Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez
La política del horror da cuenta de 46 seres humanos,
hombres y mujeres, asesinados en los 150 días de 2017, por su probada
dedicación a la defensa de derechos humanos y su calidad de líderes sociales de
profundas y reconocidas convicciones éticas. El solo dato impacta y debería
provocar el repudio unánime de partidos, academias, medios, iglesias y promover
una reflexión por el real sentido del valor de la vida en un país ad portas de
cerrar la guerra. La paz avanza lenta por entre caminos inhóspitos pero podrá
ser estable y duradera si los componentes del estado se vuelcan a impulsar una
cultura de derechos que preserve la vida de sus líderes y reafirme la
implementación efectiva y material de los acuerdos entre estado e insurgencia,
eliminando las barreras que los beneficiarios de la tragedia impulsan tratando
de: invalidar el espíritu de paz, presionar a una renegociación jurídica y
moral de lo acordado e impedir que los sectores populares tengan existencia
política.
Detrás de 46 líderes asesinados hay más que una estrategia
de eliminación de dirigentes sociales y defensores de derechos y no es solo un
reto teórico[1], si no también practico indicar que hay una política de muerte
(aunque no cumpla los requisitos formales) que tiene misión. Visión,
estructura, metas, responsables, recursos, tiempos, modos de acción, actores y
territorios en los que se ejecuta el programa de guerra sucia orientada por los
“defensores” de los privilegios que les ofrece el capital y el poder. No hay
hechos aislados, hay conexión orgánica entre política de horror, capital y
poder político y persiste una tendencia de resultados con datos como que “En
los últimos 14 meses hubo 120 homicidios de defensores de derechos humanos y
líderes sociales, además de 33 atentados y 27 agresiones a este mismo grupo
poblacional (defensoría,elheraldo.co/marzo 3, 2017)"; “Entre 2002 y 2016
hubo 558 líderes sociales asesinados (verdadabierta.com)”; En abril de 2017
fueron asesinados más de 10 indígenas awua, woman y kite kiwe (Amnistía) y “Van
2500 sindicalistas asesinados en 20 años (verdadabierta.com)”. Queda al
descubierto un continuum de barbarie que remite a advertir un genocidio en
marcha, un plan de exterminio sistemáticamente ejecutado contra personas
protegidas e indefensas que conforman una comunidad política llamada sociedad
civil. Los 46 líderes y defensores fueron asesinados en lugares precisos de una
geopolítica de riqueza estratégica y en el momento político concreto en que se
construye paz en los territorios y la verdad contada por otras voces saca a
flote las reales intenciones y a los responsables del horror padecido.
La tragedia es más grave que la que nos acostumbraron a
mirar en otras latitudes, porque en un contexto de paz el asesinato de un líder
es aún más condenable que en época de guerra, es un agravio a la humanidad
sobre todo porque ocurre como parte de una política que se creía superada. En
la guerra las muertes de líderes y defensores inocentes fue negada, los
victimarios condecorados y los agraviados humillados, las victimas acusadas de
terroristas y guerrilleros para justificar el orden criminal, pero en época de
paz la víctima, el victimario, la sistematicidad del horror y el móvil político
y social del exterminio son visibles, aunque funcionarios del estado, -que
guardan lealtades personales a las elites, sigan creyendo que perseguir y
eliminar líderes y defensores de derechos es normal porque según sus creencias,
cuestionan o ponen a debate el orden natural de las cosas y enfrentan a las
jerarquías del poder y por ello ese es el precio de sus conductas
desobedientes. Sin embargo es momento para llamar a las instituciones a
abandonar esa mentalidad, a superar el código de guerra amigo-enemigo, y
entender que al país entero arrastra la vergüenza de ser el país en el mundo
que más asesinatos de líderes sociales ha producido en tiempos de guerra y ahora
está produciendo en tiempos de paz. Matar a los defensores del bien común, de
lo justo y lo correcto, por reclamar del estado respetar, hacer respetar y
ofrecer garantías a los derechos es un crimen genocida.
Aunque no haya leyes concretas ni órdenes expresas que
promuevan el horror, el estado es el primer responsable estos crímenes
sistemáticos que anuncian la existencia de una política criminal de exterminio.
Los ejecutores del horror son apenas piezas brutas del engranaje del poder. No
se ejecutan homicidios aislados, ni inconexos, hay secuencia, tendencia e
intencionalidad y por los rasgos y características del modus operandi descubren
que hay una estructura paramilitar encargada de las ejecuciones, que controla
una máquina de aniquilamiento, no para combatir enemigos, si no para provocar
terror, imponer miedo, seleccionar y organizar la matanza de humanos indefensos
como si mataran animales, han asesinado por degüello, picado cuerpos a machete,
descuartizado con motosierras, torturado, mutilado y violado, pero nunca
enfrentado a un líder social en combate alguno, porque ninguno de los dos va al
combate, los asesinan en calles, universidades, campos de cultivo, barrios
populares, oficinas y sedes sindicales. Son crímenes de odio, para los que no
importa si lo comete un cazador solitario o un grupo de inhumanos, drogados o
enardecidos vengadores, lo que cuenta es el plan, la intencionalidad y el móvil
político de exterminarlos por ser líderes. Y ese plan activa a la máquina de
horror sea como banda, grupo o clan en connivencia o aquiescencia del estado.
