Por Juan
Pablo Cárdenas S.:
(en memoria
de Mariano Puga, el cura obrero)
“¡Que se
vaya! tituló en una de sus más exitosas ediciones la revista Análisis cuando el
país demandaba la salida de Pinochet. La irreverente portada causó la furia del
Dictador y de allí se sucedieron todo tipo de amedrentamientos a la prensa
disidente, como aquellos requerimientos ante los tribunales y las fiscalías
militares en contra de los periodistas y colaboradores de esta y otras
publicaciones. Hoy son cientos de miles las pancartas, rayados murales y
diversas formas de demanda popular para que Sebastián Piñera cese en su cargo
de La Moneda en medio de la mayor crisis de nuestra historia.
Ciertamente
que el escuálido respaldo popular del actual presidente, la protesta incesante
de la población y los altos y peligrosos grados de confrontación social en
cualquier democracia en serio ya habrían ocasionado la renuncia o la
destitución del primer mandatario. Sin embargo, lo que tenemos en Chile no es
un régimen de soberanía popular sino una postdictadura todavía regida por los
rasgos autoritarios de la Constitución de 1980, el poder económico y una clase
política insensible a las demandas de la población, además de devenir en
corrupta.
Es cosa de
leer las encuestas y recorrer las calles para apreciar el balance que el pueblo
hace de la gestión de un jefe de estado obstinado que fue elegido por mucho
menos de la mitad de los ciudadanos y que, para colmo, hoy recibe la rechifla
mundial por sus espeluznantes acciones contra los derechos humanos de nuestros
habitantes.
El ministro
de Interior ha declarado recién que “la democracia se basa en el respeto a las
reglas del juego”, haciendo caso omiso que la principal característica de este
régimen es su fidelidad a la voluntad soberana del pueblo, frente al cual el
gobierno, el parlamento y las instituciones del Estado deben direccionar sus
propósitos y acciones. Tarea en que las Fuerzas Armadas y policiales deben
estar encomendadas a proteger su población y velar por el orden público, muy
contrariamente a lo que está sucediendo con una represión criminal que se ejerce
cotidianamente contra los chilenos que protestan y se movilizan contra un
sistema profundamente desigual. Bajo el imperio de la concentración de la
riqueza, el trabajo precario y la expoliación de nuestras materias primas y
riquezas en manos de los intereses foráneos.
Más de
cuatro meses de continua insurrección, caos, víctimas fatales y miles de presos
políticos constatan el descontento popular y el fracaso e todas las autoridades
en ofrecer soluciones a ese despertar irrefrenable de un país ya harto de abusos
de todo tipo y de esperar por más de treinta años que se consolidara la
democracia y la justicia social. Porque, a excepción de unas pocas voces del
Parlamento, el conjunto de los legisladores, los partidos políticos y los
medios de comunicación hegemónicos se escandalizan de lo que parece realmente
más prudente antes que la crisis siga profundizándose. Esto es que Piñera
decida irse para que la violencia no conduzca al país a una de lamentables
ocasiones ya vividas, como la guerra civil, las asonadas militares y los miles
de muertos y desaparecidos.
Desgraciadamente,
lo que aparece más razonable es tildado como una propuesta extremista y un
atentado contra nuestra supuesta democracia. Incluso la clase política
opositora, y consciente del daño que le significa al país el gobierno de
Piñera, ha sacado del sarcófago a varios políticos para que propicien, otra
vez, una salida negociada con el Gobierno. Esto es esos mismos acuerdos que
entonces fueron impuestos y financiados por el Departamento de Estado Norteamericano
para evitar el derrumbe de la Dictadura, garantizar la impunidad de Pinochet y
darle continuidad a su régimen económico y social. Lo que ahora ha terminado
por crispar al país.
Un grupo de
ex concertacionistas, ebrios de figuración pública, conspiran de nuevo con la
Derecha, los grandes empresarios y empiezan a golpear las puertas de los
cuarteles para hacerle frente al estadillo social y desbaratar la posibilidad
de que, con o sin plebiscito y asamblea constituyente, el país apruebe unas nueva
Carta Fundamental, seguido de terminar con los privilegios que goza menos del
0.5 por ciento de la población. Es decir, se le dé ejecución a una agenda
social que le ponga término al sistema previsional, la educación
discriminatoria, la salud elitista y la represión de los derechos de nuestros
pueblos autóctonos, entre otras justas demandas.
Ante la
presión social, el Poder Legislativo discurrió proponerle al país un itinerario
institucional con la esperanza de apaciguar el malestar, pero sin convicción política
alguna en cuanto a que, por fin, prosperara un régimen democrático de mínima
solvencia. Pero lo que no lograron percibir estos legisladores es la
posibilidad de que en consulta electoral los millones de chilenos puedan
constituir una convención constituyente que arrase con las pretensiones de
quienes quieren darle continuidad al régimen actual, incluso recurriendo al
poder de veto que tendría cualquier reforma si ésta no reúne los dos tercios;
según el abusivo quórum convenido por los defensores y encantados del legado
pinochetista. Recién se dan cuenta que la explosión social no solo es contra el
Ejecutivo sino contra el conjunto de una casta política que durante los
gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría se hicieron los sordos frente
al mandato popular e incumplieron flagrantemente sus propias promesas
electorales.
De esta
forma es que ahora se proponen amarrar a Piñera en su cargo y ver la forma de
interrumpir el proceso constituyente, aunque sea a pretexto de la pandemia del
Coronavirus, fenómeno ampliamente manipulado por las autoridades y que les
ofrece infundirle pánico a la población a la posibilidad de contraer este mal
en los lugares de votación, las concentraciones públicas, las universidades y
los medios de transporte. Como si en todo el mundo y en Chile no fueran
inmensamente más los que a diario padecen y mueren por las epidemias del
hambre, de los virus mucho más letales, las fatídicas esperas por atención
médica hospitalaria, los conflictos armados y la criminalidad.
Esperamos que
el pueblo no se deje engañar. Más bien confiamos en que los chilenos saben que
la violencia callejera y el vandalismo son hábilmente tolerados y estimulados
por los que quieren oponerse a los cambios. Que como en otros momentos de
nuestra historia, las policías no se proponen neutralizar a los delincuentes o
a los narcotraficantes sino a los que protestan pacíficamente. Así como
infiltrar a los incautos de la política, estimular las divisiones políticas y
alentar lo que mejor saben hacer: los cruentos golpes de estado y sus
posteriores campos de concentración y exterminio, así como la venta de nuestra
soberanía territorial al capital foráneo.
No deja de
ser extraño que, en su última desfachatez, Piñera haya reconocido que su
gobierno tenía pleno conocimiento que durante el estadillo de octubre pasado se
iba a atacar algunas estaciones del Metro de Santiago. Curioso, ¿no?
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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