Por Antonio Guillermo García Danglades
Amnistía Internacional, Naciones Unidas e incluso el propio
Departamento de Estado norteamericano han acusado recientemente al gobierno del
presidente Peña Nieto de México de violaciones flagrantes a los derechos
humanos. Sus respectivos informes coinciden en que la desaparición forzada, la
tortura, la corrupción y la impunidad son prácticas generalizadas en todo el
país. De acuerdo a Amnistía Internacional, en 2016 se registraron en este país
más de 36 mil homicidios, fueron descubiertas decenas de fosas comunes con
víctimas de ejecuciones extrajudiciales, y aumentaron considerablemente los
casos de tortura y desapariciones forzadas cuyos registros llegan a la
descomunal cifra de 29 mil 917 personas.
Al menos una docena
de periodistas fueron asesinados y cientos han sido objeto de amenazas,
hostigamiento e intimidación por parte de funcionarios públicos. La libertad de
manifestarse públicamente continuó siendo cercenada gracias a la Ley de
Movilidad que, aun cuando la corte determinó que ésta solo pautaba un régimen
de autorización previa, prohibió todas las manifestaciones en las principales
avenidas de la capital.
En Brasil, los escándalos de corrupción que pesan sobre el
gobierno de facto, y del propio Michel Temer, amenazan la aplicación exprés de
reformas neoliberales que buscan retrotraer el país a un pasado de exclusión y
pobreza generalizada. Apenas llegado al poder, Temer consiguió la aprobación de
la llamada “enmienda del fin del mundo” que congela por 20 años la inversión
social en educación y salud. Recientemente aprobó la nueva Ley de
Tercerizaciones, que seguramente provocará el despido masivo de trabajadores de
la administración pública, negándole además el derecho a los trabajadores
tercerizados de que puedan estar representados sindicalmente, entre otras
reformas estructurales que niegan los derechos laborales conquistados en los
últimos años. Cuarenta millones de personas se sumaron a una huelga general
convocada en vísperas del día del trabajador por las principales centrales
sindicales del país, y salieron a las calle a manifestarse en contra de las
medidas neoliberales de Temer.
El gobierno del presidente Mauricio Macri en Argentina
también enfrenta una situación socioeconómica adversa. Sus políticas
neoliberales han provocado el despido masivo de
trabajadores, aumento desproporcionado de las tarifas de todos los
servicios públicos, y lo más preocupante, una inflación descontrolada. En
respuesta, la sociedad argentina ha reclamado activamente sus derechos con
“ruidosas”, cortes de rutas, ocupación de empresas y manifestaciones masivas
que han venido creciendo significativamente.
Gobiernos en Paraguay, Colombia, Honduras y Perú, entre
otros, enfrentan desafíos similares ante una sociedad latinoamericana mucho más
madura políticamente y consciente de sus derechos sociales y económicos.
Sin embargo, la respuesta de estos países, y del Secretario
General de la OEA, a los preocupantes problemas socioeconómicos y de
violaciones a los derechos humanos ha sido solo una, al unísono y de manera
contundente: “¡Maduro debe salir ya!”.
El Petróleo Venezolano
Los gobiernos neoliberales de la región, en alianza con el
Departamento de Estado y la oposición venezolana, han trabajado incansablemente
para colocar a Venezuela en el foco de la atención mundial. Estos factores, a
través de una campaña mediática totalmente sesgada, y aprovechando el
deficiente desempeño comunicacional del gobierno venezolano y su escaso
relacionamiento con las fuerzas sociales internacionales, han logrado imponer
en la opinión pública la falsa noción de que el gobierno democráticamente electo
del Presidente Nicolás Maduro es una “dictadura” que reprime y tortura
salvajemente las manifestaciones “pacificas” de una oposición “democrática”,
ocultando en todo momento su lado más oscuro y violento.
Es cierto que Venezuela posee las reservas de petróleo más
grandes del planeta, las cuales fueron verdaderamente nacionalizadas a partir
de la revolucionaria Ley de Hidrocarburos de 2001 que, desde entonces, ha
contribuido a mejorar sustancialmente las condiciones de vida de la población
más vulnerable al colocar la ganancia petrolera al servicio de la sociedad, y
ha sido determinante en el proceso de integración regional. No es casual que
esta misma ley fuera el detonador del golpe de Estado meses más tarde de su
promulgación. Las empresas transnacionales enfurecieron al quedar sin el
control exclusivo que habían disfrutado durante todo el siglo pasado,
especialmente la Exxon, transnacional que ahora controla el Departamento de
Estado y la política exterior de la administración Trump.