En la política
genocida no hay odio personal, ni cuentas por cobrar, ni desadaptados, ni
obsesivos con ganas de matar, debajo o
detrás hay un estructurado y consiente programa de odio racial, étnico, político,
sexual, social o ideológico, que sale de los centros de mando de la política
tradicional cuyos intereses económicos y desprecio por la vida humana coinciden
en borrar de la historia a rebeldes y adversarios. Ideológicamente han
acostumbrado al país a ver morir violentamente a sus líderes, a contar a sus
muertos y a olvidarlos, a perder el asombro ante cada masacre superior en
crueldad a la anterior y a convivir con resignación sin reparar en la
proximidad entre el asesino y la víctima.
Es hora de que el presidente jefe de estado y de gobierno y
su bancada temporal en el congreso convoquen a los otros poderes del estado a
respetar los acuerdos de paz alcanzados, que son el sustrato político y social
del derecho humano a la paz conquistado y desmonten sin dilación la política
del horror, reconozcan y detengan el genocidio en marcha contra líderes,
defensores de derechos y adversarios políticos. El gobierno sabe y bien conoce
del libreto criminal del genocidio cuyo relato empieza cuando unos poderosos
invitan a sus amigos a un almuerzo, una fiesta o una reunión social y les
cuentan historias[2] y entre risas y bromas configuran a enemigos tildados de
ateos, comunistas, guerrilleros, homosexuales, negros, indios o campesinos, a
los que marcan con la señal de peligrosos para sus intereses. Los que oyen se
lo cuentan a otros, hasta que alguien actúa, amenaza, persigue y mata, como si
lo hiciera por cuenta propia, como si estuviera cumpliendo una misión de su
destino personal. Esa es la sistematicidad y a ese responsable no se les puede
buscar con las mismas herramientas que ofrecen como criminales. Los 46
asesinados en 2017 y los cientos en este siglo, no son homicidios simples
producto de odios individuales, ni de desquiciados veteranos de guerra, son una
parte estructurada de un genocidio en marcha contra un tipo de seres humanos
que responden a una lógica de adversarios políticos y sociales, asesinados por
una ideología y prácticas de ultraderechas incrustadas en el poder, cuya mayor
victoria ha sido dividir a sus víctimas, ponerlas en contradicción y lucrarse
de ellas convertidas en su multitud de fieles electorales.
Multitudes negadas.
Los líderes sociales, hombres y mujeres de todas las
latitudes están hoy al frente de una diáspora nacional de movilizaciones
sociales provocadas por la negación de derechos, el déficit de democracia, la
corrupción y el clientelismo. Son multitudes negadas, invisibilizadas. 12 días
de paro, miles de vehículos estacionados en la vía al puerto más importante del
país (Buenaventura), cientos de indígenas apostados en carreteras, campesinos y
afros movilizados, los tres hacen parte de un mismo grupo de olvidados unidos
en una insurrección desarmada. 10 días de paro cívico en el Choco. 10 días de
paro nacional con miles de maestros en las calles y cese de actividades de
350.000 profesores y 8 millones de estudiantes. Bloqueos, plantones, marchas de
centrales obreras, reclamantes de salud, educación, guardianes, jubilados y
desalojados de sus viviendas, DIAN, Bienestar. Protestas contra la corte
constitucional por sus decisiones adversas a la paz. Protestas y mítines
universitarios contra la privatización y la pérdida de autonomía.....una
guerrilla en asamblea permanente y otra en conversaciones de paz. Hay también
oportunistas políticos, gases lacrimógenos, gases pimienta, tanques de guerra y
tanquetas de agresión, aeronaves de guerra, avión fantasma, policía de choque y
motorizada, infiltrados, fuerza desbordada, muerte, heridos desaparecidos,
detenidos y judicializados reclamantes de derechos..... Hay un país en revuelta
pero faltan los medios, ¿dónde están los medios? Donde sus lentes que no ven a
estas multitudes? ¿Dónde sus micrófonos que no escuchan los susurros de este
pueblo?. ¿Por qué de esto no hablan los medios ni se preguntan por los
causantes del horror?
[1] Una
Fundamentación, puede hallarse en mis libros Teoría de ddhh y políticas
públicas (2006); Derechos humanos, capitalismo global y políticas públicas
(2006); Lectura crítica de los derechos humanos a 20 años de la constitución
colombiana (20011, colectivo)
[2] En el film: Carta a una Sombra (Colombia 2015), homenaje
a Héctor Abad, hay expresiones que condensa mejor esta afirmación
mrestrepo33@hotmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario