Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez:
Las universidades
publicas colombianas quedaron en pie a pesar de las más duras adversidades que
haya padecido universidad alguna en el mundo, durante los cincuenta años de
guerra que termina, porque las FARC ya no existen como insurgencia armada y el
ELN tiene silenciados sus fusiles. Lograron quedar vivas aunque débiles y en
lucha consigo mismas y contra los coletazos de guerra, pero cumplieron de la
mejor manera la tarea encomendada por la sociedad para formar los hombres y
mujeres profesionales de un país retrasado en libertades y urgido de soluciones
de fondo a sus más urgentes necesidades de conocimiento, tecnología,
convivencia pacífica y bienestar.
A manera de ejemplo, la Universidad Pedagógica y Tecnológica
de Colombia (en la que soy profesor desde hace 30 años) graduó entre 1966 y
2016 a más de 91.000 estudiantes, procedentes de sectores populares, extraídos
del ámbito rural o que hacían tránsito a las nacientes ciudades. Resulta
gratificante, que a pesar de la guerra y sus marañas, no hay evidencia de casos
de egresados que se se hayan destacado por alguna trayectoria criminal o que
hayan utilizado su saber para perseguir, intimidar o aprovechado su profesión
como refugio de fechorías. Se conoce en cambio de la enorme capacidad de
rebeldía y espíritu de lucha, que deja una cuota de estudiantes, profesores y
trabajadores convertidos en silenciosas víctimas. La Universidad Nacional por
su hondo significado para la nación multiplica todas las cifras, pero además
fue la que abrió los espacios para reconocer la diversidad y la diferencia en
las aulas y el pensamiento libre. Las otras 30 universidades hicieron cada una
lo suyo, pusieron a debate su experiencia y trazaron caminos para que otros
alentaran sus recorridos.
La educación pública universitaria no fue ajena a los
contenidos del manifiesto de Córdoba Argentina de 1918 (manifiesto liminar) y
acogió como suyos los principios esenciales de lo público como la autonomía
política, docente y administrativa; la selección de docentes por concursos
públicos; la asunción de responsabilidades políticas frente a la nación y la
defensa de la democracia; la creación de cátedras libres y electivas a decisión
de los estudiantes y; la democratización de la enseñanza, que sirvió para
contrarrestar la educación que estaba convertida en privilegio de las elites y
forjada con las reglas y conductas de la escolástica y desde ahí marcar la ruta
del siglo XX. Seguramente en 2018 vendrá
una gran movilización global de la educación pública, (autónoma, gratuita,
democrática y popular) en conmemoración de los 100 años de Córdoba y los 50 de
mayo del 68, que representan las luchas sociales universitarias más
significativas, que cimentaron las bases de la universidad pública actual,
dejando atrás lo que era “el refugio secular de los mediocres, la renta de los
ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y -lo que es peor aún-
el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la
cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así el fiel
reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste
espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la Ciencia, frente a estas
casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio
burocrático” (manifiesto de córdoba).
Después de la entrada al universo de las libertades vino la
guerra y las universidades públicas colombianas tuvieron que enfrentar las
arremetidas del estado y de sectores de poder obsesionados con derrotar el
espíritu de lo público como concepto, principio y práctica social común. Usaron
prácticas de guerra sucia, queriendo derrotar la inteligencia a la que no dejan
de considerar aliada de las insurgencias armadas. Extendieron la
estigmatización llamando a la sociedad a mirarlas y tratarlas con recelo y
también con desprecio y entre análisis sesgados escondió las maravillas de lo
que ocurría respecto a la ciencia y la cultura. Políticamente las elites
metieron allí clientelas, promovieron su ineficiencia y fragmentación y bajo
chantaje les entregaron presupuestos deficitarios, a cambio de controlarlas,
las acostumbraron a sobrevivir y mientras los soldados de la guerra estaban
cubiertos con altos presupuestos del estado, los estudiantes sobrevivían entre
incertidumbres y carencias para cubrir los mínimos necesarios para educarse,
teniendo que recurrir a la protesta para existir.
A manera de síntesis se podría señalar que con el fin de la
guerra las universidades quedan con la suficiente dignidad para sobreponerse y
asumir los compromisos con la construcción de paz en los territorios. Su
realidad revela que están desfinanciadas; tienen un altísimo déficit
democrático; su sentido esta tomado por reglas de mercado y; se debilitan a
medida que se extienden. Son los resultados de haberlas gestionado con lógica
de guerra y de conducirlas según el trazado del capital que las empujó a
desviarse de su misión, a descentrarse y fluir sin un horizonte común. Muchas
aun no entienden que su vida institucional se ahoga entre réplicas de lo que
hacen otras, copian, plagian, siguen modelos y recetas genéricas aplicadas por
funcionarios exentos de responsabilidad por los daños provocados. La guerra les
cambio la baja por la alta velocidad de sus procesos y esta velocidad las
paraliza, les impide tener en cuenta la fragilidad del ser humano que la
compone y que esta convertido en instrumento de metas, que solo cuenta si está
cerca al poder y se somete a negarse a ser en sí mismo, y de suma se acostumbra
a permanecer al margen de su existencia política.
