Por Carolina Vásquez Araya
La pérdida de valores y de sensibilidad humana es el mayor
de los problemas
Cuando a la solidaridad y la empatía se anteponen el interés
personal, la preeminencia de un sistema de creencias políticas o religiosas y
la búsqueda del éxito -expresado fundamentalmente en términos materiales-
resulta indefectible la pérdida de sensibilidad humana ante los otros, dado que
la energía se enfoca en la consecución del bienestar individual por encima de
todo. Esto no es algo propio de uno u otro territorio, sino un fenómeno
presente en toda comunidad humana y en distintos grados, dependiendo de sus
niveles culturales y educativos.
Es usual creer que quienes menos poseen presentan actitudes
más agresivas y crueles que quienes han tenido el privilegio de gozar de
bienestar económico y acceso a la educación en sus distintos niveles. Eso no es
así, por lo general las comunidades más pobres suelen ser también las más
solidarias. A ellas las une su proximidad cotidiana, sus necesidades
compartidas y una visión más real de sus carencias. Pero también de ellas
surgen los mayores desafíos, por medio de generaciones de jóvenes privados de
oportunidades de todo tipo y ávidos de encontrar un camino hacia su desarrollo.
Entre esos caminos, sin embargo, se encuentran algunas de las rutas más
peligrosas para la estabilidad de una nación.
Es evidente que la violencia presente en el mundo actual ha
transformado a las relaciones humanas.
El contexto global, aun cuando parece lejano y ajeno, influye de manera
cada vez más importante sobre las naciones más débiles. La creciente tensión
mundial y los conflictos en países de la región inciden en un pesimismo
colectivo y en una visión superficial de los motivos de las crisis internas,
como si estas pudieran resolverse con fórmulas importadas.
Pero es importante entender que los sistemas sociales,
diseñados para controlar a los pueblos y someterlos a un marco valórico
definido por los centros de poder político y económico, no solo se expresan en
términos legales sino también en una estratificación rígida de la sociedad a
partir de la privación de derechos de los sectores más vulnerables y, por ende,
de menor incidencia en las decisiones. Esta manera de crear divisiones es una
marca de identidad en los países menos desarrollados y muy particularmente en
aquellos cuyo fuerte porcentaje de población indígena, campesina, joven y pobre
permite a sus centros de poder una mayor hegemonía, de manera muy puntual en la
criminalización de la pobreza y sus demandas, así como en la marginación de sus
nuevas generaciones y la eliminación de sus líderes.
Guatemala no es la excepción. Los muros elevados por las
clases política y económica para impedir el acceso a la educación a grandes
sectores de la ciudadanía han tenido, entre otras de sus variadas
consecuencias, una migración de la juventud marginada hacia actividades
delictivas, la huida de miles de jóvenes hacia otros países en busca de
oportunidades y, sobre todo, una creciente ruptura del tejido social. Esto
último, expresado en el discurso de odio y racismo cuyo impacto se percibe a
través de distintos medios con una fuerza descomunal. Los incidentes de
agresiones, asesinatos y enfrentamientos entre grupos muestran la peligrosa
decadencia de una sociedad intolerante e incapaz de ver a sus semejantes como
semejantes. Es decir, una absoluta pérdida de empatía y solidaridad, provocada
por lacras estructurales impresas en un sistema de valores caduco e inhumano
cuya principal característica es el desprecio por la vida y la incapacidad de
ir más allá de lo evidente para analizar, con toda la honestidad posible, los
orígenes de sus carencias.
ROMPETEXTO: Se ha destruido la visión humanista y hemos
perdido toda noción de comunidad.
Elquintopatio@gmail.com
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