Por Pablo Salvat Bologna:
Si, y en muy poco tiempo más. Y en principio, son distintas
en algunas cosas de las anteriores. En primer lugar, se pondrá a prueba el nuevo sistema de cálculo
electoral, el cual pretender ser la superación del binominal, después de tantos
años ¡Segundo, se eligen también los Cores,
los presentantes regionales los cuales, se supone, podrán ayudar a una mayor
descentralización. Tercero, se eligen al mismo tiempo, miembros al parlamento.
Cuarto, hay fuerzas nuevas políticas que pretenden asumir
otra forma de hacer política y de proyectar el país. Resulta por tanto, en principio, una
importante elección para el país. Y, sin embargo, lo que planea de manera
directa o subrepticia, es el fantasma de la tasa de abstención. Abstención que
ya fue muy alta en las últimas presidenciales en las que salió electa M.
Bachelet. Todo esto en el marco de una votación no obligatoria. Llevamos ya
muchos años con la presencia del abstencionismo; con la percepción ciudadana de
que no vale la pena darse la molestia de ejercer el derecho a voto. No deja de
resultar en principio paradojal: durante años se luchó en el país para
recuperar credenciales democráticas, entre las cuales, el derecho a voto.
Sin embargo, con el tipo de transición implementada muy a
la usanza internacional, partiendo por el caso español-, mediatizada y tutelada por una globalización modernizante
neoliberal, se ha logrado vaciar el proceso democrático de sentido y
significado; se lo ha reducido a rituales formales de procedimientos, e inhabilitado
en sus resultados electorales para incidir en los problemas profundos que se
viven en el día a día. El ciudadano,
varones y mujeres, se percatan cada vez más de este impase y de las
consecuencias que trae. Por lo cual
resulta casi un lugar común hablar hoy de que estamos ante una crisis de la
política realmente existente, y de la
noción liberal-elitaria de representación que la acompaña.
Esta situación estaría mostrando no tanto una desafección
ciudadana con el ideal democrático en sí mismo, sino más bien, con un tipo de
ejercicio del poder pretendidamente democrático, cada vez más cooptado por las
lógicas unilaterales y elitistas del poder establecido (nacional e
internacional), del dinero y los medios de comunicación empresarios. Por eso, puede decirse que la democracia que
tenemos se vuelve una democracia de espectadores y/o maniatada, incapacitada
y limitada para formular programas de acción y diagnósticos capaces de
enfrentar la raíz de los problemas que
enfrentamos como sociedad. Lo novedoso
es que esta evaluación de la marcha democrática no es solo algo
nacional. Se presenta en muchos otros países y continentes.
La actual realidad política calificada como “democrática”, muestra una serie de rasgos distintivos, frente a los
cuales los pueblos se expresan y reclaman. Entre otros: una tecnificación del
quehacer político y gubernamental, donde se supone que sólo los que “saben” o
son ricos, tienen que ejercer poderes y
ser elegibles; los más, son una masa ignorante e irracional que debe
remitirse solamente a votar cuando y como se le indique.
Al mismo tiempo, estamos en medio de una crisis del sistema
de partidos, porque estos ya no vehiculizan intereses generalizables, proyectos
de país o expectativas ciudadanas,
encapsulados como están, en sus lógicas de influencia y repartición de poderes.
Otro elemento importante e influyente de la política realmente existente, ha
pasado a ser la presencia transversal izada y permanente de la
corrupción en las elites (es cosa de ver nada más lo que ha pasado con el
desfalco de Carabineros por ejemplo)
Presenciamos una
tendencia hacia diversos tipos de corrupción, en clara connivencia
algunas veces con el sector privado que
hace de financista de políticos y elecciones, pero que, obviamente, les cobra
después “peaje” de vuelta (por ejemplo, lo sucedido con la ley de pesca) haciendo imposibles y engañosas las promesas
electorales. Todo lo cual genera una
sensación de creciente impotencia y
desinterés hacia la política y los “señores políticos”.
