Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez:
La economía de mercado y el ejercicio político ya no se
definen ni en la política económica la una, ni en la legitimidad de los
propósitos de gobierno, la otra. Las dos están mezcladas, sacaron del lenguaje
la existencia de lo público y la democracia participativa y funcionan conforme
al marco de relaciones de poder local, sin salirse del orden global impuesto
por el capital, creador de realidades formales sin sustento material. Las
relaciones de poder político-económico-militar, las manejan a su antojo empresarios
y financistas globales que definen el funcionamiento del universo sin
preocuparse por la destrucción, el dolor y el caos que producen sus ansias de
poder desenfrenado. A cada estado le queda un pequeño porcentaje de
flexibilidad para organizar las actividades del gobierno guiadas por un apetito
de poder insaciable y un afán de acumulación sin límite.
En el ámbito local las instituciones del estado y sus
gobernantes y directivos parecen desconectados, desactivados respecto al
imperativo constitucional de promover la nueva realidad que debe forjarse a
partir del acuerdo de paz. No tienen preocupaciones de fondo por producir
cambio alguno, las estructuras del poder político, económico y social y sus
instituciones siguen iguales al momento en que por todos los flancos se oían
bombardeos, balas y soldados presurosos hacia la emboscada. El exterminio de
líderes sigue el orden de la lista diseñada y a la muerte de adversarios
responden los funcionarios como autómatas leyendo el mismo discurso enajenado.
El miedo y el odio continúan siendo inoculados con pos verdades carentes de
sentido y las ganancias de pocos contadas en billones muestran el
empobrecimiento de los millones de víctimas sin oportunidades.
Las instituciones actúan de la misma manera que antes del
acuerdo de paz, se organizan igual, cumplen tareas, trabajan por metas fijadas
por expertos autistas y plagiadores de informes y planes sin contexto, en sus
acciones prevalece el espíritu de guerra y de seguridad nacional. Siguen
poseídas por clientelas de corrupción que ejercen el dominio y reclaman votos.
La clase política local controla como antes del acuerdo de paz los cargos y los
contratos, manipula presupuestos, decide por los más débiles, los usa, los pone
a depender de su voluntad a cambio de un salario o una promesa vacía de mejor
futuro, penetra y absorbe el grueso de sectores medios atemorizados y
atiborrados de reglas policivas que castigan sus bolsillos y mantienen bajo
amenaza su estabilidad y tranquilidad impidiéndoles adelantar juntos un
proyecto político común sobre programas de igualdad.
En condiciones de inercia material, aunque haya una relativa
efervescencia discursiva, los acuerdos están siendo paulatinamente relevados de
las agendas del estado, para que todo siga igual y los antiguos combatientes se
diluyan o se esfumen entre la precariedad y la desesperanza, mientras las
élites acomodan lo que les falta para declararse definitivamente ganadoras de
la guerra. Llega el primer momento decisivo de la deficitaria democracia con el
proceso electoral de la posguerra con las Farc y los militantes del partido
político, son negados todo el tiempo, invisibilidades, ofendidos, agredidos y
rechazados por funcionarios, mientras los
empresarios en su papel de dueños de las cosas, los bienes, los billetes
de banco, las acciones, las hipotecas, los muebles y los inmuebles, los cargos
y las decisiones parecen no estar enterados de que cuando una guerra se acaba
otra realidad debe emerger para cambiar la historia y rediseñar el presente,
con otras reglas, con otras maneras de vivir y de desear, no para facilitar que
ellos legalicen el despojo y hagan de su voluntad la voluntad popular.
Bastaría tan solo con que las élites reconocieran,
respetaran y acataran el cumplimiento de lo acordado para creer que de verdad
la paz estable y duradera está en curso con garantías materiales para
satisfacer los derechos negados y violentados en nombre de la guerra. Las
élites siguen pensando, creyendo y considerando que con la firma del acuerdo de
paz ellos ganaron una guerra justa que habían librado contra los insurrectos y
que eso los faculta para fijarle precio a lo que conquistaron en esa guerra.
Eso creen los partidos y partidarios de la derecha y la ultraderecha, que se
ofrecen a reconstruir el país derrotado por ellos mismos, la una defendiendo la
explotación y su statu quo y la otra defendiendo la tierra usurpada y las más
aberrantes tradiciones de discriminación que anulan libertades.
Las élites se niegan a aceptar —siquiera por diplomacia— que
también fueron agresores y sobre todo victimarios que deben aportar a
esclarecer la verdad de lo ocurrido y estar dispuestos a recibir la condena que
merecen por parte de la justicia especial. Creen al contrario que ganaron la
guerra, así lo anuncian, defienden y sostienen por todos los medios
empresarios, militares y gobernantes. Hacen creer que la guerra fue entre
insurgentes y extraterrestres y que ellos fueron árbitros imparciales que nunca
alentaron, decidieron, diseñaron o empujaron hacia la barbarie y la catástrofe y
que por tanto han de ser compensados por la sociedad y recibir en beneficio los
bienes que nunca ocuparon como selvas,
ríos, minas y subsuelo, sea apelando al sistema de justicia (su justicia) como
se percibe a través del fiscal (antes encargado de negocios del mayor
potentado) o magistrados que entran del derecho a la política o los negocios o
viceversa y venden fallos a favor de multinacionales en contra de la nación o
simplemente alientan la fuerza criminal de sus factores armados.
Las élites se portan como conquistadores de nuevo tipo, no
actúan con la soberbia del antiguo villano, ni con despotismo, seducen,
promueven la creatividad, la inventiva y la innovación, premian a sus más
abnegados súbditos y castigan con fiereza a sus contradictores, actúan
convencidos que vencieron a sus enemigos por medio del acuerdo de paz y esto
les da poder sobre sus vidas, pretenden controlarles sus conductas, sus pasos,
sus palabras, sus maneras de ser y de vivir, pero además asumen que deben
adueñarse de los territorios ya libres de insurgentes y tomar posesión de las
extensas zonas selváticas y campos de producción minera y energética.
De esta manera se mantienen situados como perpetuadores del
mismo poder despótico y permanecen en estado de guerra, de cuya injusticia
pueden brotar otras rebeliones que no serían una ofensa si no una admisible
manera para reclamar la justicia social que sigue aplazada y con inmensas
barreras por derribar. O también puede
ocurrir que la gente ocupe las calles y haga temblar los cimientos del poder
autoritario que lo controla todo y también la conducta de su pobladores, lo que
puede agrupar el descontento y provocar grandes convulsiones o más sencillo si
la conciencia colectiva despierta en esta coyuntura y con eficacia política
electoral logra derribar el sistema para empezar de nuevo y de otra manera.
mrestrepo33@hotmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario