Por Leandro Albani - El Furgón:
Una multinacional militar se abre paso en el mundo desde
hace dos décadas. Blackwater, la empresa de seguridad más poderosa del planeta,
acumula denuncias por crímenes cometidos en Medio Oriente y por casos de
corrupción en Estados Unidos. Radiografía de un negocio en expansión, impulsado
por la Casa Blanca.
Ya pasaron veinte años y una sombra espesa sigue moviéndose
hasta los más lejanos rincones del mundo. Con impunidad, con armamento de
última tecnología, montada sobre mercenarios de diferentes naciones, esa sombra
tiene un nombre acorde a su historia: Blackwater (BW), una de las mayores
empresas de seguridad a nivel internacional –fundada en 1997 por Erik Prince y
Al Clark–, goza de muy buena salud, pese a las decenas de denuncias en su
contra, en la mayoría de los casos por cometer crímenes, incurrir en flagrantes
abusos de autoridad y participar en contratos espurios otorgados por el
Pentágono y el Departamento de Defensa de Estados Unidos.
Desde hace algunos años renombrada como Academi,
Blackwater surgió en pleno esplendor del
avance neoconservador en Norteamérica, de la mano del presidente George W. Bush
(2001-2009). Los neocons, que venían apuntalando su poder durante los mandatos
de Ronald Reagan y Bush padre, encontraron en la administración republicana del
empresario petrolero el caldo de cultivo para aplicar el Proyecto para el Nuevo
Siglo Americano (PNAC, por sus siglas en inglés) que, entre otros puntos,
avalaba la desregulación total del Estado y apuntaba todos sus cañones contra
esa vaga definición conocida como “terrorismo internacional”, pero que para los
neoconsera muy claro dónde se ubicaba: en Medio Oriente y entre la comunidad
musulmana.
La transnacional comandada por Prince y Clark, fundada bajo
la bendición de la ultraderecha católica estadounidense, ingresó en las grandes ligas con la
administración de Bill Clinton en la guerra de los Balcanes en la década de
1990. Para ese entonces, BW daba sus primeros pasos en el redituable negocio de
la seguridad privada, poniendo a disposición de Washington a los primeros
“contratistas” que, para 2001 y 2003, con las invasiones a Afganistán e Irak,
respectivamente, se convertirían en un ejército mercenario, alcanzando casi la
misma cantidad de tropa en territorio iraquí que las Fuerzas Armadas
estadounidenses.
Pero los fundadores de BW, en especial Prince –con un pasado
como SEAL, conservador y, entre otros hobbys, financista de grupos católicos,
extremistas y marginales–, no pensaron a su empresa como un simple ejército de
respaldo a las ocupaciones de la Casa Blanca en otras partes del mundo. Por
eso, en Carolina del Norte, en un pantano conocido como Moyock de 2.800
hectáreas, BW fundó la instalación militar privada más grande del mundo. En el
libro Blackwater. El auge del ejército mercenario más poderoso del mundo, el
periodista Jeremy Scahill describe a Moyock como el lugar donde “se instruye
anualmente a decenas de miles de agentes de las fuerzas del orden, tanto
federales como locales, así como a tropas de naciones extranjeras ‘amigas’”. En
su sede central, BW “tiene su propia división de inteligencia y cuenta entre
sus ejecutivos a ex altos cargos militares y de otros servicios secretos”,
apunta Scahill, colaborador de la revista The Nation y de la cadena Democracy
Now! Con el paso del tiempo, el mercado de la “seguridad” produjo redituables
demandas para BW, por eso también construyó instalaciones en California,
Illinois y en la selva de Filipina.
