Por Carolina Vázquez Araya
La violencia doméstica, la amenaza adicional contra miles de
niños, niñas y mujeres.
Un solo golpe en la puerta tiene el poder de transformar una
sensación de paz y seguridad en un ataque de pánico. Así ha de haber sucedido
en Quilmes, Argentina, en donde de acuerdo con las revelaciones de una jueza de
ejecución penal se conoció la liberación de 176 violadores en una cárcel de esa
localidad. Ante esta aberración judicial es casi imposible imaginar los
sentimientos de las víctimas al enterarse de la liberación de quienes las
agredieron, pero además la impotencia de la población al enterarse de tan
absurdo hecho y constatar cómo, quienes están supuestos a garantizarles un
entorno seguro en medio de la pandemia, han ignorado con tal desprecio la
necesidad urgente de protección de niños, niñas y mujeres en situación de
extrema vulnerabilidad y, por lo tanto, abandonadas a su suerte.
En plena cuarentena, con estrictas restricciones de
movilidad y con las instituciones del Estado enfocadas en controlar los efectos
de la pandemia, se han disparado alrededor del mundo los indicadores de
violencia doméstica, en cuyo rápido incremente desde el inicio de la cuarentena
se demuestra la persistencia de la desigualdad de género en el goce de
derechos, pero también la escasa capacidad de los organismos de seguridad para
brindar protección a las potenciales víctimas. De hecho, este fenómeno revela
de manera indiscutible la falta de solidaridad y conciencia humanitaria de los
entes políticos, judiciales y policíacos cuyas decisiones dejan a niñas, niños
y mujeres a merced de sus agresores mientras a estos les ofrecen garantías de
impunidad.
La violencia doméstica es una práctica nefasta que permea a
la sociedad de punta a punta. Gracias al aura de permisibilidad auspiciada por
las doctrinas religiosas y por el sistema patriarcal instaurado desde los
centros de poder económico, social y político, se ha condenado a las mujeres de
manera tan injusta como perversa a tolerar un esquema de sumisión y marginación
solapado y lleno de trampas morales, erigiendo en torno a ellas y a sus hijos
todo un entarimado de obstáculos para impedirles –usando para ello violencia
extrema- el goce de sus derechos.
El resultado ha sido un muro de obstáculos establecido por
el sistema, contra el cual luchan de manera sostenida movimientos feministas y
de derechos humanos cuya labor ha quedado grabada en la historia de la
Humanidad. En el interior de los hogares, sin embargo, las posibilidades de
defensa y protección contra las violaciones sexuales, el maltrato físico,
psicológico e incluso económico, se topan con los estereotipos de género
grabados a fuego en la mente de las víctimas, cuya formación las condiciona
muchas veces a aceptar sin discutir la preeminencia de la autoridad masculina y
la sumisión absoluta ante sus dictados.
A ello, contribuye de manera implícita la actitud de los
entes institucionales ante las denuncias por violación y agresiones, la cual
muestra de modo tajante la discriminación y revictimización en los procesos
durante los cuales niños, niñas y mujeres agredidos son sujeto de nuevos y más
severos interrogatorios que sus agresores. Esta actitud, patente en los entes
policíacos y judiciales, es una de las peores lacras del sistema patriarcal,
hoy en absoluta evidencia con la liberación de reclusos condenados por
violación y agresiones dentro del seno familiar, con el supuesto propósito de
protegerlos de la pandemia y reducir la saturación carcelaria. Una vez más, el
destino de niños, niñas y mujeres no preocupa a autoridades, convencidas de que
el feminicidio y la violencia de género no son más que daños colaterales.
ROMPETEXTO: La amenaza por violencia doméstica es peor que
la contaminación por virus.
elquintopatio@gmail.com
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