Por Homar Garcés
Respecto a la oposición, es lícito pensar (sin lugar a la
duda ni a la chanza ni a la mala intención) que no es gente seria e inteligente
al «drenar» sus manías callejeramente como expresión política. Sus
extravagancias -salvo las acciones terroristas, con su saldo de asesinatos,
asaltos y destrucción de inmuebles (muchos pertenecientes a pequeños y medianos
comerciantes), continuamente negadas por sus dirigentes y, en contrapartida,
todas atribuidas al chavismo han servido para reanimar su escuálida presencia
en las calles del país, buscando causar más un impacto sicológico en la opinión
pública exterior que una reacción política en la local, imitando lo hecho en
otras épocas y en otras latitudes.
Pero, al contrario de aquellos que imitan,
combatiendo gobiernos y políticas públicas que afectan los derechos y el
bienestar colectivos, acá el objetivo primario no es otro que la salida
extraconstitucional (preferiblemente sangrienta) de Nicolás Maduro de la
presidencia, sin disponer de otros elementos de causa que legitimen sus
protestas «pacíficas y democráticas».
Siendo esto tan cierto, habrá que concluir, forzosamente
que, con tantas gríngolas mediáticas, es difícil que un fanático derechista se
anime a reconocer la verdad expuesta ante sus ojos. Ya esto sucede, en
cualquier ambiente y a cualquier hora; complicando la posibilidad de lograr un
mínimo de diálogo y de entendimiento respecto al tipo de país que se aspiraría
-entre todos- compartir. Esto ha logrado que la dirigencia ultraderechista de
la oposición mantenga una posición inflexible, confiada en que sus objetivos
están pronto a alcanzarse, contando con el apoyo de sus aliados extranjeros,
sobre todo de los regímenes de Argentina, Brasil, Colombia, Perú y, por
supuesto, de Estados Unidos, dispuestos a emprender medidas coercitivas
(económicas, diplomáticas y, sin exponerlo más explícitamente, militares) que
obliguen a Maduro a renunciar.
A esta posición de inflexibilidad extrema, se agrega la
Conferencia Episcopal Venezolana en abierto desacato de lo expresado por su
líder espiritual, el Papa Francisco, como de sus buenos oficios para contribuir
a una solución consensuada (o negociada) entre todos los sectores involucrados.
Lo mismo pasa con los gremios empresariales y profesionales que son controlados
por la derecha, cada uno promoviendo pronunciamientos que produzcan la
sensación que el chavismo gobernante ha caído en completa desgracia, restándole
nada más que el respaldo interesado de la cúpula castrense.
En la concepción de la democracia de la derecha, ella
representa la totalidad de la población de la nación. Así, aquellos que
protestan «pacíficamente» por el respeto a la Constitución (la misma que ellos,
por cierto, rechazaran a gritos en 1999 y luego abolieran mediante el gobierno
de facto del empresario Pedro Carmona Estanga en 2002) serían entonces los que
mejor podrán gobernar Venezuela para bien de todos. El resto (entiéndase, según
su óptica clasista y racista, la chusma, los tierrúos, los pata en el suelo,
los sectores populares) sólo tendrán que adaptarse y sobrevivir con las migajas
que deje caer de sus mesas la nueva clase gobernante de la derecha mientras
recupera el rumbo perdido e impulsa programas del neoliberalismo económico que
satisfagan las apetencias de los grandes consorcios del capitalismo
transnacional; al modo «democrático» de Argentina o Brasil.
De esta forma, la derecha representa una Venezuela que
confronta a la «otra» Venezuela, la conformada por el chavismo, que es
-básicamente, aunque muchos lo cuestionen- la mayoría de la población, los
sectores populares, de los cuales -por cierto- se expresan en términos bastante
degradantes y despectivos, copiando la jerga bravucona neo-nazi. Algo que se
deja ver en los sitios escogidos por la derecha para llevar a cabo su ahora cotidiana
labor de «protestas pacíficas» contra el régimen de Maduro, dejando tras su
paso de hordas enfurecidas una estela de destrucción y muerte; a diferencia de
lo que ocurre normalmente en las movilizaciones chavistas (invisibilizada en la
mayoría de las cadenas empresariales informativas), con sus expresiones de
alegrías, cantos y bailes, irradiando optimismo y, muy especialmente, un
profundo amor por la Patria bolivariana, en vez de prodigar -como su
contraparte- una excesiva admiración y dependencia emocional respecto a la
potencia tutelar del continente, Estados Unidos.
Esto marca, indudablemente, una diferenciación de clases
sociales, profunda, que se ha manifestado con todo lo que ella implica, ya no
sólo en el plano político o económico, sino muy especialmente en lo cultural,
ideológico y/o espiritual de cada persona, independientemente del hecho
evidente que gente de los estratos más bajos acompañen a los representantes
oligárquicos y apátridas de la derecha; como también en sentido contrario. Aun
así, habría espacio para determinar, con algo más de precisión que esta simple
categorización, la existencia de la «otra» Venezuela, aquella a la que tanto
temen por igual la derecha (local y extranjera) como los que gobiernan en su
nombre.-
mandingarebelde@gmail.com
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