Históricamente, el petróleo venezolano fue asumido como
propiedad de las transnacionales norteamericanas, y que el Estado venezolano,
en pleno ejercicio de su soberanía, haya asumido su pleno control como derecho
soberano e inalienable, ha sido considerado como un arrebato a la ganancia neta
multimillonaria de este conglomerado, y por ende, una amenaza a lo que reclaman
como sus legítimos derechos capitalistas. Como lo asegura el insigne
intelectual Noam Chomsky (1994), es natural que las empresas rechacen “las
restricciones externas a su capacidad de tomar decisiones y actuar libremente.”
En un escenario de incertidumbre planetaria provocada por el
calentamiento global y las campañas de amenazas, guerras y violencia del
imperio norteamericano en el Medio Oriente, y ahora en Asia, el apetitoso
petróleo venezolano, en el “patio trasero” de la potencia militar más grande
del planeta, constituye un rubro invalorable para la seguridad económica y
geoestratégica del mayor consumidor de petróleo del mundo, que difícilmente le
podrá sacar los ojos de encima.
No es solo el petróleo.
En 2005, durante la llamada “Cumbre de las Américas” en Mar
del Plata, Argentina, los dignos presidentes Evo Morales de Bolivia, Lula Da
Silva de Brasil, Hugo Chávez de Venezuela y su anfitrión Néstor Kirchner,
debieron enfrentar las enormes presiones de la administración Bush y los
gobiernos neoliberales de la región que pretendían adoptar el proyecto
hegemónico de Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA). La semilla que había sembrado el presidente
Chávez con su solitaria reserva al libre comercio en la Cumbre de Quebec de
2001, había germinado en la región. Ante un claro rechazo regional, el ALCA
finalmente debió ser abandonada, lo que constituyó una victoria histórica para
las fuerzas progresistas de América Latina y el Caribe. El eco de “ALCA… ¡AL
CArajo!” de Evo, Lula, Chávez y Kirchner, y hasta de Maradona, retumbó en todo
el continente, y Estados Unidos, representada por el propio presidente Bush,
debió admitir que “no están dadas las condiciones necesarias para lograr un
acuerdo de libre comercio”. (Declaración de la IV Cumbre de las Américas, 5 de
noviembre de 2005)
Después de la Cumbre de Mar del Plata, más nadie hablaría
del ALCA. Por el contrario, meses antes,
el 28 de abril de 2005, los Presidentes Fidel Castro Ruz de Cuba y Hugo Chávez
Frías de Venezuela, firmaban la Declaración Final de la Primera Reunión
Cuba-Venezuela para la aplicación de la “Alternativa Bolivariana para las
Américas (ALBA)”, novedoso mecanismo de integración, que a diferencia del ALCA,
se fundamenta en los principios de solidaridad, cooperación y
complementariedad, para acabar con la pobreza y la exclusión social, y lograr
un desarrollo sustentable para los pueblos, y que ha cosechado numerosos éxitos
en la región más desigual del mundo.
No ha sido casualidad que a partir de entonces, una ola de
gobiernos progresistas resultaran electos y re-electos democrática y
abrumadoramente en Ecuador, Uruguay, Paraguay, Honduras, República Dominicana,
Perú, El Salvador, Santa Lucia, así como en Argentina, Brasil, Bolivia y
Venezuela, cada uno con sus propias características y particularidades, pero
con un fin certero. En tan solo ocho años la membrecía del ALBA ya superaba la
docena de países, se había creado la UNASUR y el Consejo Suramericano de
Defensa, el sistema de intercambio comercial SUCRE, los programas sociales
continentales como la Misión Robinson y la Misión Milagros, y por si fuera
poco, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) que por primera
vez en 500 años de historia reunía a todos los países de la región en una misma
organización, incluyendo a Cuba, y con un agenda social sumamente progresista.
Este cambio de época, como bien lo denominara el presidente
ecuatoriano Rafael Correa, en primer lugar puso en evidencia el fracaso de los
regímenes neoliberales que dominaron la región en los años ochenta y noventa, y
más importante aún, significó el proceso de apropiación soberana de los
recursos naturales para colocarlos al servicio de los pueblos, e iniciar un
proceso de integración verdadera de toda la región latinoamericana y caribeña,
incluso transversal a las tendencias ideológicas, que acabara con el tutelaje
estadounidense y su Doctrina Monroe.
