Por Carolina Vásquez Araya:
La nueva experiencia de un encierro obligado comienza a
hacerse sentir.
En el principio, todo fue alarma sin mayores perspectivas.
Hoy, después de tantas semanas de confinamiento, se comienza a sentir la
diferencia hasta en los huesos. Todo aquello que dábamos por sentado: las
infinitas posibilidades de hacer cosas, de movernos por el mundo –aunque no lo
hiciéramos, pero ahí estaba, en potencia- de salir de casa, de pronto nos
fueron cercenadas por un bicho microscópico y por una cúpula de autoridades
cuyo poder no ha sido suficiente como para reunir el conocimiento y la sabiduría
necesarias para enfrentarlo.
La frustración y las carencias para las mayorías están
socavando la moral ciudadana. No bastan las medidas aparentemente humanitarias
de algunos de los países más desarrollados para enfrentar el empobrecimiento
repentino de sus trabajadores. Solo son paliativos que no llegan a las raíces
del problema y no cambian en nada la situación de millones de familias sin
perspectivas de empleo y con deudas impagas, esperanzadas en una cura milagrosa
o en salir indemnes de esta pesadilla.
Hoy tenemos la obligación de destruir los estereotipos con
los cuales hemos vivido en un ámbito íntimo de falsa seguridad, para construir
todo un nuevo sistema de valores, empezando por la erradicación de ese clasismo
inveterado, inyectado a la fuerza en nuestro subconsciente y disfrazado de
“buenas costumbres”. Es algo así como regresar con el pensamiento a la escuela
primaria y aprender todo de nuevo con un silabario en donde no existen
categorías.
Este artículo lo escribí ayer: el Día de la Madre. Mientras
navegaba por las redes y leía los mensajitos de WhatsApp llenos de buenas
intenciones, no podía menos que pensar en el nuevo escenario que nos plantea
esta pandemia. Millones de mujeres alrededor del mundo expuestas a la violencia
machista y a embarazos no deseados porque, en estas condiciones, los pocos
avances en derechos sexuales y reproductivos quedan prácticamente anulados. El
romanticismo alrededor de un día más destacado por su valor comercial que por
su naturaleza intrínseca resulta, por lo tanto, destrozado por una realidad
cruel y concreta.
Una de las sensaciones más potentes en esta experiencia
desconocida es una progresiva pérdida de la realidad y una peligrosa caída en
un estado depresivo solapado y oscuro, algo así como si tuviéramos una pesada
capa que no podemos sacudirnos de encima. Si esto se produce en personas
razonablemente saludables y con recursos de supervivencia, imaginemos a una
madre soltera con un número inmanejable de hijos, desprovista de un ingreso
fijo y enfrentada a una situación tan injusta. Es en esa situación de
vulnerabilidad extrema en donde vemos el retrato de nuestra nueva condición.
No importa cómo salgamos de esto. Nunca seremos los mismos
porque el virus nos enseñó por las malas a entender la relación tan precaria
con nuestra naturaleza, con nuestros semejantes y con nosotros mismos. Echamos
una mirada a través de la ventana y observamos a nuestros vecinos por primera
vez con un sentimiento de solidaridad porque, no importando quiénes sean ni
cuánto posean, estamos emparentados frente al misterio de un futuro
desconocido, manejado desde las alturas por unos seres también desconocidos.
Aprovechemos el tiempo para reconstruirnos –de adentro hacia
fuera y sin compasión- con los elementos residuales del feroz ataque contra
nuestra cotidianidad; al final del día, contamos con la capacidad siempre
poderosa para reinventarnos y hacer frente a las carencias. Quizás sea esta la
oportunidad para salir fortalecidos y triunfantes.
Aprovechemos esta vez la oportunidad para reinventarnos
elquintopatio@gmail.com
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