reordenamiento en el que pudieran predominar los partidarios de mantenerse
dentro del esquema electoral.
Esta nueva configuración de la política venezolana se basa
en el anclaje de la política en los mecanismos del voto; constitución de un
nuevo segmento opositor con una identidad distinta a la la auto disuelta Mesa
de Unidad Democrática (MUD) y la emergencia de un espacio “evangélico” político
-similar al de otros países de la región- con el que no se contaba hasta ahora.
La alternativa no era nada clara, porque si ganara Falcón,
perderían su sufragio quienes votaron por él, porque si Washington, la Unión
Europea, el Grupo de Lima y Canadá hablaban en serio y no reconocerían los
resultados y ese eventual triunfo.
Todo cambia, poco cambia
Poco cambia la situación del 20 al 21 de mayo. Sigue siendo
dramática: bancos de EEUU han bloqueado (por orden presidencial) siete millones
de dólares que Venezuela envió para pagar medicamentos para diálisis requeridos
por miles de enfermos, mientras en el país se produjo el cierre de la
trasnacional Kellogg’s, cuyos propietarios (o mandantes) abandonaron el país, y
el gobierno debió decretar que los trabajadores tomaran la fábrica.
En este ambiente de acoso, hasta el gobierno de Guatemala se
animó negar las visas a los luchadores
venezolanos que competirían en el campeonato panamericano.
Y mientras la jerarquía de la Iglesia en Nicaragua convocaba
al Diálogo Nacional por la Paz, la Conferencia Episcopal ha estado desde hace
tiempo promoviendo la crisis y azuzando la violencia.
El plan bélico estadounidense
Las amenazas de una intervención siguen: el plan Plan para
derrocar la dictadura venezolana”, del almirante Kurt Tidd, comandante en jefe
del Comando Sur estadounidense (cuya veracidad oficial está en duda) es
atentatorio contra todos los acuerdos internacionales. Las cartas de la ONU y la
de la OEA, señalan claramente que ningún Estado puede intervenir en las
cuestiones internas de otro ni derrocar su gobierno.
Tidd insiste en él que “Es tiempo de que Estados Unidos
pruebe, con acciones concretas, que está implicado en el proceso de derrocar la
dictadura venezolana (…)” y admite que ese proceso no será cumplido por
venezolanos, pues los opositores “no tienen el poder de poner fin a la
pesadilla”, ya que “las disputas internas, la supremacía de los favoritismos
particulares, la corrupción similar a la de sus rivales, su escaso arraigo, no
les garantizan la oportunidad de aprovechar la situación y dar los pasos
necesarios”.
Dijeron -los dirigentes opositores financiados por
Washington, Madrid y Bogotá, en permanente gira mundial y sus repetidoras del
terrorismo mediáticos cartel izados- que Maduro es corrupto pero fue el
presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczinsky -uno de los fans del Grupo de Lima-
el que debió renunciar por corrupción, en un país donde los últimos cinco
presidentes están acusados de cohechos y sobornos.
Dijeron que Maduro es dictador pero el domingo hubo mega
elecciones en Venezuela con todas las garantías mientras que el golpista Michel
Temer en Brasil suprime la democracia y gobierna sin censuras ni críticas de
los “demócratas”, sin haber sido electo por nadie, y mantiene preso a quien
puede arrebatarle el gobierno por las urnas.
Dijeron que Maduro y varios de los funcionarios oficiales
son narcotraficantes pero es la Colombia de Juan Manuel Santos la que –con
severa protección, financiamiento y guión estadounidense- duplicó súper
producción de drogas para convertirse en
el primer productor mundial. Un Santos sin credibilidad y más devaluados que el
premio Nobel de la Paz, que quizá este año le toque a Trump o a Netanyahu.
Dijeron que hay crisis humanitaria, pero silenciaron que fue
el gobierno de Santos (que recibió 18,5 millones de dólares de Washington con
la excusa de ayudar a migrantes venezolanos y no a los siete millones de
desplazados internos en Colombia) el que impidió una semana antes de los
comicios que llegaran 400 toneladas de comida destinada a ser distribuida por
los comités locales de abastecimiento (CLAP), un sistema de contingencia ante
el bloqueo económico-financiero.
Dijeron que Maduro prohíbe a la prensa, pero en el México de
Enrique Peña Nieto es donde asesinan más periodistas y candidatos a cargos
electivos, y la prensa trasnacional y cartelizada no dice nada.
Dijeron que todos los gobiernos del mundo son enemigos del
de Venezuela, pero actualmente Maduro preside OPEP, ALBA, Petro Caribe, el
Movimiento de No Alineados (180 países).
Dijeron que el 80% de los venezolanos están en contra de
Maduro pero ese pueblo pequeño de 30 millones de habitantes que sabe que tiene
muchos problemas, decidió conservar sus sueños, resolviéndolos a su manera, lo
que ya, de por sí, es un mal ejemplo -dijeron los medios- para otros pueblos
soberanos de la región
Quizá todo se reduce a creer en aquella máxima de Juan
Domingo Perón: la única verdad es la realidad. Claro que no lo dijo en épocas
de Donald Trump y la pos verdad.
Fuente: Rebelión
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