El gran negocio
“Una prolongación patriótica de las Fuerzas Armadas de
Estados Unidos”, definió Prince a Blackwater. Y no era para menos. Con los
atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono en septiembre de 2001, el
gobierno de Bush tuvo el camino limpio para concretar, en el plano militar, “el
choque de civilizaciones” acuñado por el politólogo Samuel Huntington. Caída la
Unión Soviética y el mundo socialista, el poder de Washington se apresuró a
encontrar nuevos enemigos a los que combatir. Si pocos años antes, el
movimiento talibán y Al Qaeda sirvieron para expulsar al Ejército Rojo de
Afganistán, ahora esos mismos grupos eran el propio mal que amenazaban la vida
occidental. Además de las tropas regulares, la administración Bush inundó
Afganistán e Irak de mercenarios de compañías como DynCorp y Blackwater.
Desde las invasiones a territorios afgano e iraquí, BW
expandió sus tentáculos de manera acelerada, encargándose de la seguridad del
personal estadounidense en esos países, pero también entrenando tropa y, con el
correr de los días, convirtiéndose en una parte fundamental del Ejército de
ocupación. Entre los muchos beneficios a los que accedían los mercenarios
dirigidos por Prince se encontraban la impunidad total de sus acciones,
definida por ley por la autoridad de ocupación estadounidense en Irak, y
salarios que doblaban a los de los soldados rasos. La revista Fortune describía
esta situación en Irak: “Los sueldos normales de los profesionales del DSP
(destacamento de seguridad personal) se cifraban hasta hace poco en unos 300
dólares diarios.
En cuanto Blackwater empezó a reclutar para su primera gran
labor (la de ejercer de guardia personal de Paul Bremer –máxima autoridad
estadounidense en Irak–), la tarifa se disparó hasta los 600 dólares al día”.
Mientras BW facturaba millones de dólares y reclutaba a ex militares
estadounidenses y chilenos –en funciones durante la dictadura de Augusto
Pinochet–, para engrosar sus filas y
cumplir con la demanda exigida por la Casa Blanca, también lograba que el
Congreso estadounidense aprobara a su propio grupo de lobby para hacer cabildeo
entre los parlamentarios. El poder de BW crecía y devoraba todo a su paso, al
mismo tiempo que esa voracidad quedaba al descubierto. Varios informes de
organismos públicos de Estados Unidos llamaron la atención porque el gobierno
no supervisaba a los “contratistas” y permitían su total impunidad en las operaciones
militares. Con respecto a Irak, alertaban que BW afectaba negativamente a la
población y a las propias tropas estadounidenses, las cuales, ante las acciones
de la compañía, bajaban su moral y cuestionaban sus magros salarios.
Auge, caída y auge
El crecimiento de la firma de Prince fue constante desde los
atentados de 2001. Una división de aviación, submarinos, la última tecnología
para el espionaje y decenas de contratos millonarios conformaban una sonrisa
que resplandecía en la fachada de BW. Pero su suerte se vio opacada con los
golpes recibidos por la resistencia iraquí. En marzo de 2004, las imágenes de
cuatro personas descuartizadas y mutiladas, colgadas en un puente de Faluya,
ciudad que se negaba a caer frente a la ocupación estadounidense, dieron la
vuelta al mundo. Con el correr de los días se supo que esos cuerpos eran de
mercenarios de Blackwater. El linchamiento de los “contratistas” puso sobre la
mesa que la compañía no sólo realizaba operaciones militares por fuera de lo
acordado, sino que enviaba a sus propios mercenarios en vehículos sin blindar,
con un poder de fuego reducido y a misiones casi suicidas, como en el caso de
Faluya.
En 2007, en la plaza Nisur, de Bagdad, un convoy de
Blackwater ingresó de forma aparatosa con cuatro vehículos blindados, que
cargaban ametralladoras de 7,62 milímetros, capaces de derrumbar paredes. El
episodio que siguió, según la prensa estadounidense, fue confuso, pero lo único
real es que los mercenarios abrieron fuego de manera indiscriminada. Como ya
era costumbre en Irak, las víctimas fueron 17, todas civiles. La ira del pueblo
iraquí no tardó en manifestarse en las calles y en la profundización de las
acciones armadas de una resistencia heterogénea y que buscaba diversos
intereses.
