Por Juan Pablo Cárdenas S.:
Después de acumular largos años de frustraciones y rabia, la
población chilena inició el camino de la desobediencia civil y cientos de miles
de santiaguinos salieron a las calles a protestar por la abusiva alza de las
tarifas de la locomoción colectiva. Una jornada de enfrentamientos con la
policía, cuyos efectivos fueron instruidos por el Gobierno para reprimir y
ahogar el descontento social, aunque hay que se podría lamentar, por supuesto,
los desmanes contra las estaciones el Metro, el emblemático incendio del
edificio corporativo de la principal empresa de electricidad y diversos saqueos
a tiendas comerciales.
Sebastián Piñera demostró su pequeña estatura política y
alta megalomanía al dictar en la noche del viernes 18 el Estado de Emergencia,
facultad que en la práctica representa el fracaso de la política para
interpretar el malestar del pueblo y encauzar al país por la senda de las
soluciones democráticas, encomendándole a las Fuerzas Armadas el control de la
situación, a sabiendas que en lo que son realmente expertos nuestros militares
es en agredir a su propia población civil. Pero se trata solo del principio del
fin de un orden institucional y de un sistema económico cuyo resultado
principal es la inequidad social y el bienestar de una ínfima minoría,
representada por la clase política y las grandes patronales empresariales, con
la complicidad de muchos jueces y tribunales abyectos del sistema institucional
legado por la Dictadura y refrendado por aún más larga postdictadura.
Los últimos gobiernos chilenos acostumbran a ufanarse por la
pertenencia de nuestro país al selecto número de integrantes de la OCDE. Sin
embargo, los propios estudios y pronósticos de esta entidad mundial se han
encargado de contradecir el entusiasmo de La Moneda respecto de la marcha de
nuestra economía. Otro balance muy difundido sobre los índices de bienestar de
estas naciones ubica ahora a Chile en el lugar 36 de los 40 países analizados.
Muy lejos de Noruega y Australia y otras naciones que según las diversas
fuentes estadísticas y sondeos serían las que mejor viven en el mundo de
acuerdo al ingreso real de sus familias, calidad de educación, acceso general a
servicios básicos y varios otros tópicos.
Los informes aludidos ratifican la convicción de que los
chilenos tenemos una de las brechas más pronunciadas del mundo entre lo que
obtienen los ricos y los pobres, caracterizándonos como una de las naciones de
más alta concentración económica versus la realidad de la inmensa mayoría de la
población con remuneraciones y pensiones realmente bochornosas, si se considera
que somos la nación latinoamericana con más alto PIB per cápita. Guarismo que
no sirve de nada si no se lo compara con la realidad de la distribución del
ingreso.
La desigualdad se hace todavía más flagrante con el reciente
pronóstico en cuanto a que Chile crecerá entre 2018 y 2021 más que el promedio
calculado para los propios países de la OCDE y los de APEC. Por lo que podría
ser plausible, entonces, que nuestro país hiciera un esfuerzo real por mitigar
nuestra inequidad, si no quiere exponerse a las convulsiones sociales que
puedan poner otra vez en riesgo nuestra estabilidad política y paz social
Lo cierto es que nuestro neoliberalismo más salvaje empieza
a hacer agua frente al creciente malestar social, cuando una nueva alza en los
precios de los combustibles y de la movilización colectiva ha provocado la ira
de cientos de miles de trabajadores cuyos escuálidos ingresos ya no toleran ni
el más mínimo aumento del costo de vida.
Al escribir estas líneas, completamos una semana de severas protestas,
especialmente ahora al interior de las estaciones del metro capitalino, donde
la represión policial se hace más difícil y, al arrojo de los jóvenes, son
miles los usuarios que se resuelven también a evadir los pagos de pasajes. Toda
una acción de desobediencia civil que se suma a la protesta de los pescadores
artesanales, de los pensionados que reclaman NO+AFP, de los estudiantes
secundarios que exigen mejor educación pública y de otras diversas expresiones
a lo largo del país tras demandas salariales, medioambientales y otras justas
causas.
No hay duda que la calma social que se impuso en la
postdictadura ya llega a su fin y que el pueblo chileno se convence que solo
con su decidida acción podrán hacerse efectivas sus demandas, toda vez que la
clase política en su conjunto se aprecia corrupta, insensible e incapaz de para
oficiar de representante e intermediaria ante el Estado. Tanto así que lo
niveles de abstención electoral han llegado a ser los más altos del mundo,
superando el 50 por ciento del padrón como consta en todos los últimos
comicios. No es de extrañarse, entonces, que, en esta connivencia cupular, la
represión resulte avalada incluso por parlamentarios que en el pasado hicieron
gala de su izquierdismo o allendismo y ahora están apoltronados en el poder
junto a la ultra derecha.
La población chilena ha llegado a convencerse de que lo que
menos falta en Chile es dinero para hacer frente a las carencias sociales,
cuando también en los últimos días se ha sabido que los fondos de reservas de
las pensiones se han elevado por sobre los 20 mil millones de dólares, la mitad
de los cuales están depositados en la banca norteamericana. Lo que le reditúa a
un puñado de empresas y entidades financieras ganancias altamente abusivas,
como que se afirma que el negocio de las administradoras de fondos de pensiones
(no más de 6 o siete entidades) es uno de los más boyantes de toda la Tierra.
