Por Carolina Vásquez Araya
La violación sexual es una agresión cruel, física y
psicológicamente devastadora.
Los números son contundentes; miles de niñas, niños y
adolescentes son violados cada día en cualquier escenario: la intimidad de su
hogar, el ámbito académico, la parroquia, el camino a la escuela, el contexto
de una guerra. No importa en dónde, su integridad es amenazada con la sola
presencia de un hombre dispuesto a agredirlos en cuanto la oportunidad le sea
propicia. Parece una historia de terror pero sucede cada día en cualquier punto
del globo, oculto por el miedo y la vergüenza.
¿De dónde surgió la idea de que las niñas son presa a
disposición del cazador? ¿Cuándo se reformaron los códigos y las leyes para
proteger a los depredadores sexuales para interpretar -con cómplice
benevolencia- su costumbre de cometer ese horrendo crimen contra víctimas indefensas
como un rasgo de virilidad? La violación es una de las peores formas de
violencia contra una niña o una mujer, constituye un acto vil cuyas
consecuencias van mucho más allá de la destrucción de la autoestima, la marcan
en todos los aspectos de su vida y definen sus relaciones futuras.
En esta especie de holocausto lento contra la niñez también
toma parte protagónica el pensamiento patriarcal instalado en innumerables
comunidades, el cual permite a los padres dar a sus hijas menores en matrimonio
aun en contra de leyes establecidas para evitarlo. No solo las entregan a un
adulto en contra de su voluntad, sino además cobran por ese intercambio
transformándolas en simple mercancía, convencidos de que las mujeres están
destinadas a servir y no tienen derecho a tomar decisión alguna respecto de su
vida y su destino.
Entonces es cuando todo esfuerzo por generar cambios en el
imaginario colectivo adquiere una enorme relevancia, es cuando los movimientos
feministas adquieren un impulso adicional al enfrentar los prejuicios y la
oposición pétrea de un patriarcado destinado a extinguirse por opresivo,
violento, discriminatorio e ilegal. Es cuando se toma conciencia de los
mensajes sutiles destinados a construir barreras y crear guetos con el único
propósito de impedir el empoderamiento de las mujeres en todos los escenarios
de la vida pública y privada. Es cuando toca involucrarse de manera directa
desvelando los mitos y destruyendo todos esos estereotipos con los cuales hemos
sido programados desde la niñez y hemos reproducido con las sucesivas
generaciones.
Se han escuchado los testimonios escalofriantes de soldados
confesando que “violar era la consigna”. Violar a todas las mujeres, incluidas
las niñas más pequeñas, porque la violación es una táctica de guerra para
continuar la ruta estratégica del miedo y la destrucción psicológica del
supuesto enemigo. Es decir, niñas, adolescentes y mujeres debían ser destruidas
en su esencia, en su intimidad, privadas de su libertad para obligarlas a
servir en los oficios más denigrantes posible, sin haber cometido delito
alguno. Mujeres cuya única falta es encontrarse en el camino de los invasores.
Así es hoy y así ha sido a lo largo de la historia.
Entonces ¿con qué argumentos se pretende invalidar la lucha
de las mujeres por sus derechos sexuales, educativos, sociales, laborales y
económicos? ¿Cómo es posible negar la desigualdad en la participación política
–tribuna esencial para incidir en el rumbo del país- y marginar al sector
femenino de todas las decisiones importantes para una nación? ¿Con qué
autoridad se esgrime el discurso antifeminista en un país donde el embarazo
infantil es un rasgo de identidad? Es hora, entonces, de cambiar la consigna:
“las niñas se respetan, no se violan, no se matan”.
Escalofriante táctica de guerra para someter al enemigo:
violar a las mujeres.
elquintopatio@gmail.com
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