martes, 19 de septiembre de 2017

La paz exige desmarcarse de la política de terror

Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez:

Sin la política del terror impuesta por los financistas globales a los estados bajo el nombre de seguridad y de la imposición de la guerra preventiva a partir del 9/11 de 2001, las rentas de las elites no crecerían tanto como quieren, ni la sociedad podría ser controlada como pretenden. De manera que en ningún lugar del planeta y en el siglo que vivimos, se puede esperar que estén dispuestas a cambiar su manera de existir. La fuerza motriz de la sociedad son sus prácticas y cambiarlas no es un asunto de buenas intenciones de la clase en el poder, ni de esgrimirle papeles firmados, ni de adecuar al momento e interés coyuntural las categorías con las que se explica lo que ocurre en la realidad.


El orden de las transformaciones sociales indica que sin la presión, la revuelta, el alboroto organizado y el sonido de tambores y de arengas en las calles no hay solución a las demandas de paz, trabajo, alimento, vivienda, educación o salud, de un pueblo eternamente desconocido y maltratado. Primero van los cambios en la realidad material y después sì de las categorías que la explican. En eso va la tensión entre la inmensa Colombia que hace tiempo construye paz desde abajo, con decenas y decenas de experiencias de resistencia, rebeldía, desobediencia y levantamientos que han cambiado  la realidad y permitido que por lo menos exista lo poco que existe, entre adversidades, persecuciones, asesinatos, desapariciones, amenazas, hostigamientos y falsedades y; la escasa población agrupada en elites que ostentan poder y capital y se niegan a ceder aunque sea el más mínimo de los privilegios que obtuvieron de manera legal o fraudulenta en medio de la guerra.

Corresponde al gobierno Santos radicalizar sus posturas para defender la paz firmada, salirse del camino trazado por las huestes guerreristas y homogeneizadoras que impiden la pluralidad política. Hasta hoy resultan confusos sus movimientos (bandazos) entre las aguas de la paz y las de continuación de la guerra, aunque sea de otra manera o en guerras ajenas. Es pequeño el espacio que queda para llenarlo de confianza, cuando al tiempo se cruzan las palabras y llamados a la paz con honestidad, sin corrupción, sin cizaña, sin odio ni venganza en la reconciliación que vino a promover el papa Francisco a creyentes e incrédulos para sellar la paz firmada y los llamados a mantener la polarización, las salidas de fuerza y la defensa de las políticas de terror que propondrá Netanyahu, el primer ministro de Israel, después de celebrar la muerte de civiles en la acorralada Palestina, y en evidente continuación de las acciones que hace menos de un mes vino a proponer el vicepresidente Norteamericano Mike Pence, que con solo una charla de estado logró irse con el botín de cinco mil soldados listos para enviar a combatir a corea del Norte y a defender de la extinción el mismo planeta que ellos cínicamente depredan sin límite y a escalas incuantificables cada día.

Promover la modificación de las prácticas sociales que tienen el espíritu y letra de la guerra, y ponerse del lado del pueblo (y del papa), comienza porque el estado se desmarque con urgencia de la política exterior norteamericana en ejercicio de la libre autodeterminación e independencia, y se salga del marco del terror que le proponen continuar, a su costa con recursos de la riqueza nacional, de los impuestos y los empréstitos para la muerte.

Es en la vida práctica que el gobierno, a la cabeza del estado, debe implementar hechos de paz, no basta con llenar auditorios, ofrecer cursos, seminarios, diplomados, especializaciones y proyectos descontextualizados de la realidad de las víctimas y en general de la sociedad desarmada. No basta con recubrir (o encubrir) con retoricas de paz y convivencia lo mismo que se hacía en la guerra, ni tampoco es suficiente con crear en las instituciones comités de derechos sin antes comprender que en su nombre también se agencia el horror y la masacre. Las prácticas militares no pueden seguir siendo de guerra, ni las policiales de control y restricción de libertades y derechos en nombre de dios y de la patria, ni las de las instituciones pueden seguir acentuando desigualdades. Universidades, escuelas, fabricas, empresas e instituciones, ministerios, alcaldías, fiscalía, procuraduría, contraloría, cortes de justicia y legisladores, están llamadas a ratificar sus compromisos éticos y de incorruptibilidad y abandonar la competencia por tratar cada una de ser la mejor en solitario y de crear su propio monopolio del hacer o del saber para venderse mejor en nombre de la paz.

Es urgente eliminar estigmatizaciones, discriminaciones, racismos, homofobias, misoginias, prejuicios morales y religiosos y maneras clientelistas, corruptas y mercantiles de gobernar. Basta de correr acríticamente detrás de metas e indicadores abstractos que impiden ver la realidad y que en cambio de mejorar la convivencia generan angustia y dolor (como lo fueron los falsos positivos movidos por indicadores), y que invalidan la solidaridad y limitan el reconocimiento del otro como un ser humano a secas, antes que verlo y contarlo como una categoría o un instrumento del capital. La guerra ha destituido el sentido y el valor de los derechos conquistados y es un compromiso conjunto de pueblo y estado recuperarlo. La realidad que va de la guerra a la paz, no se cambia modificando letreros y avisos, ni con publicidad renovada, ni incorporando las palabras de moda. Urge derribar las bases de las contradicciones, mover de su lugar a las elites y diseñar en colectivo y con sentido de nación otros poderes y formas de ser humanos.


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