La nueva derecha Latinoamericana
Ante este equilibrio de fuerzas progresistas en la región,
se inició una campaña restauradora del neoliberalismo con los golpes de Estado
en Honduras y Paraguay, los cuales contaron con el apoyo y la bendición de
Washington y la OEA. Estos golpes impunes fueron seguidos de una intensa
maniobra internacional para desestabilizar económicamente a Argentina y
Venezuela, lo que tuvo una incidencia determinante en los resultados
electorales, a nivel presidencial y parlamentario respectivamente, y que aunado
al fallecimiento del Presidente Chávez – para muchos asesinado -, abonaron el
terreno para ejecutar con éxito el golpe de Estado en Brasil contra la
presidenta Dilma Rousseff, provocando así una nueva geografía política en
América Latina.
Las campañas de desestabilización se acentuaron igualmente
en Bolivia, Ecuador y Nicaragua, justo en la antesala de sus respectivos
procesos electorales. Evo Morales en Bolivia perdió el referéndum que le
permitiría buscar la reelección, y la Alianza País de Rafael Correa debió
enfrentar conatos de violencia y acudir por primera vez a una segunda vuelta
electoral para ratificar el triunfo de su candidato, el ahora presidente Lenin
Moreno.
No obstante, la derecha que ha obtenido recientemente
importantes cuotas de poder, tanto a nivel del ejecutivo como parlamentario, se
caracteriza por el ejercicio de la anti-política. En su mayoría no son
políticos tradicionales nutridos en luchas partidistas, donde la negociación y
el consenso de posiciones políticas imperan sobre la imposición de normas y
conceptos ortodoxos vinculados al capital. Así lo demuestran los empresarios
Mauricio Macri en Argentina, Horacio Cartes en Paraguay, Pedro Pablo Kuczynski
en Perú y el actor Jimmy Morales en Guatemala, entre otros mandatarios que, aun
proviniendo de la política, mantienen estrechas relaciones con el aparato
transnacional privado, como es el caso de Temer en Brasil, Santos en Colombia y
Peña Nieto en México. Estos mandatarios ejercen la acción de gobierno de igual
manera que en el ámbito privado corporativista. Estos gobiernos, que anteponen
el capital al ser humano y el ambiente, se asemejan mucho a los regímenes
instaurados por los fascistas italianos
a partir de 1920, que convirtieron las agrupaciones privadas en órganos del
Estado, y que dio paso al “neue Ordnung” de Hitler y “ordine nuovo” de
Mussolini, caracterizados por la “conglomeración de gobierno y grandes
corporaciones”. (Chomsky, 1994)
El caso venezolano lo ilustra muy bien. Los líderes de la
extrema derecha que hoy controla la oposición y su agenda de acciones violentas
- a diferencia de los sectores tradicionales que promueven la moderación -, en
su mayoría provienen de familias adineradas con estrechos nexos al aparato
financiero y transnacional del país. María Corina Machado, una de las más
fervientes defensoras del golpe de Estado, es hija de multimillonarios y
familia de uno de los empresarios más poderosos del país, fundador del canal
antichavista Globovisión. Incluso llegó a formar parte de la junta directiva de
Sivensa, la primera corporación siderurgia venezolana de capital privado que
surge en 1997 de la privatización de SIDOR, el mayor complejo siderúrgico de
toda América Latina, donde compartía funciones con Pedro Carmona, el
autoproclamado dictador tras el golpe de 2002.
Del mismo modo,
Leopoldo López Mendoza, quien dirigió las acciones violentas de la oposición en
2014, procede de una familia que, hasta la llegada al poder del Presidente
Chávez, disfrutó por muchas décadas las mieles del poder. Esto le permitió
formarse en los colegios privados más exclusivos del país, así como en centros
de estudio en Princeton, Ohio y Harvard. Precisamente, los favores familiares
le facilitaron ingresar a puestos de alto nivel en la industria petrolera,
donde a través de su madre, para entonces Directora de Asuntos Públicos,
consiguió ilegalmente el financiamiento necesario para la fundación de su
propia ONG.
Ambas figuras personificaron la nueva generación de la
derecha venezolana que, en lugar de insertar su acción política en los
desacreditados partidos políticos, decidieron fundar organizaciones civiles
privadas para adelantar su agenda neoliberal y que luego utilizarían como
plataforma para dar el salto político con el financiamiento directo de la
Fundación Nacional para la Democracia (NED), la Agencia Internacional para el
Desarrollo de Estados Unidos (USAID) y el Instituto Republicano Internacional
(IRI).
El objeto de la nueva derecha latinoamericana ha sido la
instauración de lo que Chomsky definió muy bien como un sistema donde el Estado
integra la mano de obra y el capital bajo el control de una estructura vertical
corporativa, donde el poder reside en la mano de los banqueros, inversionistas
y empresarios, en una palabra, “fascismo”. Chomsky argumenta que cualquier
forma de poder concentrado no desea ser sujeto del control democrático popular,
así como tampoco a la disciplina del mercado, por lo que sectores poderosos y
ricos se oponen naturalmente al funcionamiento de la democracia, así como se
oponen al funcionamiento del mercado.
