Por Homar Garcés:
Todas y todos somos, en alguna mayor o menor medida,
víctimas del rol estereotipado creado desde hace siglos respecto a lo que debe
ser cada mujer y cada hombre en la sociedad. Esto, a su vez, sirve de base para
apuntalar un sistema de dominación que se expresa en el lenguaje, la educación,
la religión, la economía y la política, sin apartar otros ámbitos donde
prevalece una visión machista, patriarcal y misógina de lo que sería la relación
normal entre mujeres y hombres. Adentrándonos en pleno siglo, esta visión
pareciera amplificarse, a pesar de los muchos avances logrados por las mujeres
en general, alrededor del mundo, en materia de reconocimiento de derechos
individuales y colectivos; lo que suscita reacciones encontradas sobre la serie
de asesinatos de mujeres cometidos en varias naciones de nuestra América,
exigiéndose medidas que los minimicen y castiguen.
Al respecto, puede afirmarse que el incremento de las tasas de feminicidios observado en este continente tiene su causa, mayormente, en el grado de incapacidad y, hasta, de complicidad de los organismos -asistenciales, policiales, judiciales- para prevenir adecuadamente los abusos cometidos contra las mujeres, indistintamente de su edad, grupo étnico y condición social o económica. La deshumanización de la mujer al considerársele mera propiedad del hombre ha contribuido enormemente con este incremento de violencia y femicidios, lo cual -aunque parezca algo contradictorio- tiene una validación social que lo naturaliza y lo encubre, permitiéndose la impunidad de quienes perpetran tales atrocidades.
No se debe ver, en consecuencia, la violencia masculina
contra la mujer como un asunto restringido al ámbito privado donde nadie más pueda
involucrarse. Hay que catalogarla como parte de los diversos complejos procesos
sociohistóricos sobre los que descansa el actual modelo civilizatorio. Mediante
el patriarcado las mujeres sufren la apropiación y el control de su capacidad
reproductiva; gracias al modo de producción capitalista su trabajo doméstico no
es remunerado, facilitando la reproducción gratuita de la fuerza de trabajo y,
en el caso de trabajar en empresas, son explotadas -igual que los hombres- pero
con salarios de miseria, lo que contribuye a sustentar la vigencia del
capitalismo. Todo lo anterior ha servido para reforzar la posición de
inferioridad social y sexual que se les adjudica a las mujeres. No es, por
tanto, algo esporádico, aislado o circunstancial que sólo requiere de la
aplicación de ciertas leyes y, así, sancionarse oportuna y adecuadamente a los
victimarios.
Recordando a Rosa de Luxemburgo, la lucha femenina implica luchar «por un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres».
A lo que podemos sumar lo dicho por el psiquiatra feminista
Enrique Stola en cuanto a que «el cambio pasa por el campo social y cultural,
con las mujeres en las calles. Los derechos, como el voto, los lograron las
mujeres "quilomberas" e "irrespetuosas" del pasado,
peleando contra la policía, la Justicia, y las que hoy, del mismo modo son las
que garantizan más derechos y no solo para ellas sino para toda la comunidad
LGTBI. Claro que siempre estarán los dominadores que les dirán cómo deben
liberarse, les marcarán la agenda. Es como si los afroamericanos les pidieran
opiniones a los blancos de cómo emanciparse». No resulta suficiente que las
mujeres hagan sentir su voz de protesta cada 8 de marzo o cada 25 de noviembre,
Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, o cuando
se conoce de la violación y la muerte violenta de alguna mujer en cualquier
país del mundo.
Sin discriminación y por referirnos al ámbito geográfico más
cercano, en la actualidad las mujeres conforman actualmente una de las fuerzas
sociales más importantes de nuestra América. Es un hecho comprobado. Sus
acciones se han expresado contra la violencia machista, la legalización del
aborto y la transformación social; dándole a las mujeres un nivel de
participación y protagonismo como nunca antes en la historia. Sin embargo, aún
confrontan los patrones de conducta y las prácticas culturales (donde se
incluye a la religión, sea cual sea su denominación) que las hacen ver
culpables de su propio martirio diario y, hasta, de sus propios asesinatos,
reclamándoles -de un modo tácito o sobreentendido- el papel de subordinadas que
debieran seguir. A esto habrá que agregarle la situación de desigualdad y de
pobreza en que se halla un considerable porcentaje de mujeres, lo cual hace más
difícil la lucha que éstas pudieran llevar a cabo por su emancipación integral,
máxime cuando, a solas, son quienes sostienen sus respectivos hogares, con poco
o nulo amparo del Estado.
En el caso específico de nuestra América, la lucha feminista
la sostiene una gran gama de movimientos
de mujeres campesinas, afrodescendientes, indígenas, lesbianas, trans y
trabajadoras sexuales, entre otras, ya no únicamente centradas en lograr
mayores derechos civiles y una igualdad formal ante la sociedad y el Estado
sino que abarca también lo que se ha dado a conocer como perspectiva decolonial
y de comunidad que entiende el cuerpo de las mujeres como un territorio en
disputa, con criterios de autodeterminación. Simultáneamente, han tenido que
lidiar con las maniobras por parte de gobiernos y entidades sociales que buscan
cooptarlas y así lograr la despolitización y la desradicalización de sus
principales objetivos emancipatorios.
La larga cadena de violencias machistas (incluyendo el acoso callejero y la presión por la que muchas mujeres se ven obligadas a seguir un patrón estético, a fin de encajar en la sociedad o lograr un empleo) debe comprenderse y confrontarse como una cuestión estructural. Ello exige una perspectiva de género.
Los objetivos de lucha de un feminismo realmente
revolucionario no podrán separarse de la lucha que encabezarían las mujeres
trabajadoras y pobres, sin dejar de mencionarse la lucha por su dignidad y
emancipación de las mujeres indígenas y afrodescendientes; para transformarse
cada una de ellas en sujetos de su propia historia.
El entramado de explotación y opresión capitalista que
caracteriza al modelo civilizatorio actual no podrá combatirse ni erradicarse
con un simple manifiesto de buenas intenciones o con medidas coercitivas coyunturales.
La defensa o resistencia conjunta de las mujeres tendría que reflejarse
entonces en evitar, primeramente, que su integridad sea amenazada por la
destrucción y la desigualdad derivadas de un sistema capitalista,
disciplinario, racista y xenófobo que, de una u otra manera, nos afecta a todos
y todas; y, simultáneamente, contribuir de forma protagónica en la construcción
de un mejor mundo posible. -
mandingarebelde@gmail.com
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