También hay que sumar
a esto una percepción de que, cada vez más, la realidad democrática
limita en todas direcciones con las imposiciones de un orden
global neoliberal y sus instituciones (OCDE, FMI, BID, BM, OMC, entre
otras) mediante las cuales el capitalismo y la lógica de mercado fijan las condiciones de lo que es y no es posible, suplantando
claramente, la expresión de la soberanía popular y ciudadana. Fíjese, ya lo
hemos visto: hace no mucho se expresó en esa dirección el presidente actual de
la Bolsa de Comercio de Santiago, al
diario
El Mercurio. Allí dijo que si no saliera elegido Piñera,
habría una alta probabilidad de que tengamos un colapso en el precio de las
acciones. Fue, como no, respaldado por
todo el directorio de esa Bolsa. Por
último, tenemos que consignar la
tendencia ostensible de convertir la política, su discursividad y
accionar, en pura imagen. La imagen y lo que proyecta, lo es todo; los
actos, las palabras, sus significados y contenidos, casi nada. La política se hace a través de la
televisión y los medios de prensa – que
están, a su vez, concentrados en manos de grandes consorcios y transnacionales-, y son ellos los que de
manera unilateral y arbitraria, fijan cuales son los candidatos, partidos y
programas que valen la pena y cuáles no.
Lo que ha llevado muchas veces tanto a parlamentarios como a
presidentes, al abandono de sus propuestas de gobierno y acción prometidas; y
al ciudadano, a la apatía, al
escepticismo, a la protesta o a la privatización de sí y a la auto explotación,
como medios para intentar acceder a nuevos bienes y derechos, ascender en el
escala social o a pagar las deudas.
Veamos algunos datos. Fíjese que en abril del año pasado, según el
Barómetro de la Política (encuesta Mori-Cerc) sólo un 13% de los
chilenos afirmaba que el gobierno gobierna para todos los chilenos. En octubre
de este año, la encuesta de la Corporación Latino barómetro consignaba que, en
promedio, en América latina, un 75% cree que se gobierna en función de unos
cuantos grupos poderosos, para su beneficio.
En Chile, apoyan esa afirmación un 81% de los entrevistados.
Pero hay más. En promedio, en el continente, sólo un 5% cree
que vivimos en una democracia “plena”. Y en conjunto, sólo un 30% de los
latinoamericanos está satisfecho con la democracia que vive en su país. Todo lo
cual muestra, digámoslo al pasar, que no hay ningún país o gobierno que pueda
andar dando clases o ejemplos de democracia a otro. Pues bien. Esos son algunos de los datos que
avalan la crisis de legitimidad en que está envuelta la democracia realmente
existente. No el ideario normativo democrático. Pero volvamos al inicio: hay que ir a votar?
Por quién votar entonces? No es fácil responder. En lo
personal, creo que uno tiene que ejercer su derecho a voto. Al menos, como
forma de expresarse, de dar señales, de señalar rumbos alternativos posibles.
Lo sabemos, la abstención favorece a los
más poderosos. Si uno pertenece al porcentaje de descontentos con la marcha del
país y de sus élites, tendría que ir a votar por todos aquellos que, al menos,
dicen ser críticos del modelo neoliberal actual, de las élites, de su forma de
hacer las cosas, y que se proponen, en conjunto con la ciudadanía, una serie de
modificaciones importantes del entramado institucional que nos rige.
Que esta elección
pueda decidirlo todo? No lo creo. Que esta
elección pueda provocar una ruptura más radical con el orden existente,
no se ve muy claro tampoco. Sin embargo,
hay allí fuerzas que pueden ir representando la construcción conjunta de
un ideario de país alternativo al actual.
Eso es algo a no desechar, con todas sus limitaciones. El trabajo de
forja de una alternativa (no una alternancia) republicana y
democrático-radical, anti neoliberal, a favor de una democracia participativa y
plena, no sólo en lo político, sino también en lo económico-social, lo
medioambiental, lo sociocultural, es un camino pedregoso y largo. Pero ya es
tiempo de ponernos en camino. Como dice el poeta: “se hace camino al andar..”
psalvat@uahurtado.cl
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