¡Vaya cuánto podría hacerse en Chile en materia de inversiones, fomento del
empleo e infraestructura con esos recursos si el sistema previsional fuera
administrado como antaño por el Estado o por los propios cotizantes!
Pasto tierno para el desarrollo del narcotráfico y la
delincuencia son ahora en Chile los altos índices de pobreza y discriminación,
la arrogante riqueza de unos pocos, como la complicidad de la política con el
grave estado de la inequidad social. En una desfachatez que explica que los
parlamentarios chilenos obtengan mejores sueldos y prebendas que sus colegas norteamericanos o
europeos; que reciban montos por lo menos 20 veces por encima del salario
promedio de los trabajadores, de lo cual se explica la renuencia de los
legisladores a ceder sus cupos a favor de las nuevas generaciones, cuanto
incluso aquella actitud de algunos ex dirigentes universitarios de buscar
acomodo laboral en el gobierno, el poder
legislativo o en los municipios. Condenados solo a servirse de la política ante
la imposibilidad de procurar desde allí los cambios sustantivos que
prometieron.
El estallido social al que nos referimos es todavía muy
espontáneo y puntual, como siempre ha ocurrido en el preludio de las grandes
transformaciones. Sin embargo, ya no se trata solo de los estudiantes en los
que hay que reconocer hoy los índices más elevados de conciencia política y
resolución. Esto también habla de un fenómeno bien conocido, en cuanto a que
para los trabajadores y la población adulta es siempre más riesgoso encarar a las
autoridades. Ya sea por miedo a perder sus empleos y ser reprimidos por un
estado policial que goza de las mismas facultades “disuasivas” de la última
dictadura cívico militar. Toda vez que siguen vigentes la Constitución de
Pinochet, las leyes y los altos presupuestos otorgados a las Fuerzas Armadas y
de Orden. Militares y policías que ahora, por obra y gracia del presidente
Piñera, empezaron hace algunas semanas a colaborarse mutuamente a fin de
encarar las tareas de seguridad. Con facultades y recursos onerosos que algunos
proponen ampliar, cuando se acusa a La Moneda de haber fracasado en su tarea de
inhibir a la delincuencia y la atrevida acción de los estudiantes el
emblemático Instituto Nacional y otros establecimientos.
Lo más importantes es el cambio que se está produciendo en
nuestra población respecto de la radicalidad de algunas protestas y la
violencia que se acrecienta en ellas. Por más que la gran prensa siga
coordinada para alertarnos de los riesgos de las manifestaciones sociales e
insistan en ofrecer como solución al descontento el diálogo con las autoridades
o la conformación de “mesas de trabajo”. Sin duda, instancias distractoras que
en la práctica han caído en el más completo descrédito o ridículo. Lo más
curioso, sin embargo, es que los mismos que han recurrido recurrentemente a las
armas para acceder al poder o derribar del gobierno a sus legítimos moradores
tengan el cinismo de tildar a sus opositores de violentistas. Como si el
bombardeo a La Moneda, los constantes cuartelazos y las masacres a los
trabajadores no fueran los principales actos de terrorismo acometidos por la
derecha, los poderosos empresarios y el servil mundo castrense.
Los chilenos parecen hoy más inclinados a comprender y
validar la cólera de los jóvenes que protestan, como a reconocer (como siempre
ha ocurrido) que los desmanes contra el llamado orden público son efectuados
tantas veces por agentes infiltrados entre los manifestantes. Llama la atención que con todos los fieros
recursos de Carabineros y la policía civil sean contados con los dedos de la
mano los casos en que se detienen a los encapuchados, por ejemplo, como a
tantos delincuentes comunes que asolan las calles y barrios. Varios de los
cuales, posteriormente, se descubren en los Tribunales como policías de franco
dedicados a asaltar viviendas, robar autos y cajeros automáticos. Emulando en forma más rústica, claro, el
proceder se aquellos oficiales que por tanto tiempo vienen apropiándose
personalmente de los recursos asignados para sus deberes institucionales.
En reacción histérica el Ministerio del Interior y los
legisladores cada día proponen y aprueban más disposiciones para pacificar a
nuestra población, para impedir que el malestar llegue a expresarse como en
Buenos Aires, Quito, Barcelona y en tantos otros lugares que sufren el lastre
de gobernantes miopes y arbitrarios como los nuestros, enseñoreados en los
cargos públicos y dispuestos a atropellar la libre determinación de sus
pueblos, mientras hacen gárgaras con la palabra democracia y se empeñan en
descubrir en otros países los despropósitos que aquí se hacen ahora más
ostensibles.
Después de estos episodios de ira y represión, habría que
preguntarse si los miembros de la OCDE se dispondrán o no a reunirse
próximamente en Santiago con la presencia de los presidentes de China y Estados
Unidos. Si no se abstendrán de hacerlo por motivos de seguridad, pero, sobre
todo, por una cuestión de pudor, después de haber difundido tan lapidarios
informes sobre nuestra desigualdad social. La verdadera causa que explica la
rabia callejera y la violencia que estamos observando.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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