Esta aseveración explica en buena manera la campaña
restauradora del neoliberalismo en la región y particularmente en Venezuela las
razones del golpe de Estado de 2002 y la usurpación del poder en ese momento
por parte del presidente de la asociación de empresarios más grande del país,
así como la furia con la que los gobiernos neoliberales de la región, junto a
la extrema derecha venezolana y el Departamento de Estado dominado por la
Exxon, han actuado en contra el proceso democrático venezolano, incluso exigiendo
el desconocimiento de los poderes públicos democráticos y defendiendo las
acciones violentas de la extrema derecha.
El inexorable retorno de la izquierda
El futuro de la derecha en América Latina no es muy
alentador. En Brasil, el ex presidente Lula Da Silva lidera todas las encuestas
de intención de voto para la elección presidencial de 2018, tanto en primera
como en segunda vuelta, muy por encima del candidato neoliberal. Ante este
escenario, la derecha transnacional ha debido activar mecanismos mediáticos y
judiciales para impedir su candidatura. A la fecha, el ex presidente brasilero
había acumulado cinco imputaciones judiciales admitidas, de las decenas
intentadas, tres de las cuales son llevadas por el juez Sergio Moro, conocido
por su defensa al neoliberalismo, apoyo al gobierno de facto y contrario a las
políticas progresistas de Lula y Rousseff.
En México, el retorno al poder del Partido Revolucionario
Institucional (PRI) después de 12 años de fracasos electorales, significó la
posibilidad de otros 70 años de imbatibilidad. Sin embargo, la esperanza del
PRI ha sido sepultada por la estrepitosa gestión del presidente Peña Nieto,
hundiendo en las preferencias electorales de la ciudadanía al partido forjado
en la heroica revolución mexicana, ahora devenido a neoliberal e injerencista.
Dos estudios sobre la intención del voto encargados por el propio poder
ejecutivo, ubican al izquierdista Manuel López Obrador, líder del Movimiento
Regeneración Nacional (Morena), a la cabeza de las preferencias electorales
cercano al 18 por ciento, siete puntos por encima de su más cercana competidora
del partido neoliberal PAN, coincidiendo así con otras mediciones realizadas a
nivel federal y local, que incluso lo colocan con una diferencia de hasta diez
puntos. En sentido contrario, más de un tercio del electorado jamás votaría por
el PRI. (La Jornada, 23 de marzo de 2017)
Por su parte, las elecciones legislativas en Argentina
pautadas para octubre próximo, estarán signadas por el creciente declive de la
gestión del gobierno de Macri en el electorado, que ahora cuenta con un rechazo
que supera el 60 por ciento, lo que a su vez podría significar una excelente
oportunidad para la izquierda si ésta logra conciliar las diferencias al
interior del peronismo, particularmente de cara a la contienda presidencial de
2019.
La obsesión: extirpar de raíz o retroceder
La estrechez política de la nueva derecha latinoamericana le
debe hacer pensar que extirpar de raíz a la izquierda en su país pasa
inexorablemente por el desprestigio y derrumbe de la Revolución Bolivariana en
Venezuela. De allí que consideran necesario e impostergable el derrocamiento
del Presidente Nicolás Maduro, el desplazamiento de todos los poderes públicos
consolidados en revolución, y la desaparición de las fuerzas políticas que lo
apoyan.
En Venezuela pues, la derecha continental se juega la
posibilidad de su permanencia sostenida en el poder. Así como en los albores
del nuevo siglo la solitaria reserva que hizo el Presidente Chávez al acuerdo
de libre comercio en la Cumbre de Quebec significó un ejemplo a seguir en el
futuro inmediato por los pueblos del continente, en esta oportunidad la derecha
latinoamericana no puede permitirse otro vuelco político histórico.
La permanencia del Presidente Maduro en el poder y la
continuidad de la Revolución Bolivariana, con la importancia geoestratégica que
ésta tiene para el continente, podría tener un efecto devastador para las
derechas de Brasil, México y posiblemente Argentina. La posibilidad de que los
dos países más grandes de América Latina, Brasil y México, tengan gobiernos
progresistas en 2018, significaría un nuevo equilibrio de poder que sin dudas
amenazaría la propia existencia de la derecha neoliberal y enrumbaría nuevamente
a la región hacia su plena independencia, soberanía y consolidación de sus
procesos históricos, sin tutelajes ni dominio externo.
agd1967@gmail.com
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