Pese al encubrimiento político, judicial y mediático, los
mercenarios Dustin Heard, Evan Liberty, Paul Slough y Nicholas Slatten fueron
condenados, los primeros a penas de 30 años y Slatten a cadena perpetua. En
agosto de este año, la cadena Russia Today informó que un tribunal de
apelaciones de Estados Unidos anuló las sentencias de los mercenarios y ordenó
la celebración de un nuevo juicio para Slatten. Conocida la noticia, Husein
Sahib Nasir, cuyo hermano fue asesinado en la plaza Nisur, declaró: “Mi hermano
tenía solamente 24 años. Nuestra familia ha sufrido mucho hasta ahora. ¿Dónde
están los derechos humanos? Si el tribunal los absuelve y los libera, volverán
a cometer un delito parecido”.
La masacre de la plaza de Nisur tuvo un impacto tan grande,
que el ex presidente Barack Obama revocó los contratos con Blackwater en 2009,
para después volver a contratar a la empresa por cerca de 10 mil millones de
dólares en 2010.
Las últimas noticias de BW las reveló el ex primer ministro
de Qatar, Abdula bin Hamad Al-Attiyah, que reveló que miles de mercenarios de
la compañía fueron entrenados en Emiratos Árabes Unidos (EAU) para invadir el
territorio qatarí. En octubre, Al-Atiyyah brindó declaraciones al diario
español ABC, en las cuales señaló que este plan, en medio de la ruptura de
relaciones de las monarquías del Golfo Pérsico con Qatar, no tuvo la aprobación
de la Casa Blanca.
Según el ex primer ministro, EAU contrató los servicios de
Blackwater para sus operaciones en la invasión a Yemen, liderada por Arabia
Saudí, aunque hace unos meses los mercenarios sufrieron varios reveses
militares y se vieron obligados a abandonar ese país, el más pobre de Medio
Oriente.
El gobierno de Qatar confirmó que BW entrenó a unos 15.000
empleados, “gran parte de ellos de nacionalidad colombiana y suramericana”, en
la base militar emiratí de Liwa, en el oeste de EAU. En 2011, el diario New
York Times ya había revelado en detalle el inicio de los contactos entre el
propio Prince y la casa real de EAU.
En julio de 2017 también se conoció que el gobierno del
presidente Donald Trump intenta que la firma de Prince retorne a sus andanzas
en Afganistán. Según informó la cadena HispanTV, “Jared Kushner, asesor y yerno
del mandatario estadounidense, y Steve Bannon, uno de los principales
estrategas en la Casa Blanca, están a cargo de supervisar la iniciativa y han
presentado a sus candidatos para implementar el plan” de Trump. Los candidatos
de Washington son, no más ni menos, que el propio Prince y Stephen Feinberg,
propietario de DynCorp International. Sobre la iniciativa de la Casa Blanca, el
diario The New York Times citó fuentes cercanas a los empresarios que
aseguraron que “Prince y Feinberg han creado un plan más barato y mejor que el
del Ejército (estadounidense)”.
Blackwater, como otras firmas de seguridad privada en
expansión, “no son sólo manzanas podridas: son el fruto de un árbol muy tóxico
–escribe Scahill–. Este sistema depende del maridaje entre inmunidad e
impunidad. Si el gobierno empezara a golpear a las empresas de mercenarios con
cargos formales de acusación de crímenes de guerra, asesinato o violación de
los derechos humanos (y no sólo a título simbólico), el riesgo que asumirían
estas compañías sería tremendo”. Y a esta descripción, finaliza de manera
determinante: “La guerra es un negocio y el negocio ha ido muy bien. No sólo
son las acciones de Blackwater y los de su clase las que tienen que ser
investigadas, reveladas y enjuiciadas: es todo el sistema en su conjunto”.
leandroalbani@gmail.com
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