Por Leandro Albani:
Diego Maradona fue muchas cosas, pero sobre todo fue un
nombre que, cuando lo escuchaban en cualquier parte del mundo, despertaba miles
de sentimientos cruzados.
Agosto de 2013. Montañas de Qandil, en el Kurdistán iraquí.
Estoy en un campamento de la guerrilla del Partido de los Trabajadores de
Kurdistán (PKK). Es de noche, hace un rato terminamos de cenar. Alrededor de
una mesa de madera, un grupo de guerrilleros charla. Yo miro, mientras me
traducen. Uno de los guerrilleros hace la pregunta que escucho desde que llegué
a Kurdistán: ¿Messi o Maradona? Respondo que Maradona. Otro guerrillero prende
la mecha de la discusión: dice que no puede ser que Maradona viva en Dubai, la
capital de Emiratos Árabes Unidos. Dice también que la monarquía de ese país
viola los derechos humanos, que es contrarrevolucionaria. Otro guerrillero lo
corta y le dice que Maradona nunca se olvidó del lugar en que nació.
Ese guerrillero, al que escucho y observo en la noche cerrada de las montañas de Qandil, en un territorio que en cualquier momento puede ser bombardeado, donde el grupo insurgente más importante de Medio Oriente controla una zona del tamaño de Uruguay, les explica al resto que Maradona nació en un lugar muy pobre y que, pese a su fama y su dinero, nunca se olvidó de su gente. Me pregunto ahora –y seguramente me pregunté en ese momento alucinado- cómo ese guerrillero kurdo sabía dónde había nacido Maradona. Después, el silencio. Esperan mi opinión. Creo que dije que era verdad que Maradona nunca se había olvidado de los pobres del mundo y que, más allá de todo, representaba a los más humildes. Y que era amigo de Fidel y de Chávez, y que para muchos latinoamericanos eso era muy importante.
Cuando llegué al aeropuerto de Sulimaniyah, una de las
ciudades más grandes del Kurdistán iraquí, dos empresarios fueron a buscarme.
En camionetas negras de películas, llegaron con todas sus familias, incluidos
los hijos pequeños. Sabían que era argentino, por eso los pibes, en cuanto
arrancaron los saludos protocolares, me empezaron a preguntar por Maradona y
por Messi. Mi única respuesta fue: “Maradona, Maradona, Maradona”.
En 2012, la Agencia Venezolana de Noticias (AVN), donde
trabajaba ese año, me envió, junto a otro periodista, a Irán para representar a
los medios públicos de Venezuela en un encuentro de medios de comunicación. La
primera noche en Teherán, junto a mi compañero salimos a caminar y llegamos al
parque Laleh, que quedaba cerca del hotel donde nos hospedábamos. Ya era tarde,
pero en el parque mucha gente jugaba al ajedrez y al bádminton. Otras personas
–en su mayoría adolescentes- formaban rondas y charlaban. Cuando salimos del
parque, por supuesto, no teníamos idea en dónde estábamos. Entramos de nuevo al
parque y les preguntamos a dos chicos cómo llegar al hotel. Cuando le dijimos
que éramos de Venezuela y de Argentina, uno de ellos se puso frenético y empezó
a repetir dos palabras: “Maradona” y “fútbol”. Mientras los dos chicos nos
acompañaban hasta el hotel, el que estaba frenético me repitió durante todo el
trayecto los apellidos de jugadores de fútbol de la selección de Argentina.
Cada tanto, repetía “Maradona, Maradona” como un mantra.
Viví casi seis años en Venezuela y vi cómo Maradona, cada
vez que fue al país, no vaciló en defender a la Revolución Bolivariana. Y
sentí, orgulloso, cuando los venezolanos y las venezolanas me agradecían por
las palabras de Maradona. Viajé varias veces a Cuba, ya sea a trabajar o a
estudiar. Y también sentí esa mezcla de orgullo y vergüenza cuando en La
Habana, en Santa Clara, en Santiago o en Viñales, los cubanos y las cubanas me preguntaban
por la salud de Maradona y me decían que ellos estaban muy agradecidos por sus
opiniones sobre Cuba. Y que ellos, cubanos y cubanas de a pie, estaban
dispuestos a recibirlo en la isla todas las veces que fueran necesarias.
En 2010, durante el Mundial de Fútbol en Sudáfrica, yo
estaba en Acteal, en la comunidad Las Abejas, en el Chiapas zapatista. Cuando
Argentina jugó contra Alemania, y Maradona era el director técnico, fui hasta
un almacén que tenía un televisor. Esa tarde, ese lugar humilde del México
profundo estaba repleto de nenitos; algunos apenas tenían los años justos para
hablar. Me senté en el piso y miré el partido. Y miré, sin poder creerlo, cómo
esos nenitos festejaban cada vez que la televisión mostraba al Maradona
director técnico. En Acteal, también me pregunté cómo podía ser que esos
nenitos, hijos de los pueblos originarios del México insurgente, sabían quién
era Maradona. ¿Por qué festejaban? ¿Por qué se ponían tan felices cuando las
cámaras enfocaban a Maradona? ¿Hasta dónde llegaba Maradona?
Ese mismo año, se conocieron las siguientes declaraciones de Maradona: “Soy el hincha número uno de Palestina”. Y agregaba: “Visitar Palestina sería como si mi nieto Benjamín me diera un beso”. “El pueblo palestino tiene necesidad de ayuda de todos y yo estoy a su disposición. Soy el hincha número uno”, repitió Maradona. Releo esas declaraciones y me pregunto por qué el mejor jugador de fútbol del mundo afirmaba, sin titubear, su apoyo a Palestina. Y me pregunto, ahora, qué habrán sentido los palestinos y las palestinas, que son los olvidados más olvidados de la tierra, esos hombres y esas mujeres a las que todos los días les niegan su tierra a fuerza de bombardeos, masacres y detenciones masivas. Estoy casi seguro de que cuando Maradona dijo esas palabras, los pobladores de Palestina se sintieron menos solos y el fuego de sus esperanzas seguramente ardió con más fuerza.
Tal vez, pienso ahora, en esa discusión en las montañas de
Qandil, se sintetiza quién fue Maradona: una persona con una humildad inmensa y
con las posturas más cuestionables que siempre, cada persona con vaya a saber
qué autoridad, les criticó. Una persona con profundas contradicciones, como
cada uno de los hombres y mujeres que habitan este mundo. Así de simple, sin
tantas vueltas o reflexiones sesudas. La diferencia de Maradona con el resto de
los mortales es que, donde se escuchara su nombre, algo temblaba. Ya sean
risas, agradecimientos, festejos o críticas, Maradona estaba ahí. Y muchas
veces, era la forma de comunicación más primitiva que, al menos a mí, siempre
me permitió abrir una puerta o conocer gente.
Diego Maradona falleció el mismo día que Fidel Castro pasó a
la inmortalidad, hace ya cuatro años. Fueron grandes amigos y dos irreverentes.
A Diego y a Fidel los odiaron las mismas personas, una pequeña señal de que
ambos, seguramente, hicieron algo para que este mundo sea más justo y feliz.
leandroalbani@gmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario