Por Juan Pablo Cárdenas S.:
En las democracias más saludables la soberanía popular se
expresa constantemente y no solo en las elecciones periódicas y muchas veces
demasiado distantes entre sí. Esto explica que los jefes de estado sean
elegidos y removidos de sus cargos sin que ello ocasione traumas en la
institucionalidad y la convivencia política y social. Si Chile estuviera entre
estas naciones, no hay duda que Sebastián Piñera se habría visto compelido a
renunciar hace mucho tiempo. Sin embargo, hoy, con menos de dos dígitos de aprobación
ciudadana en las encuestas a muchos les parece una herejía exigir su desalojo
de La Moneda.
Titulamos esta columna tal como lo hiciéramos en relación a Augusto Pinochet durante su dictadura, demanda que entonces fuera muy celebrada, aunque con ello se iniciara una intensa persecución política y judicial contra la revista Análisis y otros medios disidentes. El Régimen Militar y sus abogados defensores nos trataron entonces de sediciosos y de injuriar al gobernante, pero hasta hoy nadie nos ha arrebatado el mérito de haber representado a través de un medio de comunicación lo que era un fuerte clamor ciudadano.
Sabemos que la culpa del intenso y desbocado clima de
violencia que vive Chile no es consecuencia solo del desgobierno de Piñera. Su
responsabilidad es compartida con el conjunto de la clase política, los
partidos y los poderes fácticos que fijan el rumbo del país según lo indiquen
los poderosos círculos empresariales nacionales y extranjeros, como de los
medios de comunicación que sirven a la prolongación de un sistema
aberrantemente desigual y excluyente.
Pocos quieren asumir que las pugnas callejeras, la quema y
destrucción sistemática de los medios de transporte, los centenares de jóvenes
encarcelados están precipitando verdaderamente hacia una guerra civil en que el propio proceso
constituyente nos va pareciendo ya un suceso aislado, sin la trascendencia que
prometió y de nuevo esfumándose en la reyerta electoral, los espurios arreglos
cupulares, la exclusión de los pueblos originarios, cuanto la fundada amenaza
de la derecha de hacer imposible los quórum dispuestos para aprobar una nueva
Carta Magna.
Al menos por medio siglo tenemos constancia de las dificultades enfrentadas siempre por los presidentes de la República con sus partidos y coaliciones aliadas, más que con los referentes opositores. Desde siempre, tal discordia se ha explicado en la voracidad de los grupos oficialistas por ganar cuotas de poder dentro de las respectivas administraciones.
Nuestros gobernantes muy difícilmente han podido hacer lo
que prometieron o les mandató el pueblo, por lo que los distintos poderes del
estado y las instituciones realmente nunca han funcionado debidamente al ser
considerados como un coto de caza de los gobiernos de turno.
Ello explica que ministros de estado, parlamentarios, jueces
y altos funcionarios públicos sean tentados por el cohecho y la corrupción que
hoy causa estragos en una nación que presumía de estar libre de estas lacras. A
ello se le suma una realidad también difícil de aceptar: la creciente presencia
de los carteles de la droga, el narco y el microtráfico, la desnaturalización
de las policías, el fraude al fisco y otros efectos muy expresivos del grado de
postración de nuestro país.
Sebastián Piñera ya demostró su falta de competencia y
autoridad moral. Por algo, desde los inicios de su carrera política fue
denunciado por sus propios pares como un empresario corrupto, desleal y ansioso
de mayor riqueza. De la misma forma que entre sus adláteres políticos es
también despreciado virulentamente, aunque muchas veces se oculte el repudio
que su nombre, palabra y ademanes provoca. Si llegó hasta a comprar un partido
para imponerse como abanderado presidencial, así como después se convirtiera en
el mandatario latinoamericano bochornosamente más sumiso a Donald Trump y a su
política internacional.
A ratos, pareciera que es entre los dirigentes de la
oposición donde existe mayor deseo de que continúen sus desaciertos y
contrasentidos, nada más que en la esperanza de que su descrédito social crezca
y les sea más fácil sucederlo en las elecciones presidenciales venideras. Es
evidente que durante el Estallido Social dirigentes y partidos de la llamada
oposición decidieron prolongarle su estadía en la Presidencia del país,
conviniendo con él un itinerario constitucional tramposo y de muy inciertos
resultados, pese a la abrumadora mayoría obtenida en el Plebiscito a favor de
una nueva Carta Magna y sin representación del Ejecutivo y Legislativo en su
Convención Constituyente.
Por ello es que condescender con la prolongación de su
gobierno puede ser muy arriesgado si observamos cómo se profundiza el conflicto
en La Araucanía y las desenfrenadas protestas y represión en las calles de la
Capital y otras ciudades, incluyendo aquella cotidiana y escalofriante
destrucción, por ejemplo, de la infraestructura vial y hasta de los edificios
patrimoniales. Para colmo, todo agravado con la pandemia del Coronavirus y su
secuela de muertos, infectados y desocupados. Además de las enfermedades
físicas y mentales que se prodigan por tantos meses de cuarentenas y
hacinamiento.
En menos de un año, tenemos un país mucho más pobre y
desesperanzado, sin que su Jefe de Estado demuestre liderazgo alguno para
encarar la crisis. Completamente insensible e incompetente para ir el ayuda de
los más necesitados, al extremo que hemos debido recurrir a las reservas
previsionales para mitigar las agudas carencias familiares, existiendo unos dos
millones de trabajadores que han agotado todos sus cotizaciones y fondos para
su jubilación. Y ya se habla de un tercer retiro sin que el Gobierno se
resuelva rebajar o suprimir los excesivos gastos militares, recurrir a las
abultadas reservas soberanas en el extranjero o imponerle a los más ricos un
impuesto destinado a los que están urgidos por la crisis sanitaria.
Si Piñera tuviera un mínimo sentido patriótico ya debiera
haber dejado su cargo, como lo hicieran tantos otros gobernantes en el
pasado. Para abdicar o quitarse la vida,
incluso, antes de precipitar a sus naciones a una catástrofe mayor. ¡Que se
vaya! es lo que reclaman las
multitudinarias manifestaciones sociales, y con él, además, todos los que en la
política son cómplices de haber llevado a Chile a un tiempo tan aciago.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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