Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez:
Sin la política del
terror impuesta por los financistas globales a los estados bajo el nombre de
seguridad y de la imposición de la guerra preventiva a partir del 9/11 de 2001,
las rentas de las elites no crecerían tanto como quieren, ni la sociedad podría
ser controlada como pretenden. De manera que en ningún lugar del planeta y en
el siglo que vivimos, se puede esperar que estén dispuestas a cambiar su manera
de existir. La fuerza motriz de la sociedad son sus prácticas y cambiarlas no
es un asunto de buenas intenciones de la clase en el poder, ni de esgrimirle
papeles firmados, ni de adecuar al momento e interés coyuntural las categorías
con las que se explica lo que ocurre en la realidad.
El orden de las transformaciones sociales indica que sin la
presión, la revuelta, el alboroto organizado y el sonido de tambores y de
arengas en las calles no hay solución a las demandas de paz, trabajo, alimento,
vivienda, educación o salud, de un pueblo eternamente desconocido y maltratado.
Primero van los cambios en la realidad material y después sì de las categorías
que la explican. En eso va la tensión entre la inmensa Colombia que hace tiempo
construye paz desde abajo, con decenas y decenas de experiencias de
resistencia, rebeldía, desobediencia y levantamientos que han cambiado la realidad y permitido que por lo menos
exista lo poco que existe, entre adversidades, persecuciones, asesinatos,
desapariciones, amenazas, hostigamientos y falsedades y; la escasa población
agrupada en elites que ostentan poder y capital y se niegan a ceder aunque sea
el más mínimo de los privilegios que obtuvieron de manera legal o fraudulenta
en medio de la guerra.
Corresponde al gobierno Santos radicalizar sus posturas para
defender la paz firmada, salirse del camino trazado por las huestes
guerreristas y homogeneizadoras que impiden la pluralidad política. Hasta hoy
resultan confusos sus movimientos (bandazos) entre las aguas de la paz y las de
continuación de la guerra, aunque sea de otra manera o en guerras ajenas. Es
pequeño el espacio que queda para llenarlo de confianza, cuando al tiempo se
cruzan las palabras y llamados a la paz con honestidad, sin corrupción, sin
cizaña, sin odio ni venganza en la reconciliación que vino a promover el papa
Francisco a creyentes e incrédulos para sellar la paz firmada y los llamados a
mantener la polarización, las salidas de fuerza y la defensa de las políticas
de terror que propondrá Netanyahu, el primer ministro de Israel, después de
celebrar la muerte de civiles en la acorralada Palestina, y en evidente
continuación de las acciones que hace menos de un mes vino a proponer el
vicepresidente Norteamericano Mike Pence, que con solo una charla de estado
logró irse con el botín de cinco mil soldados listos para enviar a combatir a
corea del Norte y a defender de la extinción el mismo planeta que ellos
cínicamente depredan sin límite y a escalas incuantificables cada día.
Promover la modificación de las prácticas sociales que
tienen el espíritu y letra de la guerra, y ponerse del lado del pueblo (y del
papa), comienza porque el estado se desmarque con urgencia de la política
exterior norteamericana en ejercicio de la libre autodeterminación e
independencia, y se salga del marco del terror que le proponen continuar, a su
costa con recursos de la riqueza nacional, de los impuestos y los empréstitos
para la muerte.
Es en la vida práctica que el gobierno, a la cabeza del
estado, debe implementar hechos de paz, no basta con llenar auditorios, ofrecer
cursos, seminarios, diplomados, especializaciones y proyectos
descontextualizados de la realidad de las víctimas y en general de la sociedad
desarmada. No basta con recubrir (o encubrir) con retoricas de paz y
convivencia lo mismo que se hacía en la guerra, ni tampoco es suficiente con
crear en las instituciones comités de derechos sin antes comprender que en su
nombre también se agencia el horror y la masacre. Las prácticas militares no
pueden seguir siendo de guerra, ni las policiales de control y restricción de
libertades y derechos en nombre de dios y de la patria, ni las de las
instituciones pueden seguir acentuando desigualdades. Universidades, escuelas,
fabricas, empresas e instituciones, ministerios, alcaldías, fiscalía,
procuraduría, contraloría, cortes de justicia y legisladores, están llamadas a
ratificar sus compromisos éticos y de incorruptibilidad y abandonar la
competencia por tratar cada una de ser la mejor en solitario y de crear su
propio monopolio del hacer o del saber para venderse mejor en nombre de la paz.
Es urgente eliminar estigmatizaciones, discriminaciones,
racismos, homofobias, misoginias, prejuicios morales y religiosos y maneras
clientelistas, corruptas y mercantiles de gobernar. Basta de correr
acríticamente detrás de metas e indicadores abstractos que impiden ver la
realidad y que en cambio de mejorar la convivencia generan angustia y dolor
(como lo fueron los falsos positivos movidos por indicadores), y que invalidan
la solidaridad y limitan el reconocimiento del otro como un ser humano a secas,
antes que verlo y contarlo como una categoría o un instrumento del capital. La
guerra ha destituido el sentido y el valor de los derechos conquistados y es un
compromiso conjunto de pueblo y estado recuperarlo. La realidad que va de la
guerra a la paz, no se cambia modificando letreros y avisos, ni con publicidad
renovada, ni incorporando las palabras de moda. Urge derribar las bases de las
contradicciones, mover de su lugar a las elites y diseñar en colectivo y con
sentido de nación otros poderes y formas de ser humanos.
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