Pero el panorama que queda puede ser fácilmente revertido,
si se piensa que la paz es lo nuevo y se inventan otras maneras de decir y
hacer las cosas que correspondan a este tiempo y se nutran con un espíritu
democrático y de cambio. Sin guerra viene otro momento, que no podrá vivirse
con las mismas reglas, sencillamente porque la paz es contraria a la guerra y
nadie tiene recetas y quien pretenda enseñarlas, ofrecerlas o venderlas (que es
aún peor, es un farsante), si se tiene en cuenta que durante la guerra las universidades
no tuvieron paz, los jóvenes recibieron trato de combatientes, asistieron a
cientos de funerales de sus mejores hijos arrebatados por la barbarie, hubo
profesores y estudiantes asesinados frente a las aulas, mutilados,
desaparecidos, presos acusados con falsedades, miles injustamente derrotados
por la precariedad económica que les impidió sostenerse en las aulas y millones
más que no pudieron ingresar y obtener un carnet de estudiante, que es quizá el
mejor de todos los carnet que existan en la historia de la humanización. Las
imágenes de tanques, caballos y motorizados entrando victoriosos a los campus
universitarios se encargarán de contar que fueron tratadas como campos de
batalla y que se trató de acallar con balas y mentiras al pensamiento crítico
por creer que era parte del alzamiento armado y porque gracias a él la verdad
sería posible, esas serán las señales de la memoria recordando lo que no puede
volver a ocurrir.
Se acaba la guerra y las universidades públicas tendrán el
encargo de protegerse del olvido y convertir a la memoria en la fortaleza que
conduzca su futuro. No se trata de quedarse en el pasado si no de saber
conectar y desconectar los tiempos, de reajustar el sentido y el significado de
su saber y hacer y usar a la ética como la savia que conecta. La paz propone
otros momentos, tiempos mejores para poner a prueba lo que aprendieron para no
dejar escapar la dignidad entre las dificultades que las llevaron incluso a
entrar en alianzas de todo tipo con empresarios, políticos y partes
descompuestas de la dinámica social que a cambio de fortalecerlas las
debilitan, las tienen atadas a una competencia desigual hecha a la medida del
interés privado que las corrompe y del que deben desprenderse.
El momento es otro y aunque desigualdad, inequidad,
exclusión e injusticia sirvan para explicar que hoy más que nunca están dadas
las condiciones y vigencia de la lucha armada para cambiar las cosas y derrotar
a las elites, la sociedad y en particular la que compone la población potencial
de las universidades públicas, igual que las víctimas, ha renunciado a la
guerra y su decisión es sin retorno. Las generaciones de profesores,
estudiantes y trabajadores de hoy tendrán que actuar con convicción ética y
compromiso político en la construcción de paz, usando su imaginación,
creatividad, ciencia y solidaridad. Las armas no serán más el recurso legitimo
para resolver diferencias y será la inteligencia la llamada a reencontrar el
camino de grandeza de las universidades públicas.
Esa es la más importante conclusión para llamar a la
universidad pública a reconstruirse, en colectivo y desde abajo, a aprender de
los jóvenes que saben cambiar de dirección, adaptarse a las circunstancias
variables, detectar de inmediato los movimientos que comienzan a producirse y a
actualizar su propia trayectoria, porque de ella depende su supervivencia
(Bauman, retos de la educación). La universidad por ser parte de las
invenciones de la cultura tiene que reinventarse y rápido, repensarse de otra
manera no solo en la escena meramente económica, como lo hace ahora, y crear
poder para apuntar y aportar sus saberes y quehaceres con miras a construir una
nueva ciudadanía de paz y una sociedad de derechos, situada por fuera de la
trampa economicista.
P.D Con datos de la encuesta de cifras y conceptos 2017 (que
no controlamos), estas columnas ocupan el segundo lugar de más leídas en
Boyacá, y con datos de periodicoeldiario.com, algunas superan 20.000 lectores.
Así que Gracias por sus lecturas que representan afectos. Me corresponde seguir
con disciplina esta tarea que alienta el alma y que por fortuna no cumple metas
ni sube indicadores de nada.
mrestrepo33@hotmail.com
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